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EL DIA D

En el libro 'La princesa enamorada', la escritora Ana Pasternak cuenta, en el más puro estilo de novela rosa, cómo Diana sedujo al capitán James Hewitt. Estos son algunos apartes de ese capítulo.

14 de noviembre de 1994


DIANA ESTAba poseída por un deseo intenso de ver a James fuera de las formalidades que enmarcaban su tiempo juntos durante las lecciones de equitación. Sentía la necesidad de verlo a solas. Por eso, lo invitó a cenar al palacio de Kensington (...). Ella podría haber fracasado con su marido, pero aquí había un hombre que podría conseguir por sí misma. Y se resolvió a hacerlo (...)
James estaba deslumbrado por la invitación. Su vida parecía tomar un rumbo extraordinario, saliéndose de su control y entrando en manos del azar. En cierto sentido estaba encantado de rendirse: era la primera vez en años, probablemente la primera vez, que se sentía vivo. Al fin sus sentidos estaban verdaderamente despiertos, con una intensidad que él no había conocido antes.
Para Diana el día fue interminable. Cada instante miraba su reloj y la hora de llegada de James parecía lejana. Después de haber pasado por la cocina para ver que todo estuviera en orden -quería que esta cena fuera especial-, se dedicó a arreglarse. Reposando en la tina, pensó en James: su fuerte complexión física, su pelo color castaño rojizo... (...). Esta noche ella no debía -se dijo a sí misma- ser una carga para él, con todos sus problemas.
Esta noche quería que él la deseara totalmente con pasión y romance. Deseaba a este hombre que parecía tan experto en hacer a las mujeres sentirse seguras de su propia feminidad. Había algo en la facilidad con que él usaba su propia sexualidad, que producía en Diana un deseo de hacer alarde de la suya. Sin embargo, todavía se sentía insegura. Sabía que en algún lugar había una capacidad sexual hambrienta, que había permanecido muerta y rechazada durante los cinco años de su matrimonio. Esta nunca había sido provocada tiernamente (...). El deseo que experimentaba la asustaba tanto como la excitaba (...).
El partió hacia el palacio de Kensington sintiéndose muy seguro de sí mismo. Se detuvo en la portería y anunció que era el capitán James Hewitt, que venía a ver a la princesa de Gales. La Policía le permitió seguir. Todo parecía tan natural, tan normal. En cuanto Diana escuchó el sonido de las llantas, se asomó por la ventana para cerciorarse de que James había llegado, y bajó corriendo las escaleras para recibirlo (...). Que ambos estaban emocionados de verse no era una ilusión. No podían quitarse los ojos de encima ni para sonreír. Diana lo invitó a pasar a la sala que vibraba de feminidad, con recipientes llenos de rosas perfumadas (...). ¿Cómo no sentirse en paz en esta habitación que decía tanto sobre ella? Claramente este era su santuario, donde ella se sentía segura, a salvo y se podía relajar.
Excitadamente ella le explicó que normalmente no bebía licor, pero que, como esta era una ocasión especial, tomaría una copa. Se sentó a su lado en el sofá. La distancia que los separaba parecía tan grande como un océano. Su conversación, los dos lo sabían, era irrelevante. Era la comunicación no verbal lo que los excitaba. Sus aparentes comentarios eran importantes solamente en el sentido de que ambos buscaban descubrir los secretos del otro. Ella le habló sobre los deberes, pasando de lo mundano a lo cómico, introduciendo a James en su mundo. Mientras la escuchaba, James le cogió la mano y, acariciándola, la miró profundamente a los ojos. Estaban en ese peligroso momento en el que necesitaban tocarse el uno al otro. Sus cuerpos estaban cargados de electricidad y buscaban ansiosamente abrazarse, aunque el ardor de la expectativa era casi más delicioso. Era como si estuvieran de acuerdo en que el segundo antes de besarse es un momento de éxtasis que nunca puede repetirse.
El lacayo entró y anunció discretamente que la cena estaba lista. Ella había dado instrucciones de que los dejaran a solas. Diana misma le sirvió a James, coqueteandole con miradas sugestivas y acariciándose sensualmente su cuello mientras lo miraba. El observaba electrizado. Sabía que ella le estaba preparando el camino para que él tomara el control pero, ¿cómo podía hacerlo? La transición de amigos amorosos a amantes amistosos era difícil en cualquier circunstancia. Pero, ¿con Diana, una mujer casada? Con Diana, ¿la princesa de Gales?
