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LA MUERTE NATURAL DE DON GUILLERMO CANO

Treinta y cinco años entre un incendio y un asesinato.

ANTONIO CABALLERO
19 de enero de 1987

En el calor del apresuramiento se ha dejado caer el lugar común de "muerte absurda". Fue todo lo contrario. Una muerte perfectamente natural.
Porque don Guillermo Cano hubiera podido servir, rasgo por rasgo, de retrato robot para el hombre que su enemigo final, "el narcotráfico soberbio", no quiere que subsista en Colombia: era un hombre que no aceptaba componendas. Hacer el perfil póstumo de don Guillermo tiene por eso una amarga ventaja: tampoco es necesario hacer componendas con la verdad para elogiar al personaje. Basta con decir las cosas como son. Como eran. Y, tal como eran, no podían caber en ese nuevo país en el cual el narcotráfico -para citar de nuevo a don Guillermo- pueda decir: "Vencimos".
Las cosas como eran en don Guillermo Cano tienen tal vez un tono excesivo de énfasis. Un énfasis que no conviene a un tímido como era él, un tímido lleno de risas casi de jovencita. Pero vienen palabras solemnes, y es necesario usarlas. Etica, por ejemplo. Integridad. Nobleza. Honradez. Valor. Honor. Palabras en apariencia demasiado traqueadas en los bajos fondos de la retórica, y que sin embargo son las que también a él le venían con naturalidad a la prosa sencilla de sus editoriales o de sus "Libretas de apuntes" de los domingos. Y los ideales, o los principios (más palabras terribles: pero esas son) que esas palabras designan fueron los que, con la misma naturalidad y sencillez, sin aspavientos, inspiraron a don Guillermo Cano en los momentos claves de su vida de periodista: desde que asumió la dirección de El Espectador recién incendiado en los tiempos duros de la Violencia partidista, hasta las siete de la noche de su muerte por defender a su país de la violencia criminal. Porque su vida de publicista, como se decía antes, de escritor publico, comenzó con el incendio de su diario y sólo concluyó con su propio asesinato. Nada más ejemplar -nada menos "absurdo", para volver al mal manoseado término de las condolencias presurosas- que abrir y cerrar así una vida centrada en la defensa de lo que constituye el corazón del periodismo: la libertad de prensa.
Esas fueron las batallas de don Guillermo Cano: batallas por la libertad. Porque creía que ella debía ser la respiración misma no sólo de su periódico sino de la vida en Colombia, convirtió a El Espectador -o mejor: lo mantuvo- en un bastión de libertad. "No una propiedad material de una familia -lo definió alguna vez, y en otra voz la declaración hubiera sido petulante-, sino un patrimonio espiritual de Colombia y de los colombianos". Y por eso sus adversarios fueron siempre los prepotentes, los arrogantes del poder. No transaba con los poderosos ni entraba en componendas con ellos por el mero hecho de que lo fueran -a riesgo de poner en juego no sólo su propia vida, como en esta última vez, sino la propia existencia de su periódico. Porque entendía que un patrimonio espiritual sólo se mantiene en la medida en que se usa. Las puso así en juego, ambas, contra el poder político; inclusive cuando este era el de su propio partido, si su conciencia no consideraba que para empezar ese poder fuera digno (dignidad: otra vez esas palabras...), como durante las últimas administraciones liberales. Las puso en juego contra el poder arrollador del dinero, como en la larga y costosa batalla contra la soberbia de un grupo financiero que pretendió sitiar a El Espectador por hambre. Y terminó su vida jugándosela, y jugando el peso de resistencia moral de su periódico, contra el poder mortal del crimen organizado.
Esa capacidad de enfrentarse al poder le brotaba de una paradójica fuerza interior: la de su propia modestia. Guillermo Cano, el hombre frágil y tímido y jovial amante de los toros y del fútbol, enemigo de los cocteles con ministros y de los homenajes con discursos, no sacaba su fuerza de sus propias virtudes de ciudadano y de individuo, sino de olvidar que estas existían. Y es que era, en contradicción con sus propias tendencias personales, un hombre público. Un hombre público porque se sentía obligado a encarnar -no ya modesta, sino orgullosamente- los cien años de existencia y de luchas de El Espectador. El era el periódico, lo mismo en las grandes batallas de la etica y de la política que en las minucias de su elaboración cotidiana. De esa transustanciación, por llamarla de alguna manera, podía sacar la insolencia contraria a su naturaleza que le permitía desafiar a los presidentes, a los banqueros o a los "capos" mafiosos cuando lo esencial estaba en juego: no hablaba él, sino el periódico de siempre. Y de ahí mismo sacaba la impertinencia, igualmente contraria a su náturaleza, que le permitía despertar a un columnista para exigirle que no se le olvidara otra vez su colaboración: tampoco hablaba él, sino el periódico del día siguiente.
Y es por eso que su muerte natural, que es la muerte natural de los héroes, entra ahora ella también a formar parte del patrimonio espiritual de los colombianos.