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Lilia Joly de Molina y sus ‘narcobollos’ se convirtieron en un símbolo gastronómico. | Foto: Alejandra Quintero Sinisterra

PERSONAJES

Tres leyendas del Caribe

Estos colombianos han dejado una huella indeleble que encierra una lección fundamental para las nuevas generaciones: ser auténticos es ser más humanos.

3 de septiembre de 2016

Únicos y talentosos, Lilia Joly de Molina, Federico Herrera y Rafael Cassiani dan muestra de una raza caribe vibrante desde sus iniciativas personales, sus expresiones culturales y emprendimientos. El legado de estos tres seres creativos se expresa en la gastronomía, la historia y la música de una región, pero tiene méritos y potencial para impactar a todo un país.

La sazón eterna

Doña Lilia Joly de Molina no se educó, pero echó mano a su capacidad en la cocina para labrar su camino. Todos los altibajos emocionales, las oportunidades y los curiosos eventos que vivió hoy le permiten sonreír a sus 84 años por lo que ha logrado: dar vida a Narcobollo, un negocio de comidas que construyó con apoyo de colaboradores comprometidos y se ha vuelto un símbolo de la cocina y del humor de la región. También ha unido a su familia y proyectado a sus miembros hacia una vida honesta y dedicada. Es difícil pedir más.

En la década de los setenta, doña Lilia, cuando rondaba sus cuarenta, empezó su cruzada al ponerle el corazón a un bocado específico. Proveía los bollos que acompañaban los pollos de Kokoriko. Lo hacía a tiempo y lo hacía bien, pero con el tiempo la negociación con la cadena de restaurantes se complicó y llegó a su final. Por un tiempo su relación con la comida tambaleó.

La casa a la que se habían mudado los Molina, en el barrio Manga, había sido por años propiedad de unos guajiros relacionados con el tráfico de marihuana, y tenía un garaje que le presentaba una oportunidad. Lilia retomó su pasión y desde ahí comenzó a ofrecerlos. Pronto se convirtió en la Cafetería Los Molina, un lugar donde los cartageneros y visitantes encontraban el mejor bollo. Lilia y su cocinera de cabecera comenzaron a escuchar a su clientela. “¿Por qué no vende suerito?, o esto, o aquello, le decían”, cuenta su hija Sara. Expandió su menú, le sumó chicharrón, arroz con cerdo, arroz apastelado, bollo de batata o coco y más. Su popularidad creció y cada vez más gente salía con sus bolsas de esa casa que solía ser de marimberos.

La noche en la que mataron a Luis Carlos Galán la indignación y una serie de operativos sacudieron al país. La Sijín entró a una casa/local en Manga que se sospechaba era un expendio de drogas. Pero cuando irrumpieron por los techos, ventanas y rejas, y revisaron cada nevera y rincón de la casa solo encontraron más que bollos, queso, suero y cerdo.

El tremendo fiasco hubiera podido significarle una demanda al Estado, pero Lilia, a quien Sara describe como una visionaria, pensó en que era mejor esperar a que del episodio saliera algo bueno. El voz a voz se regó, y se chisteaba en las calles de los ‘narcobollos’ de los Molina, hasta que decidieron cambiar el nombre al local. Nació Narcobollo, hoy una cadena que ya trasciende las fronteras de Cartagena, de la costa y de Colombia, pues tiene sucursales en Miami.

La historia picaresca

Cuando el presidente Rafael Núñez murió, su esposa Soledad se desprendió de muchas de sus pertenencias para lidiar con el dolor. Por eso muchos de sus libros fueron a parar en la casa de uno de sus lacayos. Para fortuna de Federico Herrera de Ávila, ese servidor era su tatarabuelo. Los textos enamoraron al joven Federico de la tradición de narrar. Se formó como historiador, se hizo escritor, y de adulto se dedicó a contar cuentos hasta convertirse en un personaje de la misma Cartagena que relata. Más de 35 años lleva echando cuentos, historias y leyendas en el parque de Bolívar, el lugar que se llama el epicentro de la cultura de la ciudad que ama.

