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Aunque pensó en ser futbolista, Giacinto Franzoi terminó siendo misionero. En el Caguán convenció a 150 familias para que produjeran chocolate en vez de sembrar coca y por eso fue uno de los ganadores del Premio Nacional de Paz

TESTIMONIO

La cruz y el Caguán

El cura italiano Giacinto Franzoi vivió 30 años en medio de la pobreza, la violencia y el narcotráfico del Caguán. Sus memorias acaban de ser publicadas en Colombia.

30 de mayo de 2009

Giacinto Franzoi resume en una frase lo que siente sobre su experiencia en el Caguán: "¡Cuánto te amo y cuánto te odio!". No es extraño que este misionero de la Consolata nacido en Sporminore, cerca de Trento, recurra a esa contradicción aparente para explicar su relación con estas tierras. De ellas se enamoró por los atardeceres, por los misterios de la selva, por los viajes en canoa, por la paciencia de los campesinos, por los silencios eternos y las conversaciones vivaces. Pero al mismo tiempo las odia porque tuvo que soportar el cáncer de la violencia y el narcotráfico y porque los bruscos cambios políticos y sociales convirtieron su paraíso, con el que había soñado desde su juventud en el seminario, en una "moderna Babilonia bíblica".

No califica de ese modo a la región en vano. Además de la pobreza, en este epicentro del conflicto colombiano él convivió con la guerrilla, la prostitución y el tráfico de drogas. Fueron 30 años en los que entendió que "Dios y la cocaína son los supremos actores y protagonistas" de esa región. Allá, donde fue párroco de Remolino del Caguán (un corregimiento de Cartagena del Chairá), y lo llamaban el padre Jacinto, se desarrollan sus batallas morales, sus alegrías y su sufrimiento que hacen parte de su libro Dios y cocaína, publicado hace poco en Colombia. Es una narración íntima, una mezcla de diario, crónica de viaje y testimonio, en la que Franzoi explica cómo fue testigo del abandono histórico de los habitantes y de ese miedo perpetuo que los atenaza, al que aprendió a entender con amargura cuando las Farc acribillaron a dos de sus catequistas. Y recuerda que una vez, cuando oficiaba una misa, mientras hablaba sobre el mandamiento de "no matarás", afuera sonaban los tiros de los guerrilleros.

También vio caer cadáveres del cielo. Afirma en el libro que una noche, después de un enfrentamiento, unos helicópteros dejaron caer unos sacos en la plaza central. Eran, dice, los cuerpos de algunos guerrilleros muertos que unos soldados que los esperaban enterraron sin informar a los familiares. "No hay cementerio para los violentos", le contestaron cuando les pidió que les dieran cristiana sepultura. Indignado, Jacinto decidió buscar él mismo los cuerpos. Tres días más tarde, vigilado siempre de cerca por los soldados, encontró las fosas en la pista de aterrizaje de Cartagena del Chairá y les puso dos cruces blancas. "Es una página que no puedo borrar de mi mente", explicó Franzoi a SEMANA desde Roma, a donde regresó en 2008. "Sin embargo, fui la persona más feliz porque hasta los muertos tienen un derecho y una dignidad. No tenemos que matar dos veces a un mismo hombre".

Un episodio como ese explica que el padre Jacinto se defina como una persona "atrevida y arriesgada". Mientras vivía en el sur de Colombia, su vida corrió peligro varias veces, aunque al final le servía de seguro su obstinación por fortalecer a la Iglesia como la columna moral de esa sociedad. "Cuando veía que un hombre le pegaba a una mujer, que un guerrillero mataba a una prostituta, que dos ciudadanos se peleaban con machetes en plena calle mientras todo el pueblo los alentaba, yo me ponía en medio del fuego".

El padre Jacinto tal vez estaba preparado para enfrentar tanto sufrimiento, pues vivió su juventud en Italia en medio de los intentos de ese país y de Europa por superar la tragedia de la Segunda Guerra Mundial. Después de la muerte temprana de su madre, Luigia, a causa de una broncopulmonía, su padre, Ulisse, tuvo que intentar "juntar lo necesario para dar de comer a seis bocas hambrientas". Por eso, también, Jacinto entiende las dificultades que viven a diario los campesinos del Caguán, "donde cada quien tiene que inventarse la supervivencia de la mejor manera posible".

En su juventud, Jacinto fue un futbolista habilidoso y muchos creían que el muchacho de Sporminore tendría un futuro asegurado en ese deporte. Más aun cuando recibió ofertas de Juventus y de Inter de Milan para convertirse en profesional. Sin embargo, él prefirió lo seguro y decidió vincularse al seminario de los misioneros de la Consolata, una opción de empleo seguro a la que acudían muchos jóvenes en esos duros días. Tras su ordenación fue enviado al más remoto de los lugares: el Caguán.

A las profundidades del Amazonas colombiano llegó en 1978 después de viajar por 43 días en un buque de carga desde Génova hasta el Caribe con "treinta y pico" cajas de equipaje; de volar por primera vez en su vida en avión (de Cartagena a Bogotá); de tomar una camioneta por una carretera apenas trazada en la selva y de viajar en lancha por el río Caguán. Todo eso sin una palabra de español. Por eso comenta con satisfacción que le "gusta desafiar lo imposible, una razón por la cual caí tan bien en Remolino, donde compartí con todos la tragedia que les tocó vivir".

El padre Jacinto también desafió lo imposible cuando se propuso darles una alternativa a los campesinos para romper su dependencia de sembrar coca para sobrevivir. Como una propuesta de sustitución de cultivos y ante la ausencia del Estado, Jacinto logró que más de 150 familias de la zona sembraran cacao y compraran una planta para elaborar chocolate. Así llegó uno de los momentos más felices de su vida en Colombia, pues no sólo ganó el Premio Nacional de Paz, sino que llevó las chocolatinas Chocaguán' a su país natal, que financió la campaña. "Esta fue una alegría indescriptible porque fue el resultado de una cosecha en medio de la guerra. Los árboles que crecen en el conflicto dieron su fruto y esa es la prueba de que la lucha contra el narcotráfico es posible siempre y cuando al campesino se le dé una oportunidad".

No fue la única alegría. Poco antes de viajar de vuelta a Italia, el padre logró un triunfo personal. Después de ser acusado porque "al parecer colaboraba con la organización narcoterrorista Farc en la región", la Fiscalía ratificó que él no estaba vinculado a la investigación que seguía este organismo. "Me devolvieron el honor, que es más preciado que cualquier otra riqueza", comenta con satisfacción.

Según el padre, lo único que hizo fue defender a su parroquia. Y lo hizo fiel a su estilo, como un cura callejero, como un campesino más que prefería encontrarse con sus vecinos no sólo en la sacristía, sino también en un bar. "Yo siempre estuve al lado de la gente como un compañero de camino. Cuando andaba por el pueblo, mojado y bien sudado, decía que si estuviera en mi casa, me quitaría la camisa. Y como de verdad estaba en mi casa, siempre me la quitaba". Así afirma este hombre que se acostumbró a hablar del verdadero Dios a los que creían que dios era el dinero, y el cura que no dudó en combatir con la cruz, así la mayoría lo hiciera con el fusil.