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Fin de la cacería

Murió Simon Wiesenthal, el 'cazador de nazis' quien, tras sobrevivir a los campos de concentración, pasó casi 60 años persiguiendo a los responsables del Holocausto.

25 de septiembre de 2005

Cuando una mano lo tiró con fuerza del brazo, Simon Wiesenthal sintió de nuevo que su fin había llegado. Y es que tras cuatro años de estar recluido en diferentes campos de concentración, la zozobra se había convertido en su compañera inseparable. Estaba convencido de que tarde o temprano lo iban a matar. Pero descansó al percatarse de que quien lo había interrumpido, mientras trabajaba sacando contenedores del hospital, era una enfermera. Casi sin hablarle, ella lo llevó hasta una oscura habitación del centro de salud donde, en medio de la penumbra, había un hombre agonizante. Se trataba de un soldado de las SS. Con un hilo de voz, el moribundo le pidió al judío que se sentara a su lado. Entonces, con voz vacilante, le confesó que había incendiado una edificación con 300 judíos adentro y que les disparó a los que habían saltado ardiendo por las ventanas. "Seguía las órdenes de mis superiores, pero quiero morir en paz. Por eso necesito que me perdones", le rogó. Wiesenthal se marchó en silencio.

Pero no guardaría silencio a la hora de denunciar las atrocidades cometidas durante la Segunda Guerra Mundial, a las cuales sobrevivió: "Ese privilegio implica un deber", consideraba. Por eso Simon Wiesenthal se convirtió en 'la conciencia del Holocausto' y pasó a la historia como el más famoso cazador de nazis, un verdadero sabueso que olfateó el rastro de estos genocidas, al punto que gracias a sus investigaciones alrededor de 1.100 criminales de guerra fueron llevados ante los tribunales. Después de cerca de seis décadas persiguiendo a los verdugos de los judíos, de innumerables reconocimientos por su labor, murió a los 96 años en su casa en Viena.

Vivió en carne propia los sufrimientos de su pueblo: pasó por una docena de campos de concentración, 89 de sus familiares fueron asesinados y sintió la muerte tan inevitable que quiso adelantársele y suicidarse en dos oportunidades. Su pesadilla comenzó en 1939 en el preludio de la guerra, cuando Alemania y la Unión Soviética firmaron un pacto de no agresión mediante el cual se repartieron Polonia. Así cambió la vida de un hombre que había crecido en la localidad de Buczacz (que entonces pertenecía al imperio austro-húngaro y que hoy forma parte de Ucrania), que estudió arquitectura en Praga y que tenía un feliz matrimonio de tres años con una mujer llamada Cyla Müller.

Con el pacto, la prosperidad terminó y cuando el ejército rojo ocupó Lvov, su ciudad de residencia, los judíos fueron forzados a dejar sus negocios. Simon no sólo tuvo que cerrar su oficina de arquitectura y empezar a trabajar en una fábrica de colchones, sino que su padrastro fue encarcelado, y su hermanastro, asesinado. Para salvar la vida de su mamá, la de su esposa y la propia, se vio obligado a sobornar a un comisario de la Policía secreta soviética y así evitar que los deportaran a Siberia. Sin embargo, su situación sólo podía empeorar. En julio de 1941 los alemanes invadieron la región y desplazaron a los rusos. Entonces se inició su tortuoso recorrido por diferentes campos de concentración, comenzando por el de Janwska, en las afueras de Lvov. Allí Simon y Cyla fueron designados a trabajos forzados, principalmente a reconstruir las vías del ferrocarril. Wiesenthal, entre tanto, tomaba nota de todos los sucesos y de los nombres de los oficiales, lista que luego le serviría para realizar la cacería: "25 carretillas con pelo de mujer, 248 con ropa, 100 con zapatos", junto a 400.000 relojes de oro y 145.000 kilos de oro en anillos de boda, sería, según contó, el balance del horror en menos de un año en Treblinka.

Una mañana fue seleccionado para formar con otros prisioneros en el patio. En sus memorias relata que los soldados empezaron a dispararles a uno por uno. Pero cuando la mitad de la fila había sido ejecutada, los nazis tuvieron que interrumpir la 'limpieza' para asistir a una misa. Un año más tarde, sin saberlo, se despidió para siempre de su madre. Se la llevaron al campo de exterminio de Belzec.

Para salvar a su mujer hizo un trato con un grupo de la resistencia polaca: él les proporcionaría planos de las vías del tren para que pudieran sabotearlas, a cambio de papeles falsos para sacar a Cyla rumbo a Varsovia. Como era rubia, la hicieron pasar por una aria polaca y cambiaron su identidad por la de Irene Kowalska. Pasarían años antes de saber de su suerte. En 1943, Simon también escapó, pero fue capturado nuevamente. Finalmente, en mayo de 1945, fue liberado del centro de la muerte de Mauthausen, en Austria, por las tropas aliadas. Pesaba cerca de 48 kilos y era uno de los 34 sobrevivientes de los 149.000 prisioneros que habían llegado con él a Janwska. Meses más tarde se reencontró con su esposa que lo creía muerto y tuvieron una hija a la que llamaron Pauline.