Diana propuso que pasaran de nuevo a la sala a tomar café. Cuando ella le pasó la taza, permitió que sus dedos tocaran los de él por un momento, completamente consciente y feliz del efecto que tenía sobre él. Nunca había estado tan segura. Lo único que sabía era que ansiaba estar entre sus brazos para sentirse protegida por su fuerza. Sabía que él no haría nada para dominarla abiertamente y, sin embargo, que la dominaría completamente, absolviéndola de toda responsabilidad. De repente, no pudo aguantar más. Su deseo era demasiado grande. Entonces, con la facilidad de una bailarina interpretando su mejor rutina se levantó, caminó hacia él y se deslizó sentándose sobre sus piernas mientras posaba sus manos detrás del cuello de James. El estaba lleno de deseo y a la vez sorprendido. Que ella se hubiera lanzado tan directamente, le parecía increíble (...). El la besó tiernamente, románticamente. La deseaba, pero sospechó que esto era todo lo que ella quería y esperaba. Ignoraba que lo que necesitaba, lo que realmente quería era pasión. Hacerlo, para sentirlo todo. Hacerlo para ganar seguridad en sí misma como mujer. El no sabía que ella estaba tan afectada por la falta de deseo de su esposo. Que por dentro se sentía estéril (....). Ella estaba decidida a cambiar todo esto. Era el momento preciso, el hombre había llegado. Ella iba a permitirse a sí misma ser amada. Y allí estaba ese hombre callado, experto y lo suficientemente valiente para responder al reto. No había preguntas, dudas, ni ansiedades. Diana se paró sin decir una palabra, estiró la mano y lentamente llevó a James a su dormitorio.
Más tarde ella reposaba en sus brazos y lloraba (...) James no hablaba, no preguntaba la causa de las lágrimas que empañaban su rostro. El sospechaba el origen y le entristecía. En el segundo en que las rápidas vibraciones habían pasado por su sangre, había llegado a ser parte de ella. El sabía ahora que mientras ella lo necesitara, él estaría a su lado. Sospechaba que sería un largo proceso pues ella estaba profundamente herida. Pero él tenía tiempo y paciencia, y la amaba (...). Los dos sabían que ella estaba llorando no sólo de dolor sino de placer, llorando con delirio por ese feliz acto que finalmente había ocurrido (...).
Ellos permanecieron juntos en silencio. En vez de conversar, se miraban el uno al otro, con los ojos llenos de felicidad pero buscando al mismo tiempo signos de arrepentimiento. No había ninguno. Después de todo ella se había entregado completamente. Había viajado con él a un sitio donde no había estado nunca, por primera vez en su vida adulta. Y no iba a dañar la perfección de ese momento con lágrimas insignificantes. Si era tan madura para invitar a la situación, tenía que aprender a enfrentarla.
Mientras él reposaba en la cama de la princesa -una cama en la cual estaba seguro de que el príncipe Carlos no dormía-, con Diana protegida en sus brazos, durmiendo el profundo sueño de los amantes exhaustos, James se dio cuenta que nunca había sido así antes. El la observaba mientras dormía, tan bella e indefensa, su suave rostro presionando el suyo, estaba lleno de una emoción cálida y apasionante (...). James estaba demasiado emocionado para dormir, saboreando cada momento de su unión.
Sentía una liberación que no había sentido antes (...). Cuando el reloj dio las dos de la mañana, vio que era tiempo de partir. No podía arriesgarse a que lo encontraran con ella en la cama en la mañana. Con cuidado, se liberó de los brazos de Diana (. ..). Se sentó al borde de la cama, acariciándola y besándola tiernamente para despertarla y despedirse. Ella le dijo que no podía resistir la idea de que él se fuera (...). El le dijo que eran muy afortunados de haberse encontrado, y que lo ocurrido esta noche estaría siempre con él (...).
Diana necesitaba la seguridad y fuerza de sus promesas, pues el miedo a ser abandonada era muy grande. Pero él disipó sus dudas con palabras de amor y apoyo. Ella le preguntó si creía que ella era lo suficientemente atractiva para ser deseada. Su inseguridad salía a flote en la angustia de la inminente separación. El le tomó la mano y le dijo: "Diana, no tienes razón para preocuparte... Eres una mujer excepcionalmente bella. Por supuesto te encuentro atractiva. Por supuesto me excitas. Te quiero ". Y se fue.