Home

Gente

Artículo

LA COPA ROTA

Hemingway, O'Neill, Faulkner, Capote... Un mismo oficio -escribir- y un mismo vicio -el alcohol- ¿Qué hay detrás?

12 de diciembre de 1988

El alcoholismo, como el trago, no se reparte en el mundo con justicia. Más hombres que mujeres, más irlandenses que israelíes, más meseros que obispos, son alcohólicos en los Estados Unidos, pero ningún otro grupo de norteamericanos, de acuerdo con un libro que el doctor Donald W. Goodwin publicará en diciembre, consume tanto alcohol como el de los escritores. Y no en las reuniones sociales, porque si hay otro determinante que domina la vida de los creativos según el mismo Goodwing, ese es precisamente el de la soledad y el aislamiento individual. Hemingway dijo alguna vez que la mayoría de los buenos escritores eran alcohólicos. Alistair Cooke, un colega, no estuvo de acuerdo: "Emborracharse es una enfermedad que ataca a cualquier negocio o profesión. Tiene tanto que ver con la literatura como con la plomería".
El autor de Alcohol and The Writer estima que la frase de Hemingway es válida por lo menos en lo que se refiere a los escritores norteamericanos de la primera mitad del siglo. Entre ellos hay una larga lista de famosos bebedores: Ambrose Bierce, Sinclair Lewis, Eugene O'Neill, Dorothy Parker, F. Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, William Faulkner, John Steinbeck, Dashiel Hammett, Jack London, Tennessee Williams, Truman Capote, Jack Kerouac, O. Henry, John Cheever, William Saroyan, Steven Crane, Irwin Shaw, James Agee, Raymond Chandler, Thomas Wolfe, Ralph Maloney... y faltan más de 130.
Escritores de esta segunda mitad del siglo, como Elmore Leonard, James Dickey, Jill Robinson, Raymond Carver y Lawrence Block, reconocen con franqueza haber tenido problemas con la botella, pero conforman una minoría. Todavía es muy temprano para los biógrafos de los contemporáneos. Después se sabrá. Antes de morir en 1984, Truman Capote dijo que todos los escritores que él conocía eran alcohólicos, una afirmación que Goodwin desestima por estar seguramente distorsionada también por la comprobada enfermedad del escritor.
En los años 50 todos le ponían la firma a aquella pregunta de Sinclair Lewis: "¿Es capaz de nombrar usted a cinco escritores norteamericanos que, después de Edgar Allan Poe, no hayan muerto de alcoholismo?" Las respuetas serían hoy más variadas e inseguras. El alcohol, en algunos casos ha sido remplazado por la cocaína, las anfetaminas o la marihuana, con diversos resultados.
Stephen King asegura que él nunca escribió algo que valiera un centavo, bajo la influencia de la yerba o los alucinógenos, y añade que el alcohol es un veneno en extremo benigno. Thomas Tompson, por su parte, sostiene que la marihuana ayuda a "desbloquear" el cerebro mejor que el alcohol.
"¿Hay algunas raíces comunes entre el ingerir alcohol y el escribir?", pregunta el médico Goodwin en su nuevo ensayo y el escritor Michael Crichton le responde: "No creo que Lowry y Hemingway bebieran por las mismas razones. Y no creo que los motivos que hicieron beber de joven a Hemingway, fueron los mismos que tuvo él para continuar haciéndolo de viejo". Hay, de todas formas, consideraciones más profundas en el libro de Goodwin.
Si bien los especialistas consultados por el autor estuvieron de acuerdo en que el tipo de trabajo del escritor, sin jefe, ni horario fijo, creaba condiciones más fáciles para cultivar el hábito de la bebida, todos aceptaron unánimemente como uno de los factores más determinantes el de la soledad del oficio: "Nadie más solitario que quien se encierra dentro de un cuarto a inventarse conversaciones que nunca se dieron. Es la intimidad la que distingue a un escritor", dijo el historiador Gilman Ostrander, y agregó: "El alcoholismo es una enfermedad de individualistas. La sufren personas que en su niñez desarrollaron una sensación profunda de soledad y de abandono. Algunos compensan su falta de compañía con los amigos. Otros con el alcohol".
Así esa teoría sea difícil de comprobar, no hay nada más cierto que la soledad rondando la cotidianeidad de los escritores, cosa que han establecido de sobra incontables biografías. George Simenon se lo ha gritado al mundo: "Cuando yo era niño sentía terror al comunicarme. Estuve a punto de quitarme la vida. Era tal mi sensación de soledad y ensimismamiento". En su época, el francés Baudelaire creía que emborracharse era esencial a todo ser creativo: "Hay que vivir intoxicado, sin respiro", decía. Y el alemán Nietzsche respaldaba aquel criterio, al igual que románticos norteamericanos como Jack London.
Para algunos, el alcohol es gasolina de inspiración. "Mi vitalidad creativa necesita de estímulos", comentaba Fitzgerald. "La vejez endurece los sentidos. El alcohol ayuda a ver las cosas con mayor frescura, a restaurar en nosotros la capacidad de asombro que teníamos cuando niños", añade hoy Cheever.
Pero el libro de Donald W. Goodwin entrega un lado más científico de la relación alcohol-literatura. Según un estudio que llevó a cabo la siquiatra Nancy Andreasen, con un Ph.D. en literatura inglesa, los escritores contemporáneos viven un 37% más deprimidos que personas de otros oficios y son en un 30% más alcohólicos. Las razones principales son aquí también la soledad y la tristeza, que casi siempre se acompañan.
Según los médicos, beber alcohol en grandes cantidades produce insomnio, depresión, ansiedad y alucinaciones. Dejar de beber no necesariamente los elimina. En Alcohol and the Writer, Goodwin recuerda que nunca estuvo más paranoico Hemingway que cuando abandonó la botella. Y que Tennessee Williams, sin ella, seguía teniendo las mismas visiones de hermosos muchachitos que le visitaban y le llenaban con hielo sus vasos de vodka.