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Au revoir, Monsieur Paul

Con la desaparición de Paul Bocuse, Francia pierde al más grande chef del siglo XX, una estrella que revolucionó la cocina del mundo.

27 de enero de 2018

En las esferas políticas de Francia, las iniciales VGE evocan inmediatamente el rostro distinguido, aunque descarnado, de Valéry Giscard d’Estaing, jefe de Estado galo en los años setenta. En el mundo de la gastronomía, esas tres letras recuerdan el olor de trufas negras, la crujiente cúpula de pasta de hojaldre, el untuoso foie gras y la carrillera de res de la mítica sopa creada por el chef Paul Bocuse en honor al presidente.

Aunque la “sopa de trufas negras VGE” fue su creación más conocida, Paul Bocuse dejó decenas de platos insignes que modernizaron la cocina francesa. Además, gracias a su visión estratégica y a su ambición, el goloso de Lyon contribuyó a convertir a las nuevas generaciones de cocineros en artistas y empresarios. Por eso, la semana pasada, cuando se supo que el chef, enfermo de párkinson, había fallecido a los 91 años, los círculos de la gastronomía declararon haber perdido a su “apóstol”, “su papa” y hasta su “Dios”.

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La historia de este ícono francés está anclada en su región. Bocuse fue hijo del Saona, el río que acaricia su pueblo natal, Collonges-au-Mont-d’Or, en el este de Francia, a algunos minutos de la ciudad de Lyon. Y en sus orillas erigió las bases de su imperio gastronómico con el restaurante L’Auberge du Pont de Collonges, que ostenta desde hace medio siglo tres estrellas Michelin. Allí mismo su padre le enseñó a cazar y a pescar, a cuidar a los animales y, por supuesto, a cocinarlos.

Ese aprendizaje no fue un azar. Paul nació en una dinastía de cocineros que se remonta al siglo XVIII. Al dar sus primeros pasos en el restaurante que su padre fundó en Collonges-au-Mont-d’Or no hizo más que seguir la tradición familiar, pero solo comenzó a construir su propio camino en 1941 cuando dejó su casa para trabajar en el restaurante La Soierie, en Lyon.

La amenaza nazi lo obligó a abandonar las cacerolas por un tiempo. Casi pierde la vida a sus 18 años, en Alsacia, durante una operación con el Ejército norteamericano. Herido de bala, los estadounidenses le practicaron una transfusión de sangre de urgencia y salvaron su vida. Durante su convalecencia, sus compañeros de lucha le tatuaron en el hombro un gallo, símbolo francés que lució con orgullo hasta el día de su muerte.

Luego de la guerra, Bocuse regresó a los fogones. En esos años el cocinero perfeccionó su técnica en La Pyramide, en Vienne, al este del país, y luego en el lujoso Lucas Carton, en París. En 1956, de regreso al restaurante de su padre, se distinguió con platos como el salchichón en brioche o el gratín de colas de cangrejo.

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En 1958, los astros comenzaron a caer del cielo. Ese año, “Monsieur Paul”, como empezaron a llamarlo, obtuvo su primera estrella Michelin y, con platos como la pularda en vejiga o el salmonete escalfado con salsa pistou, recibió poco después la segunda y tercera. En esa época, su restaurante se consolidó como un ícono de la cocina francesa y se fijó en la memoria de toda una generación. “Recuerdo que cuando iba de paseo con mi padre, nos deteníamos a comer en su restaurante el róbalo en hojaldre. Todavía tengo el sabor en la boca”, dijo a SEMANA Hervé This, inventor de la gastronomía molecular y autor de varias obras de cocina.

En los años setenta, al probar una de sus ensaladas, los críticos Christian Millau y Henri Gault vieron en él el inspirador de la nouvelle cuisine, que promueve platos simples con pocas salsas, y mediatizaron el concepto. Pero Bocuse, recordado ahora como el precursor de esa cocina, rechazaba el título. “Nunca preparé la ‘nouvelle cuisine’, excepto una ensalada de habichuelas que le encantó a todo el mundo. La ‘nouvelle cuisine’ era nada en el plato y todo en la cuenta”, explicaba al periódico Le Figaro en 2007. Su fama le sirvió para atraer romances furtivos toda su vida. Confesó haberle sido infiel a su esposa, a largo plazo, con al menos otras dos mujeres, y haber tenido muchas aventuras.

En los últimos 20 años, con un prestigio indeleble en su país, Bocuse trabajó como embajador de la cocina gala en todo el mundo, a través de alianzas comerciales y con la apertura de varias filiales. Hoy, su imperio está constituido de 20 restaurantes en Francia y en Japón, de un hotel, y del pabellón galo de Disneyworld, lo que representa 700 empleados y 50 millones de euros de volumen de negocios. Con la desaparición de la deidad de la cocina francesa, el imperio Bocuse queda en las manos de su familia. Pero la continuación del linaje no sirve de consuelo al mundo de las tocas blancas, en duelo, pues dios ha muerto.