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El padre Javier de Nicoló con el coro de las niñas del hogar Juventud Unida. El arte es uno de los ejes de su trabajo, al punto de que las bandas que se han montado en las distintas casas de su programa han sido invitadas a Europa

Misión cumplida

En 40 años al frente del Instituto Distrital para la Protección de la Niñez y la Juventud de Bogotá, el padre Javier de Nicoló salvó a miles de niños de las calles.

30 de agosto de 2008

Los ojos de Belkis se llenan de nostalgia al oír el coro del hogar para niñas Juventud Unida. Cuando las pequeñas entonan Colombia tierra querida, Nabucco de Verdi en italiano, o apartes de Carmina Burana en latín macarrónico, siente que regresa a su infancia, a la época en que era ella quien estaba en el escenario. A aquel tiempo en que corría por los pasillos de esa enorme casa con sus “cien hermanas”, las compañeras con las que convivió casi una década. “Tuve una niñez muy bonita”, piensa a sus 25 años. Por eso, cuando su trabajo como formadora educativa del Instituto Distrital para la Protección de la Niñez y la Juventud (Idipron) se lo permite, visita con su esposo y su bebé a las personas que le dieron la oportunidad de crecer feliz: a los 9 años el padre Javier de Nicoló la invitó a salir de la calle del Cartucho y desde entonces él se convirtió en su papá. Lo mismo sienten los cerca de 50.000 niños que fueron acogidos por el sacerdote salesiano hasta hoy, cuando a sus 80 años acaba de renunciar a la dirección del Instituto.

“Lo que vuelve al ser humano más humano es el afecto. El amor lo puede todo”, dice el sacerdote. Y esa es la fórmula con la que ha logrado arrebatarle a la calle tantos niños. “Claro que además hay que agregarle paciencia”, reconoce. Por eso, sus “hijos”, como les dice a los muchachos, nunca lo han visto de mal humor. El “curita” siempre llega cantando mientras les lanza una lluvia de dulces.

La Segunda Guerra Mundial hizo que Javier de Nicoló tomara el camino del servicio a los demás. “Después de un conflicto de esas dimensiones aumentan la fe y la cantidad de seminarios”, cuenta. Su pueblo, Bari, al sur de Italia, quedó sumido en la miseria y él decidió unirse a la comunidad salesiana que quedaba cerca de su casa, aunque admite que en un principio no estaba seguro de su vocación. Más tarde, cuando estudiaba en Nápoles, unos sacerdotes latinoamericanos llegaron en busca de jóvenes que quisieran hacer apostolado en sus países. Fue así como hace 60 años desembarcó en Buenaventura para comenzar una trayectoria que lo llevó a trabajar en los barrios deprimidos de Bogotá, Bucaramanga y Barranquilla. “Los niños de la costa eran muy simpáticos. Llegaban desnuditos y yo les decía ‘oigan por lo menos pónganse una gorra’. Al día siguiente se aparecían sin nada de ropa pero con la gorra”, recuerda. “Para que no me la montaran me tocó aprender muy pronto el idioma y hasta las groserías, que es lo primero que le enseñan a todo extranjero”. También se volvió un experto en el lenguaje callejero y todavía les hace gracia a sus pupilos oírle decir “venga chino”, en su bogotano italianizado, o un “no seas tan corroncho”, con un costeño que no alcanza a esconder su acento original.

Para cuando se ordenó en 1958 en Bogotá, ya había descubierto que lo suyo era convivir con los habitantes de las calles. Su estrategia para atraerlos era visitarlos con un coro de jóvenes de distintas universidades. “El arte libera”, dice citando a Freud. Con esa consigna creó la Fundación Servicio Juvenil, que hoy tiene hogares en varios lugares del país. Su filosofía ha sido educar mediante talleres artísticos y actividades en grupo que buscan que los niños aprendan a adquirir roles en la sociedad y salgan de la miseria. Cuando se convirtió en el capellán de la Cárcel de Menores de Bogotá, una especialista tildó su método de romántico. “Hay muchachos imposibles”, le dijo. “Deme 30 de esos imposibles por tres días y verá el cambio”, la retó el sacerdote. En ese breve tiempo se los llevó al campo a una especie de retiro espiritual, les cortó el pelo, les dio ropa limpia y, para terminar, los llevó a teatro. “La señora creía que se me iban a escapar y volví con los 30. La moraleja es que siempre se puede porque todo ser humano es emergente. Pero hay que hacerse amigo de ellos, entregarse totalmente, para que entiendan que uno es desinteresado”. Más tarde nació Idipron, que empezó con un refugio para 40 internos y ya cuenta con más de 50 casas.

Para el padre trabajar con los más vulnerables fue la mejor universidad, porque a su lado entendió la raíz de los problemas sociales. “Cuando los animaba a trabajar en vez de robar, ellos me decían: ‘¿es que usted cree que robar no es trabajoso?’ Entonces supe que tenía que inventarme un programa que avanzara paso a paso”. Su equipo recorre la ciudad en una camioneta en busca de niños indigentes. Luego los invita a participar del programa y si aceptan, comienza una etapa de adaptación para cambiar sus hábitos. El proceso continúa en los internados donde viven y estudian, y en las vacaciones el padre acostumbra llevar a sus niños a los parques nacionales. En estos días los más pequeños se encuentran en Acandí, Chocó, donde espera que el mar los aleje “del pegante y las drogas”.

Su proyecto más popular es la casa de La Florida en Bogotá, una especie de ciudad en la que los muchachos tienen su propia alcaldía, así como banco, almacén y cafetería y hasta su propia moneda, el ‘camello’. “Es un símbolo de que hay que trabajar. Si uno estudia y se esfuerza, gana más camellos y puede comprarse cosas”, cuenta Carlos Enrique, de 14 años. De Nicoló también creó un plan de capacitación llamado ‘Programa Trapecistas’, para los más grandes. “Los llamo así porque, como los artistas de circo, se lucen haciendo cosas arriesgadas”, comenta. Al final del proceso, las obras del Distrito se convierten en sus primeras oportunidades en el mundo laboral.

La concejal Gilma Jiménez, quien trabajó en la intervención social del Cartucho, recuerda que “el padre era mi prenda de garantía para entrar a las zonas más peligrosas: lo saludaban desde las prostitutas hasta los jaladores”. Lo describe como “un colombiano a carta cabal, único en su especie, que en la mañana casaba a una pareja de Ciudad Bolívar y luego al hijo de Julio Mario Santo Domingo, con el mismo entusiasmo”.Y, como cuenta el profesor William Sierra, director del taller de bellas artes de una de las casas, lo más gratificante es ver el cambio de los niños. “Se trata de recuperar vidas humanas. Llegan arrastrando cobijas, sucios y con hambre, y con el tiempo los oyes hablando con propiedad de Dalí y de Picasso”.

Con su retiro de Idipron, Javier de Nicoló espera que los proyectos continúen conquistando a más jovencitos. Por ahora seguirá en su Fundación Servicio Juvenil, una tarea titánica, pues se trata de trabajar en el nivel privado. Pero él está acostumbrado a lograr lo imposible. Todo para que sus pequeños puedan subirse en el escenario y lucirse como artistas y ejemplos de superación cantando el himno que describe sus vidas: “Afuera la brisa golpea, adentro hay calor, hay alegría...”