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Por siempre joven

Pirry, el conocido cronista de televisión, le rinde homenaje a Compay Segundo, el legendario músico cubano que murió el pasado 13 de julio.

Guillermo Prieto Larrota (Pirry)
21 de julio de 2003

Nunca lo había escuchado cantar, no tenía ningún disco suyo, nunca lo había visto en mi vida, no me consideraba fanático ni mucho menos del son cubano; es más, últimamente no me consideraba muy fanático de Cuba, era mi tercera visita a la isla y todo ese rococó languideciente que descresta mamertos, toda esa pobreza etiquetada de romanticismo pero feriada a precios de Miami, todo ese discurso revolucionario y el cuento de la isla de Fidel ya me sabían un poco a mierda; había pasado toda la tarde capoteando un sinfín de maneras de ser desplumado, en Cuba no hay mendigos, ni miseria (eso dicen las autoridades), pero todo el mundo te pide plata y si creías que la plaza de Santodomingo en Cartagena es una olla de pedigüeños deberías haber visto La Habana vieja ese día.

Si yo nunca lo había escuchado cantar, y a esas alturas del 31 de diciembre, después de esa tarde de pesadilla no me importaba, y es que con la nuca y la cara quemadas por el sol como cualquier turista, con ampollas en los pies, ya que las tarifas en dólares de los taxis oficiales, que entre otras cosas son del Estado, me habían causado un acceso de indignidad que me obligó a caminar toda la tarde, pues la verdad todo me valía hongo, no quería más Cuba. Si en ese momento alguien me hubiera dicho "te invito a escuchar un concierto superbueno asere" hubiera preguntado: "¿Cuántos dólares?", y si me hubieran respondido: "Es gratis asere", no lo hubiera creído, tal vez habría huido temiendo ser estafado.

Sin embargo allí estaba en un concierto gratis en La Habana y es que, cosa curiosa, aunque aquí todo se vende, aunque todo aquí es caro, sobre todo para el turista, pues la música, la cultura se regala. Por lo único que no me habían cobrado ese día era por haberme parado frente a un viejo hotel a media cuadra del Capitolio a escuchar a una orquesta, un grupo, que en medio de mi ignorancia musical juraría que venía del conservatorio. Los oí interpretar piezas clásicas, temas cubanos y hasta pegajosas melodías de las big bands gringas. Por lo único que no me habían cobrado era por eso y por mi asiento en el anfiteatro de La Habana en donde, de espaldas al malecón y bajo una luna llena que parecía sacada de una postal cursi me aprestaba a presenciar "un concierto buenísimo y gratis asere".

Como ya les había dicho, era 31 de diciembre y el primero de enero se celebra el día de la revolución, así que Fidel le regala al pueblo una dosis de la más elegante generosidad comunista. Por toda la isla las mejores agrupaciones de Cuba tocan gratis para la gente, la Orquesta Aragón, los Van Van, Polo Montañez, Cachaíto, Amadito, los que usted quiera, todos estaban repartidos en plazas y parques.

Entonces comenzó mi propia fiesta. Una botella de Habana Club, 25 dólares; dos Coca-colas en lata, cinco dólares; hielo, no conseguimos; vasos desechables, tampoco; una Cuba libre y democrática, no tiene precio, para todo lo demás están los gringos.

No tengo tarjeta de crédito, tampoco me hubiera servido, pero mientras libaba y el ron empezaba a calentarme la cabeza, caí en cuenta de algo: nunca antes lo había escuchado, no tenía ningún disco suyo, no me consideraba muy fanático ni mucho menos del son cubano, y definitivamente no sabía de lo que me había perdido.

En el escenario, un anciano que a mi juicio y por su voz debería tener unos 70 años, le arrancaba con serena pasión a un instrumento de cuerda llamado el tres los primeros acordes de una canción que todavía me pone los pelos de punta, Chan chan, "de Alto Cedro voy para Marcané, llego a Cueto voy para Mayary".

Me enamoré de la canción de inmediato y no era tanto por la nostálgica letra, era el armónico, una especie de tres, era ese instrumento que interpretaba el viejo y que, más tarde me enteraría, era de su propia invención: "Cuando Iuanita y Chan chan en el mar cernían arena, a como sacudía el jibe, a Chan chan le daba pena".

