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A LA HORA DEL TE

El chismorreo británico divide la nación entre los partidarios de Diana de Gales y los de Sarah de York.

13 de abril de 1987

Así como la prensa colombiana suele montar cíclicamente rivalidades entre candidatos presidenciales ("¡dale, rojo, dale!"), y la prensa española enfrentamientos entre figuras del toreo (Frascuelo y Largatijo, Ordóñez y Dominguín), la prensa sensacionalista inglesa se especializa en promover peleas entre princesas: cada cual hace lo que puede con lo que le da la tierra. En este momento no hay grandes figuras del toreo, y las candidaturas están en marea baja. Pero princesas hay dos: Diana de Gales, la orgullosa Lady Di, mujer del heredero al trono británico, y su cuñada Sarah de York, casada con el príncipe Andrés, y a quien la prensa llama familiarmente Fergie. Se reciben apuestas.
No parece que hubiera chico, como dicen los billaristas. A ojos del observador más imparcial, Diana se la lleva ganada a Sarah en todos los terrenos. Hasta un jurado de concurso de belleza se rendiría a la evidencia aritmética: Diana, 85, 61, 87; Sarah, 95, 70, 95. Dicho en términos de boxeo, el busto de Sarah supera el notable alcance de pegada del "Rompehuesos" Smith, y sus 70 centímetros de cintura rebasan con creces el cuello de búfalo de Mike Tyson. En un cuadro más completo, que incluya coordenadas tanto estéticas como eróticas, también la distante Lady Di se lleva de calle a la simpaticona Fergie. Diana, con sus hombros de seda y sus largas piernas nerviosas de potranca de sangre, su cuello dibujado para la caricia lenta y su mirada turbia, promisoria y perversa, podria batirse sola en el competitivo mundo de la belleza de consumo, entre actrices de cine y modelos de modas. A la pobre Sarah, en cambio, hay que reconocer que para figurar le hace falta su príncipe. Si no fuera por él da la impresión de que, a lo sumo, hubiera tenido que quedarse en el submundo de los "extras": digamos de hija de taberneros irlandeses en una película de Tony Richardson: una de esas pelirrojas tetonas y pecosas que eluden la salaz mano de un cochero de diligencia mientras pasan, entre risotadas, una cerveza o sirven un irish stew. Sarah misma es como un irish stew: un guiso irlandés, con zanahoria y papas y pedazos de carne ya morada a fuerza de cocerse en la olla. En cambio Diana tiene una elegancia cara de faisán finas hierbas. Todo va en gustos, claro. Y no hay que olvidar que la dinastía inglesa ha sobrevivido a cosas mucho más graves que la Sarah actual. A la reina Victoria, sin ir más lejos: esa figura fornida de codorniz patoja con repollo cuyo aroma alteró irremediablemente, según informa la literatura victoriana, tantas adolescencias. Pero ateniéndonos al estricto punto de vista culinario, no hay duda: Diana es mejor que Sarah.
Lo mismo ocurre desde el ángulo de la hëpica, inevitable tratándose de la familia real inglesa (la madre monta, el padre conduce un cabriolet, la hija salta, el hijo juega polo). Juzgada así, Diana de Gales es, ya se dijo, como una potranca de tres años (que en la mujer equivalen a 23), de largas patas de carreras, cuello y anca que invitan la palmada y fosa nasal asustadiza. Pero ahí cabría una reserva, la misma que cabe en general frente a los caballos ingleses de carreras: que sólo sirven para correr en las carreras. Una vez alcanzada Diana, ya en la meta ¿qué hace uno con ella? Mientras que Sarah da la impresión de servir para muchos oficios útiles y festivos, desde cargar en el lomo leña traída del monte hasta tirar de una carreta, enjaezada con cintas y penachos, cascabeleante y resistente como un mulo.
Existe otro criterio de juicio, también inevitable en las princesas británicas: el de la ejecución capital. Sarah Ferguson tiene una cabeza de horca, sin lugar a dudas, un gaznate curtido, unas vértebras cervicales nudosas, recias bajo el dogal. Diana, en cambio, parece destinada a la decapitación: ese abandono de la nuca, esa piel que dibuja las vértebras en un tono más pálido, como para señalarle al verdugo el punto exacto por donde la hoja del hacha puede pasar limpiamente. Aunque también en este campo podrían hacerse reservas: porque el cuello de Diana no es en ese sentido exactamente un cuello inglés, sino que tiene algo de extranjerizante: cuello de emigrée de la Revolución Francesa, salvado por un pelo de la guillotina. En tanto que el de Sarah es inocultablemente un cuello de la gran epoca isabelina, como de servienta de Falstaff. Y en consecuencia les gusta más a los ingleses. Es lo que aseguran, en la prensa popular, las lectoras encuestadas: "Fergie nos gusta más, porque es mucho más como nosotras".
La rivalidad entre las dos princesas, sin embargo, no se ha planteado hasta ahora en los terrenos explorados en este análisis: el de la imagen, el del hipódromo, el del cadalso. Sino en el campo de la moda. O más exactamente (pues se trata de princesas británicas), el de suya de sobra conocido "aliño indumentario". Partidarios de la una y de la otra disputan por saber, no cuál se viste mejor, sino cuál se viste peor. Porque ahí ha estado siempre la tragedia de las mujeres de la familia real inglesa: que por razones de protocolo no pueden ni deben vestirse mejor que la peor vestida de sus subditas. De ahí viene la que se ha llamado "batalla de los lunares" entre Diana y Sarah: las dos se han presentado en público, para asombro de dignatarios extranjeros, ataviadas con sendas batas de lunares de bailaoras españolas de flamenco. Ignoran ambas -pues son inglesas- que el secreto estético de la bata flamenca nó está en los lunares, sino en la esperanza, siempre recompensada, de que en medio del baile la bailaora recoja a dos brazos los faralaes del vestido y los alce por encima de la cintura para mostrarle al público las largas piernas pálidas. Tambien por ese lado, pues, ganaría Diana -pues las piernas de Sarah son cortas y rojizas. Pero, como ya se dijo, no se trata de eso, sino de saber cuál de las dos se viste peor que la peor vestida de las mujeres inglesas.
Y va ganando Diana.