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Sture Ragnar Bergwall fue considerado por décadas el rostro del terror en Suecia y Noruega. A sus 66 años es un hombre libre, un hecho que deja a muchos intranquilos. | Foto: A.P.

PERSONAJE

La verdad sobre el Hannibal Lecter sueco

Sture Bergwall confesó decenas de asesinatos y actos macabros, pero salió libre tras 23 años. Un periodista demostró que detrás de todo había algo inesperado

7 de enero de 2017

Cuando Sture Bergwall relató desde una institución mental cómo mató a 39 personas a lo largo de 30 años, los suecos se encontraron con el mismísimo demonio. En sesiones de psicoterapia intensa entre 1993 y 2001 reveló en detalle que había asesinado niños, niñas, hombres, mujeres y parejas. No ahorró detalles en cuanto a que los violó, trituró, disecó y comió, principalmente pezones o esfínteres, sus partes favoritas. La gráfica y abundante maldad golpeó al país nórdico, y quizás lo único positivo del hecho, en ese entonces, fue que los familiares de las víctimas dejaron atrás la incertidumbre.

La historia acaparó las primeras páginas de diarios respetables y de tabloides locales (y vecinos, pues también actuó en Noruega) que vendieron millones de ediciones con cada desarrollo y nueva confesión. Los medios lo apodaron el Caníbal y establecieron paralelos con Hannibal Lecter, el personaje que representó en 1991 el actor Anthony Hopkins en El silencio de los inocentes. La narrativa asesina que surgía del instituto Säter, donde estaba recluido Bergwall desde 1991, destrozó el aura de perfección social de los suecos y profundizó sus efectos.

Mientras se hacía llamar Thomas Quick (apellido de su madre), sus confesiones comenzaron a pesar cada vez más en las corrientes progresistas de la psicología criminal, que buscaban explicar su caso desde el punto de vista científico. Los investigadores buscaron pistas siguiendo sus testimonios: drenaron lagos, excavaron terrenos, pero poco encontraron más allá de algunos retazos de tela. A la larga les siguieron el juego a los terapeutas de Säter, que creían tener entre manos una revolución en la forma de detectar la patología criminal y de llegar al fondo de sus causas para curarla.

En varios juicios, basados sobre todo en los testimonios contradictorios y variables del asesino, que a veces tenía dificultad para recordar detalles claves como lugares, color de pelo y vestimenta de sus víctimas, este terminó condenado a reclusión perpetua por nueve asesinatos. Todo fue resuelto, y así pareció durante los 23 años que pasó en el instituto.

En 2014, a los 64 años, Bergwall regresó a los bosques gélidos de sus atrocidades. Pero el periodista Hannes Råstam y su asistente Jenny Küttim tenían preguntas. El documental sobre su caso, que hicieron entre 2008 y 2012, resultó clave para revisar la investigación y demostrar que el asunto era demasiado frágil. Y las conclusiones resultaron dramáticas por sí mismas. El Hannibal Lecter sueco, a fin de cuentas, no era más que un hombre perturbado que se había atribuido esos asesinatos brutales por conveniencia y por locura. Bergwall creó el personaje de Quick para quedarse en el centro mental y recibir drogas y la atención que jamás había tenido. Al desatar una fantasía macabra para mantenerse en prisión arrasó la credibilidad de decenas de jueces, policías, psicólogos y psiquiatras que intervinieron en la más grande vergüenza del sistema correccional sueco.

Dan Josefsson, autor del libro The Strange Case of Thomas Quick, pone en el centro de la culpa a la terapeuta Margit Norell, quien desde de la institución Säter impulsaba una teoría sobre la importancia y valor de la terapia de recuerdos recuperados (RMT en inglés) y se dejó cegar por su propia ambición. Norell basó su evaluación en un episodio que, para ella, desencadenó los embates criminales de Bergwall/Quick: el retorcido recuento de cómo la madre de Bergwall había abortado a su octavo hijo tras tener una fuerte caída producto de ver a su esposo abusando de él, “chupando su miembro”, según explicó en sus terapias. Añadió que su madre jamás le perdonó el hecho. El episodio sin duda genera un impacto fuerte, como mucho de lo que compartió a través de los años, resultado de un coctel de tranquilizantes y terapia intensiva. Además, sus seis hermanos siempre negaron rotundamente esos sucesos.

Por su lado Bergwall lanzó a finales de 2016 su libro titulado Solo yo sé quién soy en el que cuenta su versión de los hechos. En una charla frente a frente, la periodista Louise Callahan del diario The Times de Londres extrajo lo más valioso de su recuento personal, el camino de vida que lo llevó a ese sanatorio, a esas decisiones, a crear esa tormenta de la nada.

El más joven de siete hijos, y el más enfermo de todos, Sture Ragnar Bergwall, nació en 1950. Su infancia fue una pesadilla marcada por la tuberculosis y los días largos y dolorosos que pasó en el sanatorio. Allá vio morir a otros pacientes, algunos que alcanzó a llamar amigos, y desde entonces se comportó como un atormentado solitario.

Crecer solo empeoró las cosas. En su adolescencia supo que era gay y, sin éxito, trató de establecer relaciones con otros jóvenes. Para curar la supuesta condición que le causaba dolor, ingresó a terapias que usaron como recurso los shocks eléctricos e incluso lo llevaron a un coma inducido por inyecciones de insulina. Salió del tratamiento destruido, y se rindió a adicciones peligrosas como el alcohol y los solventes. Su comportamiento se hizo cada vez más errático y agresivo, y tras varios deslices y crímenes menores fue a parar por primera vez al instituto Säter a los 19 años.

Allá su perfil psicológico recogía que a Bergwall le gustaban los niños entre 12 y 14 años, y que había dado rienda suelta a sus impulsos tanto en la calle como en varios trabajos. De nuevo recibió tratamiento, pero esta vez, cuando salió, vivió el periodo más calmado de su vida. Dejó las drogas y logró establecer relaciones con hombres maduros. Pero tristemente, después de una década estable, uno de sus novios se ahorcó, un hecho que lo regresó a las manías del pasado.

Desesperado, quebrado, deprimido, y de nuevo bajo la influencia de sus poderosas adicciones, Bergwall trató de robar un banco. Se disfrazó de Papá Noel y amenazó a la esposa del gerente, pero fue presa fácil de las autoridades. Estas lo enviaron a Säter de nuevo, de donde solo volvería a salir 23 años después. Allá fue a dar al pabellón 36, donde los terapeutas estaban a la vanguardia de un método según el cual asesinos, violadores y más tipos de criminales recreaban lo que habían sufrido, y al recordar esos episodios traumáticos y aceptando su relevancia saldrían curados.

El sistema judicial les falló a Bergwall y a los familiares de las víctimas. Pero ahora, muchos conciudadanos ven intranquilos que ese rostro que por tantos años simbolizó el terror en su país ande libre en las calles.