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MI SANGRE AUNQUE PLEBEYA

Todos los matrimonios de la realeza con plebeyos, con una sola excepción, han terminaod en divorcio.

4 de mayo de 1992


EL ESCANDALOso divorcio del príncipe Andrés y Sarah Fergusson, no sólo ha dado para que la prensa mundial derrame toneladas de tinta sobre el insuceso, sino para que, pasados unos días, los editoriales de los periódicos ingleses comiencen a analizar sus implicaciones. De seguir como van las relaciones matrimoniales de los herederos al trono, la institución de la corona podría estar al borde del abismo.
A estas alturas, la reina Isabel y su familia tienen como mayor -si no única- responsabilidad, la de ejercer como símbolo supremo de los valores y tradiciones que escribieron muchas páginas de la historia moderna. Si el símbolo se resquebraja, la corona pasa de ser una institución valiosa para convertirse en un "grupo de parásitos", y en esas condiciones es difícil imaginar que los contribuyentes británicos estén dispuestos a continuar manteniéndolos. Una familia real que tiene más divorcios para exhibir que vástagos, contravierte todas las leyes de los cuentos de hadas y de la vida real de los llamados a tener sangre azul.
La violación de dos de las leyes que nunca infringieron los reyes ingleses desde el comienzo de su historia, parecen ser el motivo del debilitamiento de la familia real actual. La primera: nunca casarse con un plebeyo. Hasta comienzos de este siglo ningún rey inglés consideró ni remotamente la posibilidad de sentar junto a su trono a una dama sin escudo de princesa. La prueba más impresionante de esta ley fue el rosario de soberanos que consiguió la reina Victoria con sus descendientes. Cuando apenas empezaba el siglo, Victoria había colocado una persona de su sangre en los tronos de Grecia, Alemania, Noruega, Rumania, Yugoslavia, Rusia, Suecia, Dinamarca, España y Bulgaria. La manipuladora reina solía recordar a su numerosa progenie que "la realeza no puede casarse con sus súbditos ".
La segunda ley consistía en no aceptar el divorcio. Después de Enrique VIII, quien solucionaba este impedimento con el patíbulo, los reyes subsiguientes tuvieron la prudencia de no mencionar la separación oficial. Así las cosas, con estas dos leyes en forma, los matrimonios reales podían ser aburridos, pero duraderos para la buena imagen que de ellos tuvieran sus súbditos.
Pero la Primera Guerra cambió las reglas de juego. Con las familias reales desmembradas y muchos de sus miembros muertos en combate, la corona tuvo que plantearse la posibilidad de aceptar a un plebeyo en sus filas. Y lo hizo -precisamente- con el segundo hijo del rey Jorge V, quien no tenía mayores posibilidades de ascender al trono puesto que el príncipe de Gales, Eduardo VII, se encontraba en perfectas condiciones para asumir. Así entró a la historía de Inglaterra Elizabeth Lyons-Bowles, una joven escocesa con títulos nobiliarios pero poca sangre real. El irónico giro histórico se encargó de producirlo Wally Simpson cuando aterrizó en la vida del príncipe heredero y éste abdicó en favor de su hermano. Con ello, y por primera vez en la historia del país, una plebeya compartía el trono de Inglaterra. La actual reina madre, vendría a desempeñar un papel importante en el desarrollo de los acontecimientos posteriores. Amable y divertida y en contraste con un rey bucólico y tartamudo, Elizabeth con el tiempo se ganó la simpatía de los súbditos hasta el punto de hacerle sombra a la propia reina Isabel. Tal vez por eso la soberana pensó que no era tan malo recibir plebeyos en su mesa cuando aceptó la boda de su hermana Margarita con otro commoner, Anthony Amstrong Jones. Una vez relajado el principio, los casos se siguieron dando a granel en casa de la reina. Vinieron después las bodas de la princesa Ana con Mark Phillips, un apuesto equitador que lo único que tenía azul eran los ojos, y el de Carlos con Diana Spencer, quien a pesar de tener un apellido con historia, no pertenecía al cerrado círculo de las princesas reales. El matrimonio del príncipe Andrés con la extrovertida y risueña Fergie, cerró un círculo de plebeyos que hubiera producido un síncope a la reina Victoria. La segunda norma también se fue por la borda. Todos estos matrimonios han terminado en divorcio y el de Carlos y Diana está hace rato en la cuerda floja.
El problema, según los editorialistas ingleses, es que la institución del matrimonio real tiene unas rígidas normas que buscan, precisamente, sobrevolar los problemas conyugales que vive la gente común y corriente para así poder sobrevivirlo hasta la muerte. En un matrimonio real exitoso, los esposos viven vidas aparte, tienen diferentes responsabilidades, amigos e intereses. Los hijos son un deber que cuida un contingente de nanas y a menudo viven en castillos diferentes. El amor es un regalo opcional que a veces les da la vida, pero de ninguna manera un requisito. Así, los esposos reales desarrollan la más tenaz resistencia al aburrimiento en sus vidas íntimas y las más increíbles sonrisas en el momento de la foto. Para un plebeyo, acostumbrado a pastar en la viña del Señor en donde existen cosas como los sentimientos, los celos, la fidelidad, la expectativa de una buena vida juntos, el amor y esas cosas, resulta muy difícil acomodarse a la fría y real estrategia conyugal. De su parte la actual realeza, separada de las viejas normas en su vida cotidiana pero obligada a respetarlas en su vida pública, termina estrellándose con la primera persona que tiene enfrente y que por lo regular es su esposa. Algún editorialista aseguraba que el problema es que los príncipes terminaron por "democratizar tanto sus actitudes sobre el matrimonio que han desarrollado expectativas de gente ordinaria". Así las cosas, la familia de la reina Isabel de Inglaterra parece estar en una encrucijada. Pretender casar a sus miembros con princesas es imposible en los tiempos de hoy, pues habría que ver cómo conseguirían casar al príncipe Eduardo con una de las infantas de España. Pero casarlos con plebeyas tiene el problema del choque de dos culturas en donde el pasado y el presente entran en colisión cuando se trata de la realidad de la vida cotidiana en un matrimonio. Para acabar de completar, el símbolo de una familia que debe mostrarse al mundo sólida e inseparable, reposa sobre los hombros de Carlos y Diana, cuyo matrimonio parece aún mas frágil que el fúturo de la familia como institución real.-