Ya recuperado empezó su metódica persecución de líderes de la Gestapo y las SS. La calificaba de "justicia, no venganza". Para lograrlo, creó en Austria un centro de documentación para recopilar datos gracias a una red de contactos que incluía veteranos alemanes de la guerra. Desde ahí facilitó información a los gobiernos y los servicios secretos para que realizaran las capturas.

Su presa más grande fue Adolf Eichmann, coordinador de la 'solución final' por medio de la cual seis millones de judíos fueron eliminados. En 1952 recibió una carta de uno de sus informantes. "He visto a ese cerdo miserable, vive en las cercanías de Buenos Aires y trabaja en la central de abastecimiento de aguas", decía. Wiesenthal les pasó el dato a diversos organismos, pero el FBI no le hizo caso, pues sus investigaciones indicaban erróneamente que Eichmann estaba en Siria. Sus biografías relatan que uno de sus colaboradores sedujo a una antigua amante del nazi, quien finalmente reveló su paradero. El 11 de mayo de 1960, un grupo de agentes del servicio secreto israelí, Mossad, encontró a Eichmann cuando se bajaba de un bus en la calle Garibaldi de Buenos Aires. Usaba el nombre de Ricardo Klement y trabajaba como electricista de la Mercedes-Benz. Los agentes lo secuestraron y lo sacaron ilegalmente de Argentina para juzgarlo en Israel. El juicio duró un año y como la Constitución israelí prohibía la pena de muerte, esta fue transformada por 24 horas para poder ahorcarlo.

Sus investigaciones fueron la clave para la captura en 1963 del general de la Gestapo Karl Silberbauer, responsable de la detención en Ámsterdam de Ana Frank, la adolescente judía que se hizo famosa por escribir el diario de su terrible experiencia. En 1967 descubrió en Brasil el paradero del jefe del campo de concentración de Treblinka, Franz Stangl. Uno de sus hallazgos más recientes tuvo lugar en 1998, cuando fue detenido en Argentina Dinko Sakic, a quien se responsabilizó de la muerte de 85.000 judíos por haber dirigido un campo de concentración en Croacia. Pese a estas conquistas, quedó con la frustración de no haber podido encontrar a Josef Mengele, el médico de Auschwitz que realizó experimentos con seres humanos.

Su labor no estuvo lejos de la controversia. En los años 60, miembros del Mossad trataron de restarle crédito a la ayuda de Wiesenthal en el caso Eichmann al decir que había proporcionado datos falsos. Otros lo acusaron de lucrarse con la ayuda de instituciones de sobrevivientes del Holocausto a punta de perseguir villanos ficticios. Protagonizó una gran polémica por no haber criticado a Kurt Waldheim, quien, antes de ser presidente austríaco y secretario general de la ONU, había sido miembro de las SS.

Además, hubo quienes no vieron sus métodos con buenos ojos. Él aseguró que sólo una vez deseó incurrir en la ilegalidad y vengarse, cuando vio la foto de un niño judío colgado de los testículos. "Su esfuerzo fue llevar a los criminales ante los tribunales, pero nunca impartió justicia con su propia mano. Con su tarea, que empezó en solitario, sentó las bases para que los genocidios no queden impunes", explicó a SEMANA Sergio Widder, representante para América Latina del Centro Simon Wiesenthal, uno de sus grandes legados, que creó en 1977. "Hoy nuestra labor es continuar con el trabajo preventivo alrededor del mundo para construir una sociedad más tolerante. Se trata de mantener vivo el recuerdo, no para quedarnos en el pasado sino para tomar la memoria como anclaje".

Esa fue la misión que escogió Wiesenthal, quien recordó en su libro Los límites del perdón cómo una tarde de 1944, recluido en un campo de concentración, un guardia nazi le hizo una pregunta que cambiaría su vida: "Si una alfombra mágica te transportara en este mismo instante a Estados Unidos, ¿qué dirías, ¿contarías cómo tratamos a los judíos?". Cuando, temeroso, le respondió al soldado que diría toda la verdad, éste soltó una carcajada: "No seas ingenuo. Podrías decir todo lo que aquí sucede, pero te creerían loco". El tiempo demostró lo contrario y Simon Wiesenthal fue consciente de ello antes retirarse en 2003: "El valor de más de medio siglo de trabajo ha sido advertir a los asesinos del mañana que nunca podrán dormir en paz".