Yo nunca lo había escuchado cantar, pero cómo gocé esa noche. A diferencia de una cantidad insólita de leyendas sobrevendidas, este hombre, nacido el 18 de noviembre de 1907 en Siboney, Cuba, era pura fibra y sentimiento, pura alegría, música para la cabeza y el corazón.

Si yo no lo conocía, así como no lo conocieron las últimas generaciones, hasta que el guitarrista Ry Cooder y el director de cine Wim Wenders lo sacaran del anonimato con el disco y el documental Buena Vista Social Club, a él y a otros tiranosaurios rex de la música cubana (Elíades Ochoa, Amadito, Omara Portuondo, Ibrahim Ferrer), a todos ellos, pero sobre todo a Máximo Francisco Repilado Muñoz, mejor conocido como Compay Segundo, para quien toda mi atención y mi respeto se dirigían esa noche.

Después de Chan chan tocaron El cuarto de Tula y muchas otras, al cabo de una hora de escucharlo estaba totalmente embriagado, borracho de música, de tabaco y de cuba libre. La gente empezó a corear para que cantara Chan chan otra vez. Yo, totalmente desinhibido, me acerqué descaradamente al escenario y empecé a fotografiarlo, de la juma las fotos no me quedaron muy buenas, pero el Compay me saludó, sin dejar de tocar. Como una estrella de rock empezó a hablar con la primera fila, a los que les veía cara de extranjeros les preguntaba "y tú de donde vienes", "de España", le decían, y él contestaba "¡Viva España!", entonces llegó hasta donde yo estaba, me preguntó "y tú de donde eres, fotógrafo", no me dio pena ni oso ni nada, a grito herido le contesté, "de Colombia Compay". "Colombia, hermosa tierra, eso me han dicho", respondió el viejo; quedé más contento que un berraco, no me cambiaba por nadie, de no conocerlo había pasado a ser el fan numero uno del hombre, del Cuarteto Patria y el Dúo los Compadres, del hombre del viejo barrio Buena Vista, del que después de vivir casi 100 años y sobrevivir a un dictador y a un comandante se había hecho mundialmente famoso a los 90, el que en el ocaso de su existencia tocara en el Carnegie Hall y en el Instituto Smithsoniano.

La estrella de Buena Vista, el amigo de Benny Moré, el músico que alternaba su oficio con el de prensar tabaco, el anciano que aprendió a encenderle los puros a su abuela a la edad de 5 años, lo que en matemática pura quiere decir que para ese día llevaba 89 años fumando, siempre con su traguito de ron.

Me colé en el back stage, le di la mano, le pedí una entrevista. Un joven que cantaba con él me dijo que otro día, no quería que se fuera. ¡Qué personaje! "¿Cuándo vienes a Colombia, Compay?", le pregunte. "Algún día", me respondió mientras encendía su puro. "¿Y cómo te conservas?", le preguntó otro. "A punta de música, tabaco y ron, es todo lo que se necesita".

Fue lo ultimo que le alcancé a escuchar, después se perdió en medio de su séquito de acompañantes y admiradores.

Al otro día, en medio de la cruda de una noche que terminó en el día sin descanso alguno, yo seguía hablando y dando lora sobre el buen Compay. Le pregunté a la amiga cubana que me había levantado y que no me había cobrado por su compañía ni favores si era cierto que Compay había tenido un hijo a los 90. Me respondió que un hijo sí tenía, pero que nadie creía que fuera de él; pura envidia pensé, mi nuevo ídolo debía ser capaz de eso y más.

Bajo el sol de la mañana mi amor por Cuba estaba completamente renovado; que me pidieran plata en todas partes ya no me importaba, al fin y al cabo en Colombia es peor. Decidí no juzgar más y dedicarme a vivir el día como seguramente me hubiera recomendado Compay.

Sí, yo nunca lo había escuchado cantar y mucho menos en vivo, y hasta el pasado 13 de julio no era tarde. Ahora Compay se ha ido y tendré que conformarme con sus discos y sus recuerdos, fue la primera y última vez que lo vi y ahora que ha muerto me queda la esperanza de que se puede ser joven por siempre.

Sin cremas, sin tratamientos.