El profe nació en febrero de 1953, en el barrio El Cabrero, y el párroco lo bautizó Federico Augusto de la Candelaria. Explica que en África ancestral, cuando no había registros escritos, unos sabios les enseñaban a los niños las costumbres e historias de los pueblos a través de la palabra, y que “cuando un griot muere en África es como si en América se incendiara una biblioteca”. Se denomina el griot del parque de Bolívar, y razones no le faltan.

Tiene una explicación para sus anécdotas, las fundamenta en sus estudios, pero también usa su verbo ágilmente para entremezclar realidad y curiosidad en lo que dice a los visitantes. “Esta ciudad crea mitos y leyendas y estas dan pie a tradiciones orales, mitos, nuevas formas de pensamiento histórico. Hay rupturas epistemológicas, se crean divisiones en el espacio donde la verdad parece mentira, y la mente irreverente del cartagenero convierte las mentiras en realidades”, le comenta a la gente que le pregunta sobre la Heroica. Su verbo no tiene fin, envuelve, divierte, a veces confunde. Pero Federico también publica. Ya ha escrito tres libros, Historias, cuentos y leyendas de Cartagena, Cartagena: grito de agua en el aljibe, Cartagena: fantasmas y aldabones oxidados, y trabaja en Sexo y tambor.

Cuando las personas lo oyen hablar y luego le piden recorrer la ciudad con ellos encuentra su recompensa, y su quehacer también le ha dado un gusto del que pocos pueden presumir: “Aquí conocí a Nelson Mandela, a Yaser Arafat, a Alberto Fujimori, a la reina Sofía de España, a cuatro presidentes de Estados Unidos, a Julio Iglesias y más”. Para el profe, en Cartagena siempre hay una nueva vieja historia por contar. Por eso, así haga sol o llueva, Herrera busca en el espejo retrovisor de su memoria, destaca alguna anécdota y la lanza al aire con su particular “picaresca popular”.

Las notas eternas

Rafael Cassiani, un ícono vivo de la música palenquera, es consciente de una verdad universal: a todos los humanos les llega la muerte. Por eso hasta que ese día asome en su puerta, seguirá liderando su sexteto Tabalá, cantando sus sones y, a través de semilleros, enseñándoles a los jóvenes palenqueros la música que lo ha hecho vibrar por más de 80 años.

Más sencillo es sacar la cultura de palenque que sacarle la música del alma a Cassiani. “Desde que se fundó San Basilio de Palenque ha mantenido siempre su cultura, y nosotros no la hemos cambiado por nada”, cuenta. Su abuelo, su padre, sus tíos le transmitieron una tradición musical desde niño y nunca la soltó. Ni siquiera por causa de la llegada de la tecnología, que para el maestro ha ayudado a que su pueblo se proyecte más al mundo, así le genere nostalgia recordar el palenque “más bonito” en el que nació.

Él suma su grano de arena con su personalidad distendida y su música de tambores, que ejecuta tal y como en el inicio, con los instrumentos que según él pocos conocen: “Mi música no ha cambiado. Es de sones, porros y boleros, con mis instrumentos típicos: la marímbula de cuerda, la conga, los bongós, las maracas, las claves, la guacharaca”.

El maestro cree que es más reconocido fuera de Colombia que dentro, aunque esa realidad no aplique en su pueblo, donde es un referente obligado de habitantes y visitantes. De los discos que ha publicado con su sexteto Tabalá, en gran medida por la gestión de Lucas Silva, un par los prensó Radio Francia, y grabó otro en una visita a Canadá. “Por fuera a veces atienden más que en la tierra natal, porque la música que hago es auténtica, se toca con instrumentos típicos. Hay lugares donde no se conocen los instrumentos que uso en mi sexteto”.

No se queja, es tan tranquilo como sus días. Se levanta por la mañana, barre su patiecito y luego pasa tiempo en su casa esperando la visita de turistas o lugareños que le preguntan por su expresión artística, por su legado, o le compran un CD. Y claro, hace lo que lo trajo al mundo, compone, canta, enseña. Hoy, alumnos suyos hacen lo mismo en San Basilio de Palenque, en Bogotá, en Barranquilla. Algún día se despedirá, pero su legado tiene futuro.