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MAMA KENNEDY

Un libro de intimidades pone al descubierto que Rose Kennedy, la mamá del clan, está al borde de la locura por la avaricia

28 de abril de 1986

Porteros, taxistas y mucamas de hoteles jamás reciben propinas de manos de esta anciana, matriarca de una de las familias con mayor influencia política, social y financiera en Estados Unidos, y en vez de monedas, les desliza postales de su asesinado hijo, el Presidente. En su casa de Palm Beach es capaz de eliminar una extensión telefónica que cuesta seis dólares y medio al mes, devorar las migajas de pan y galletas que encuentra en la cocina, pelear para que le sirvan una papa que dejó el día anterior en la cena, devolver pintalabios y cremas ante el asombro de los dependientes de los grandes almacenes de la Quinta Avenida en Nueva York y viajar siempre en segunda clase aunque detesta la comida de los aviones: por eso carga con sus propios sándwiches de pollo y un termo con leche caliente.
Esta imagen de una anciana avara y obsesionada con pequeños ahorros en mansiones repletas de guardaespaldas, secretarios, porteros, niñeras y fanáticos de sus hijos, corresponde a la visión de una secretaria, Barbara Gibson, en torno a la vida de una mujer que sigue siendo todo un mito para los norteamericanos, en un libro llamado Life with Rose Kennedy, an Intimate Account. Cabeza visible de una de las familias más esculcadas, observadas, seguidas y curioseadas de su país, Rose Kennedy, según el libro, además de las tragedias provocadas por el asesinato de dos de sus hijos, la muerte trágica del mayor y los accidentes de algunos de sus nietos también ha soportado un auténtico calvario con su hija Rosemary, retardada de nacimiento, quien durante más de treinta años permaneció recluida en un convento, lejos de la curiosidad pública, por orden de su padre, el magnate Joseph Kennedy, el mismo que aparece protagonizando algunas aventuras galantes con estrellas de Hollywood, en los primeros años de esa industria.

UNA HIJA VEGETAL
Cuando la Gibson entró a trabajar como secretaria personal de la señora Kennedy, Rosemary vivía con las monjas del convento de Santa Coleta, en Wisconsin, donde era visitada por la madre una vez al año. Cinco años después de la muerte del marido, Rose decidió que era suficiente el exilio de la hija enferma y la llevó a su mansión de Cape Cod. Alta, con las facciones típicas de los Kennedy, Rosemary era en esa época según quienes pudieron conocerla, la más hermosa de las mujeres de una familia donde los varones siempre han sido los más atractivos. Nacida con un retardo mental irreversible, empeoró cuando fue sometida a una lobotomía, operación que le practicaron mientras la madre se hallaba en Europa, en 1941, ya que el padre anticipaba su oposición a una intervención que empeoró su estado, le paralizó medio lado del cuerpo y echó a perder todo cuanto las monjas le habían enseñado. Cuenta la autora del libro que en algunas ocasiones alcanzó a escuchar cómo la señora maldecía al marido por el empeoramiento de las condiciones de su hija. Obsesionados con todo cuanto haga relación con el dinero, Joseph Kennedy antes de morir dejó a la enferma una dote que le permite pagar una enfermera que la atienda hasta cuando muera, así como un chofer que continúe sacándola a pasear en automóvil como cuando estaba en el convento. Arrastrada por los incontables acontecimientos relacionados con esa familia numerosa, Rose Kennedy siempre buscaba la forma de atraer la atención de una hija que apenas tiene las funciones de un vegetal.

NO DESPERDICIAR NI MIGAJA
Mientras tanto ha ejercido hasta el fondo la que parece una de las virtudes de los Kennedy, la avaricia, reduciendo el número de aparatos telefónicos en las mansiones, suprimiendo extensiones, gastando horas y horas escogiendo la ropa vieja que donaba a bazares y tómbolas de caridad y sabiendo que una simple camiseta de tenis, raída pero usada muchas veces por su hijo Ted, podía convertirse en objeto de rapiña entre los coleccionistas. En algunas ocasiones los hijos y los nietos le hacen bromas sobre su sentido de la economía y se burlan a sus espaldas de cómo ordena que sean guardadas las sobras de la comida de la noche anterior y cómo pide, para pavor de las cocineras, que le sirvan una papa al horno que no se comió y no quiere desperdiciar. Para no contrariarla, comenta Barbara Gibson, muchas veces tuvo que correr escaleras abajo, al depósito de basuras, con el; fin de rescatar esa papa que la anciana estaba reclamando.
El día que descubrió moronas de galletas y panes en la cocina, las recogió y las colocó en un plato y luego las cocineras se sorprendieron de ver esas mismas migajas en la mesa principal nadando en leche y como postre de la señora. Una mañana que el repartidor de agua mineral intentó llevarse una botella que todavía tenía un pequeño residuo, fue regañado por la matróna y en otra ocasión pidió a su secretaria que ordenara langostas para la cena, un alimento carísimo y cuando la Gibson le comentó que también había ordenado una bolsa de papas fritas de sesenta centavos, se puso furiosa y ordenó que la cancelara, porque todavía quedaban algunas en la alacena. .
Los contrastes en la actitud ante el dinero de la señora Kennedy son curiosos: capaz de pagar mil dólares por un modelo de Jean-Louis Sherrer, 450 por una blusa de Dior y 250 dólares en un sombrero nuevo, cuando viaja a Europa siempre pide precios de excursión, acepta las horas más incómodas, viaja en segunda clase y lleva sus propios alimentos. Al llegar a cualquier aeropuerto rechaza el alquiter de una limosina con chofer y en cambio busca quién comparta con ella el importe de la carrera del taxi hasta la ciudad. Los empleados de los grandes almacenes neoyorkinos ya no se sorprenden cuando una semana después aparece una de las secretarias de Rose con artículos que han sido usados, devueltos sin un solo comentario. Una de las cosas que más sorprendió a la Gibson en esto de ahorrar gastos necesarios, fue el estado de la casa veraniega de Palm Beach donde los techos, los pisos, la piscina y los jardines están totalmente sucios y descuidados, lo mismo que las cortinas que en cualquiera otra casa hubieran sido cambiadas varias veces. Un día que la secretaria le preguntó por qué no le daban una mano de pintura a las desconchadas paredes, la señora respondió: "No es mía, es de mis hijos, ellos verán qué hacen". El libro apareció hace pocas semanas y, como todo cuanto tiene que ver con los Kennedy, despierta la curiosidad morbosa de los lectores.
Coincide con la salida de una obra que revela interesantes y desconocidos aspectos de una vida misteriosa, la del magnate Paul Getty.Pero esa, es otra historia para otra semana.