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Víctor Barrio murió de una cornada en el pecho el sábado pasado en la plaza de toros de Teruel, España. Desde 1992 un matador no caía muerto en el ruedo. | Foto: A.P.

POLÉMICA

Sangre en la fiesta brava: la muerte de Víctor Barrio

La cornada que el torero español recibió la semana pasada evoca cómo la muerte en el ruedo ha sido parte integral en la historia de la fiesta brava.

16 de julio de 2016

El toreo ha sido descrito muchas veces como “oro, sangre y sol”. El oro por el brillo de los trajes de luces, el sol por el realce de los colores que genera la luz del atardecer, y la sangre, como si se tratara de un ritual antiguo, debe caer en la arena como parte del final de la faena. Por lo general, esta es la del animal y muy raras veces la del matador.

Precisamente esto fue lo que sorprendió al mundo esta semana, cuando Víctor Barrio, un torero desconocido en Colombia pero exitoso en España, fue corneado en el pecho y prácticamente murió delante de millones de televidentes, de miles de espectadores y de su propia esposa, que se encontraba en la plaza. Su muerte ha sido descrita en varios medios como la primera en más de 30 años, haciendo referencia a la de Paquirri, que tuvo lugar en 1984 en la plaza de Pozoblanco, Córdoba. Sin embargo, después de esa tragedia, un torero llamado José Cubero Sánchez, el Yiyo, murió corneado en 1985 en la plaza de Colmenar Viejo en Madrid. Ese dramático momento quedó inmortalizado en una escultura en la plaza de Las Ventas de esa ciudad, donde en bronce se ve al torero engarzado en el aire por las astas de la bestia.

Sin embargo, la muerte es parte esencial de la historia de la tauromaquia. Hace más de medio siglo muchos de los grandes de esa disciplina fallecieron en el ruedo. Los más famosos han sido Joselito, quien murió en 1920, en la plaza de Talavera de la Reina, y Manolete, en 1947, en la plaza de Linares, una tarde en la que alternó con Luis Miguel Dominguín, quien comenzaba su carrera, y con Gitanillo de Triana II. Del primero se decía que era tal su elegancia que de tan solo verlo hacer el paseíllo se justificaba el precio de la boleta. Su muerte ha sido inmortalizada en cantos gitanos, y el nombre del astado que lo mató, Bailaor, ha pasado a la leyenda tanto como la víctima.

De Manolete también hay leyenda. A tal punto que casi 70 años después de su desaparición, Hollywood hace tres años hizo una película sobre él con el actor Adrien Brody. Aunque la cinta fue pésima, los adustos, sobrios e inexpresivos rasgos del actor norteamericano en realidad sí se parecían a los del ídolo español. Como en el caso de Joselito, el toro asesino se volvió tan famoso como el muerto. Se llamaba Islero, y su corneada coincidió con el momento de la estocada. Tanto el animal como el hombre quedaron heridos de muerte en el ruedo, y ambos murieron poco tiempo después.

Los dos anteriores han sido los más famosos. Pero otros grandes de la fiesta brava han engalanado el mito de sangre en la arena. En esa categoría están nombres como Pepe-Hillo, Ignacio Sánchez Mejías y Antonio Bienvenida. Prácticamente todos han sido españoles con excepción de Pepe Cáceres. Este fue, antes de Cesar Rincón, el primer colombiano que conoció la gloria a nivel internacional. Su muerte causada por el toro Monín, contra las tablas en la plaza de Sogamoso en 1987, produjo un luto nacional.

La desaparición de Víctor Barrio, por el toro Lorenzo, volvió a poner sobre el tapete el debate sobre si el toreo debe seguir existiendo. Para los aficionados es un arte que combina la perfección estética con el peligro de muerte. Para los críticos es un acto de crueldad inhumano contra un animal indefenso. La polémica sobre cuál de los dos puntos de vista tiene razón cobra más actualidad cada día, y en países como España la polarización llega a tal punto que mientras en Barcelona se prohíbe la fiesta, en Madrid las plazas siguen llenas. En Colombia, la Corte Constitucional revocó la prohibición de Petro, y el alcalde Peñalosa la ha acatado dejando saber sus reservas.

Paradójicamente, la muerte en el toreo es más espectacular pero menos frecuente que en otras disciplinas. El automovilismo ha cobrado decenas de vidas en los últimos 50 años, sin que nadie pretenda acabar con ese deporte. En el esquí sobre nieve también hay más fatalidades que en el ruedo. Hasta en las propias canchas de fútbol han muerto más jugadores de infarto que matadores en la arena. Por lo tanto el argumento de fondo no es la mortalidad, que es la que revive el debate, sino la crueldad que muchos le atribuyen. En todo caso, aunque casi siempre muere el toro, y a veces el matador, el que nunca muere es el debate.