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Jesse Owens, cuyo nombre verdadero era James Cleveland Owens, arruinó la fiesta nazi que Hitler y Goebbels habían planeado para los Juegos Olímpicos de Berlín 1936. Pero mientras en Alemania compitió tranquilamente, enfrentó un fuerte racismo en Estados Unidos a su regreso. Ni las cuatro medallas que ganó cambiaron ese escenario y a su homenaje entró por el ascensor del servicio. | Foto: A.F.P.

HISTORIA

El aguafiestas olímpico

Jesse Owens hizo historia en los Juegos Olímpicos de 1936, en la Berlín de Hitler. Cuatro medallas de oro lo hicieron leyenda, pero no le evitaron humillaciones en su país.

30 de julio de 2016

Adolf Hitler y Joseph Goebbels heredaron de la República de Weimar el derecho a realizar los Juegos Olímpicos de Berlín 1936, pero los asumieron como la oportunidad perfecta para proyectar al mundo la grandeza de su régimen y sus valores racistas. Por eso tiraron la casa por la ventana. Recibieron a los deportistas, empresarios y diplomáticos con fastuosas ceremonias y construyeron el estadio más grande del mundo, prepararon una legión de atletas y ganaron el medallero con 33 oros. Lograron su cometido y, como nunca antes, registraron la competencia en una película dirigida por Leni Riefenstahl, la pionera del documental en el mundo.

Todo salió perfecto excepto por un lunar notable: de esos juegos el único atleta que se recuerda es Jesse Owens, el estadounidense negro que corrió más rápido y saltó más largo que cualquiera de los deportistas arios, e hizo de los de 1936 sus Juegos Olímpicos.

Owens llegó como favorito a los juegos y les empañó la fiesta a sus organizadores. Dominó la prueba reina del atletismo, la carrera de los 100 metros planos, también los 200 metros planos, el salto largo y la competencia de relevos 4x100 metros en la que participó sin planearlo luego de que los alemanes les prohibieron competir a dos miembros judíos del equipo. Sus cuatro medallas doradas definen una de las gestas más épicas de la historia. La cinta Race, el triunfo del espíritu, que llega este jueves a Colombia, registra las barreras sociales y atléticas que superó el deportista para competir, hacerse leyenda y quedarse con la gloria que los alemanes se habían reservado.

Sus hijas Gloria, Beverly y Marlene Owens eran muy jóvenes entonces para recordar los triunfos y los dolores de su padre. Aun así, como cabezas de la Fundación Owens mantuvieron estricto control del material de la biopic. Y se aseguraron de transmitir un mensaje claro: la segregación era palpable a ambos lados del Atlántico, y la que más afectó al atleta era la de su propio país. A pesar de esto, las mujeres, que ya pisan los 80 años, aseguraron en varias entrevistas que su padre les inculcó un amor inequívoco por el ideal estadounidense de trabajar duro y salir adelante. No hubiera querido nacer en otra parte o triunfar para otra bandera.

Acostumbrado a un escenario racista en Estados Unidos, e incluso en Ohio State University, Owens se topó con un fuerte contraste en Berlín. Por fuera del radar de los medios y de los invitados el régimen segregaba y aterrorizaba a los judíos y a las minorías, pero en la Villa Olímpica se vivía una realidad opuesta. Owens comía con el resto de los 4.000 deportistas y su cuarto no estaba separado de los de otros atletas. Mientras estuvo allá fue un humano más y su talento habló, por lo cual se dice que lo trataron mejor en los olímpicos que en casa.

Aun así, Hitler no quiso estrechar la mano de Owens como sí lo hizo con los ganadores alemanes y finlandeses el primer día de competencias. Y también minimizó los logros del norteamericano cuando les dijo a sus ayudantes que era normal que los negros ganaran oros pues eran básicamente animales, físicamente más fuertes que los blancos civilizados. Consideraba una vergüenza que los estadounidenses ganaran medallas así y creía obligatorio vetarlos de las competencias en el futuro.

Sobre el encuentro entre Owens y Hitler, una disputa divide opiniones entre aquellos que aseguran que el Führer lo saludó de lejos y aquellos que creen que nunca hubo contacto y Hitler se escabulló para evitarlo. El hecho es relevante si se considera el paralelo que el mismo Owens estableció cuando regresó a Estados Unidos. Allá sentenció: “Tengo que entrar por la puerta de atrás, no puedo vivir donde quiero. Allá no me invitaron a estrechar manos con Hitler, pero aquí tampoco me invitaron de la Casa Blanca a ver al presidente”.

Franklin Delano Roosevelt carga con la culpa de no enviarle un telegrama de felicitaciones a un ícono sin par. Ídolo o no, como el resto de los negros en Estados Unidos tenía que sentarse en la parte de atrás de los buses y exponerse a humillaciones. En la noche en la que se le iba a homenajear tuvo que entrar por el ascensor de servicio al hotel Waldorf-Astoria de Nueva York.

Del algodón a las medallas

James Cleveland Owens había nacido en 1913 en Alabama, un estado segregacionista del sur donde le hubiera sido imposible participar en competencias oficiales. Su abuelo fue esclavo y su padre un recolector de algodón, una actividad a la que el joven ‘J. C.’ se dedicó desde los 6 años a pesar de padecer bronquitis y neumonía. En 1922 la familia se reubicó en Cleveland, Ohio, y cuando fue a registrarse en la escuela primaria, un profesor escribió su nombre tal y como lo escuchó: Jesse.

En el bachillerato conoció a su futura esposa Minnie Ruth Solomon, y se enroló en competiciones atléticas gracias al impulso de Charles Riley, su primer mentor. Alternó sus estudios con reparar calzado y entrenar antes de clases, y sorprendió con sus impresionantes saltos altos y largos. Era evidente que era un fuera de serie. La dupla Owens-Riley se trasladó en 1930 a la East Cleveland Technical High, y arrasó en las competencias estatales de Ohio. En los juegos nacionales demostró sus capacidades, igualó el récord mundial de los 100 metros planos y se llevó la medalla de salto largo.

Le llovieron ofertas de universidades, algunas en estados más progresistas en temas de raza que Ohio. Pero optó por OSU, una institución que no tenía becas atléticas pero quedaba cerca de su casa y contaba con Larry Snyder, uno de los pocos entrenadores que aceptaban atletas negros. En esos días Owens se multiplicó para trabajar como ascensorista, mesero y empleado de estación de servicio. En la pista, bajo la tutela de Snyder, refinó su técnica y se fijó las metas más altas posibles. Apuntó a los olímpicos, viajó a estos a pesar del pedido de boicot de los dirigentes de la NAACP (Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color) e hizo valer todo su sacrificio.

El regreso a Estados Unidos marcó fuertes vaivenes. Salió de la universidad por un pobre desempeño académico y decidió saltar al profesionalismo, pero esto lo llevó a un rebusque para muchos humillante. En Cuba corrió contra un caballo pura sangre para ganarse 2.000 dólares, y ganó, y sobre el episodio dijo “cuatro medallas de oro no se pueden comer”. Con el paso de los años asumió roles más dignos de su historia. En 1950 la agencia de noticias AP lo nombró el mejor atleta de la primera mitad del siglo XX. Con el paso del tiempo consiguió trabajo como vocero de varias marcas y causas, pero solo en 1976 el presidente Gerald Ford le otorgó la Medalla Presidencial de la Libertad. En la tierra de los libres y la casa de los valientes, reconocer un ídolo resultó más difícil que avergonzar a Hitler.