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César Rincón

Retirada gloriosa

Se acerca la última faena del mejor torero de la historia de Colombia. Perfil de Antonio Caballero.

16 de febrero de 2008

En el lenguaje de la gente del toro existe una expresión que parece sacada de un tratado de filosofía: "querer ser". De un muchachito que aspira a ser torero (y a triunfar, y a hacerse rico, y a conquistar a todas las mujeres, y a todos los públicos, y a todo eso) no se dice que quiere ser torero (ni todo lo demás) sino simplemente que "quiere ser". Tiene voluntad de ser. César Rincón, desde que a los 8 años o por ahí se puso por primera vez delante de una vaquita brava, quería ser. Y lo ha conseguido.

No sólo ha conseguido ser matador de toros. Ha conseguido además convertirse en lo que se llama "un figurón del toreo": se cuentan con los dedos de la mano los que aparecen en cada generación. Y su hazaña es aún más insólita habiendo salido de una de las más remotas provincias del planeta de los toros, como es Colombia. Si para un niño de España, donde hay cientos de ganaderías de bravo y se dan cada año millares de festejos taurinos, resulta cuesta arriba la tentativa de llegar a ser en el toreo, para uno americano se trata de una empresa casi imposible. En los 100 años de historia que tiene el toreo moderno apenas tres o cuatro lo han logrado: dos o tres mexicanos, un venezolano, y César Rincón. Con la diferencia de que esos otros duraron en la cumbre un par de temporadas y luego se vanaron, como se dice de los voladores que se apagan en un chisporroteo antes de llegar a lo más alto del cielo; y en cambio Rincón lleva más de 15 años allá arriba, y si ahora se retira es porque le da la gana, y no porque los públicos lo estén echando. Es el más grande torero que ha dado América, y uno de los ocho o 10 que han mandado en el toreo en los últimos 25 años: lo que lleva de alternativa.

No fue así en sus comienzos, claro está. Rincón pasó de novillero a matador de toros como lo hacen todos aquí, prematuramente, muy verde todavía, porque a los matadores les pagan algo en las ferias de los pueblos y a los novilleros no. Y hay que comer. "Más cornás da el hambre", explicaba hace un siglo en frase célebre un torero sevillano. Rincón no venía del hambre, pero sí de una situación familiar muy modesta: un padre que malvivía de ser fotógrafo taurino, una madre que murió trágicamente cuando su casa se incendió porque una veladora puesta a los santos para que el niño triunfara en la plaza se volcó y les prendió fuego a los ácidos de revelado del cuarto oscuro. Así que sus primeros años de matador no fueron de vino y rosas, sino de duro y sangriento aprendizaje. Años de pasar trabajos y recibir cornadas por todas las plazas de provincia de Colombia y del Ecuador, de compartir pensión con pulgas y cartel con enanitos toreros y con cantantes cómicos y artistas de trapecio. Bueno: sí, años de hambre.

Hasta que el 21 de mayo de 1991, en el centro geométrico del toreo, que es la plaza de Las Ventas de Madrid, y en plena feria de San Isidro, que es la Semana Mayor del calendario taurino, la faena que le hizo César Rincón a un bravo toro de Baltasar Ibán estalló como un maremoto en un mar en calma chicha. Salió por la Puerta Grande de la plaza a hombros de una afición conquistada y entregada de un golpe. Y al día siguiente, toreando en sustitución de una matador herido, repitió la prueba. Cuatro veces consecutivas abrió esa puerta César Rincón: algo sin precedentes en la historia del toreo, y que no es fácil que alguien pueda repetir. Y es que había hecho algo de veras asombroso: como lo cuenta el profesor norteamericano Allen Joseph en su gruesa biografía del torero (Ritual and Sacrifice: the saga of César Rincón: más de 600 páginas), nos había rescatado del tedio.

Porque lo de Rincón no fue una revolución en el toreo: fue una restauración. Una recuperación de la emoción del toreo. Por eso se llevó de calle a todo el burocrático escalafón taurino entonces establecido, y arrasó en todas las plazas de España y de Francia, tanto ante los públicos como ante la crítica: porque toreaba con la verdad en la mano, devolviéndole al ritual su dimensión de sacrificio. El toreo de César Rincón se impone sobre el toro y sobre el público, y de paso sobre la siempre desconfiada crítica taurina, porque es de verdad. Reposa sobre las cuatro virtudes clásicas fundamentales, que no pueden fingirse: el valor, la técnica, y el temple (la cuarta siempre cambia: es lo que entendemos por arte). El valor de Rincón es evidente a simple vista, aunque no muestre alardes: está en ponerse en el sitio donde los toros embisten, que es también el sitio en que pegan las cornadas: el cite desde lejos, el aguante, el ceñimiento. La técnica es menos visible, justamente por técnica: las distancias, los terrenos, la altura a la que se ponen los engaños, la precisión del toque. El temple es poderoso. El temple es esa magia que obliga al toro a ir pegado a la muleta o al capote sin llegar a rozarlos, embebido, hipnotizado en ellos. Una magia que no es otra cosa que el pulso del torero: el pulso literal, de la muñeca, que lleva al toro toreado.

El pulso es la voluntad. Con él, con ella, domina Rincón a los toros, y a los públicos, y con ellos dominó y pudo vencer la enfermedad de la hepatitis C que estuvo a punto de matarlo. La contrajo a causa de las transfusiones de sangre contaminada que le hicieron tras una gravísima cornada en la plaza de Palmira, en sus años duros. La llevaba latente en sus primeros años de gloria y triunfo. Se declaró cuando ya definitivamente había llegado a ser, en el sentido taurino de que hablé al principio, y lo obligó a alejarse de los ruedos durante tres temporadas. Cuando la derrotó y volvió a torear, seguía siendo. Quiero decir: seguía siendo Rincón.

Ahora, en plena posesión de su ser, por su propia voluntad, se retira. Lleva un año despidiéndose, para extrañeza de los profanos, que no entienden que hay una despedida en cada una de las plazas de toros en que ha triunfado, que son todas las de todo el mundo taurino: es una gira de despedida. La de España la remató a finales de septiembre pasado en la Monumental de Barcelona, saliendo a hombros por su habitual puerta grande, y si le quedó la espina de no haber podido hacer otro tanto en Madrid, en San Isidro, fue porque una faena heroica con cogida incluida en la Feria de Abril de Sevilla lo dejó medio inválido 15 días antes de la tarde anunciada. Así que su última presentación en Las Ventas, ya entrado junio, resultó opaca. Luego vinieron Quito, y México. Y ahora Colombia, feria tras feria. Sólo le queda ya una tarde en Medellín (el sábado 23 de febrero) antes de su despedida final en la Santamaría de Bogotá (el domingo 24), que fue donde hace 25 años tomó su alternativa de matador de toros.

Será una corrida en mano a mano con otro gran torero, Enrique Ponce, con el que Rincón ha compartido no sólo muchos triunfos sino también, cuando empezaba Ponce y estallaba Rincón, un mismo apoderado, que es cosa tan difícil como compartir una mamá. Los dos toreros se conocen, compiten, se aprecian, se detestan como hermanos: va a ser una corrida interesante. Los toros son de la ganadería del propio Rincón, que lleva el nombre de la plaza que lo lanzó a la gloria: Las Ventas del Espíritu Santo. Así que suerte, toreros y suerte, ganadero.

Y a lo mejor hasta pronto. Porque en esto de las retiradas es en lo único en lo que ni siquiera los más veraces toreros dicen nunca la verdad.