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Conflicto armado

En el frente

Sri Lanka, Sierra Leona y Bosnia son algunos de los escenarios donde se desenvuelve Natalia Springer, una colombiana que se juega su vida en la búsqueda de la paz.

2 de mayo de 2004

Natalia Springer nunca olvidará el día en que vio de cerca la muerte. Fue a principios de este año en Sierra Leona, África occidental, cuando la joven colombiana se trasladaba en un convoy a los límites con Liberia, junto con un grupo de militares. Sabía que allí la vida de nadie está asegurada, pero ella y su equipo habían tomado las medidas necesarias: una especie de acuerdo con líderes de la región para que los dejaran transportarse, además de viajar con algunos nativos. Pero comprobó que nada era suficiente cuando se encontró agachada en medio de una lluvia de balas y explosiones. "Acá primero arrasan con todo y luego preguntan". Natalia recordó en ese momento la ley de la zona, la que impera desde principios de los años 90, cuando se recrudeció el enfrentamiento entre por lo menos seis facciones rivales por controlar los recursos, especialmente los diamantes. El caos de aquel día terminó cuando uno de los nativos habló en su lengua a los atacantes y negoció por sus vidas. Sólo se llevaron todas sus pertenencias. ¿Qué hacía una mujer colombiana jugándose su vida en un rincón del planeta tan alejado y hostil? El riesgo extremo no es lo que motiva a Natalia, que tampoco quiere ser como esos soldados que se van a Irak a luchar una guerra ajena. Lo que a ella le interesa es la paz. Natalia ha dedicado la mayor parte de sus 30 años de vida a trabajar en resolución de conflictos. Actualmente es consultora internacional para diferentes organismos como la Otan (Organización del Tratado del Atlántico Norte) y para las Naciones Unidas. Además de Sierra Leona ha estado en lugares conflictivos como Bosnia-Herzegovina, Irlanda del Norte, Angola, Ruanda y Uganda. Allí su misión ha sido diagnosticar la situación para ofrecer posibles soluciones y prevenir futuros problemas. Natalia ha estado cerca de los actores armados de estos lugares. Antes de su experiencia en el convoy se había metido en otra boca de lobo: Sri Lanka, cuya región norte es la más minada del mundo con cerca de dos millones de artefactos explosivos sembrados. Ahí, los brutales enfrentamientos entre la minoría étnica de los tamiles -y su brazo armado los Tigres Tamiles- y los sinaleses, que gobiernan el país, llevan 20 años. Natalia logró algo casi imposible pues consiguió reunirse con Mr. Tamilshelvan, el jefe político de los tamiles, considerado por su pueblo un héroe de guerra, pero también con una bien ganada fama de sanguinario. "Por esos días había rumores de que él había muerto, incluso un periodista suizo que lo había entrevistado varias veces me dijo que estaba perdiendo mi tiempo", recuerda. Ella no se dio por vencida y llegó hasta el norte del país, que funciona como un estado independiente gobernado por la minoría con sus propias leyes. "Yo me arreglé para la ocasión, de sastre, a pesar del calor infernal, como parte del protocolo. Unas personas me recibieron, me montaron en un carro y me dieron muchas vueltas en medio de la nada. De pronto estaba dentro de una casa y tenía frente a mí a este hombre sonriéndome". A su regreso, la situación fue aún más arriesgada pues debía atravesar un territorio en disputa. Natalia, que viajaba de incógnito, sabía que las Fuerzas Armadas hacen una revisión exhaustiva y que era peligroso que le encontraran los documentos que le había dado el líder tamil y escondió los papeles entre su ropa interior. Cuando llegó al lugar, un grupo de mujeres soldado sinaleses empezaron a gritar y Natalia pensó que la habían descubierto. Cuál no sería su sorpresa cuando entendió lo que las mujeres decían: "TV, TV", repetían. "Al parecer me confundieron con alguien de la televisión". La temida 'raqueta' se convirtió en una relajada sesión de firma de autógrafos. Sus investigaciones en justicia transicional y comisiones de la verdad la hicieron merecedora al Premio en Ciencias Sociales de la Academia Austriaca de Ciencias. Pero hoy está segura de que su mayor premio fue demostrar que lo que había escrito en papel podía hacerse realidad. Ella, que es una pacifista convencida de que la ley de perdón y olvido es sinónimo de impunidad, implantó en una comunidad del sur de África un modelo de justicia con reconciliación. "Como el agua es escasa en la mayoría de regiones, los actores armados siempre controlan las fuentes hídricas. Su estrategia para tener el poder es minar el camino que lleva hacia el agua. El resentimiento de la comunidad es enorme porque han tenido que soportar que sus hijos mueran de sed". En medio de este panorama, Natalia desarrolló un proyecto para resocializar combatientes. Les puso la tarea de elaborar un mapa con la ubicación de las minas y luego de un entrenamiento y con la protección de grupos especializados realizaron una limpieza del terreno en tiempo récord. "Eso es reconciliación, cuando el perpetrador de crímenes repone en parte lo que había destruido", asegura. También trabajaron en la reconstrucción de escuelas y centros de rehabilitación para personas afectadas por las explosiones. El resultado fue sorprendente. Cuando Natalia pensaba que muchas de las víctimas iban a estar en su contra se encontró con que la comunidad había organizado una fiesta porque al fin había recuperado el agua. Su mayor satisfacción fue escuchar las palabras de un joven que había sido combatiente: "Los muertos dejaron de perseguirme, la maldición se me quitó de encima", le dijo con el misticismo propio de la región. Pero en toda guerra son más las batallas que se pierden que las que se ganan. En su mente suele aparecer una joven que trabajaba en una ONG y que había sido su compañera en uno de tantos entrenamientos. Murió en una balacera mientras luchaba para rehabilitar a niños soldados de Sierra Leona. También tiene clara la imagen de unas mujeres africanas tratando de regalarle a sus hijos para que no murieran de hambre y a los niños a quienes les aplicaban droga en una herida hecha en la cabeza para que combatieran sin cansarse. Por todas estas vivencias, Natalia está convencida de que el peso de la guerra es más difícil de llevar cuando se regresa de la zona en conflicto que en el lugar de los hechos. "A veces preferiría dedicarme a cosas que me gustan como el diseño o la jardinería y dejarlo todo", cuenta. Pero en esos momentos recuerda la sonrisa de las mujeres del Chocó, a las que conoció durante su época de estudiante de ciencias políticas en la Universidad de los Andes, cuando con unos compañeros viajó al lugar para realizar una jornada de vacunación. "Ellas tienen un coraje insuperable, las han desplazado, les han matado a sus esposos e hijos, no tienen qué comer y sin embargo siguen adelante, bailan y sonríen", explica Natalia. Por eso, aunque su profesión la ha convertido en una especie de nómada, siempre está en contacto con Colombia. Tanto es así que ha hecho varias propuestas para la reinserción y desmovilización. "Lo que hago en los diferentes rincones del mundo lo hago pensando en mi país".