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¿Sobrevivirá la corona?

Los británicos no podían soportar un escándalo más de sus reyes. El que desató el juicio del mayordomo de la princesa Diana dejó a la monarquía herida de gravedad.

1 de diciembre de 2002

La reina Isabel se equivocó. Cuando decidió exonerar a Paul Burrell, el mayordomo de Lady Di acusado de haberse robado 310 objetos personales de la princesa, pensó que así no sólo iba a poner fin al juicio sino también a la oleada de rumores en torno a los miembros de la familia real. Pero sucedió exactamente lo contrario y el fin del proceso contra el hombre fiel de Diana se convirtió en un tormento más grande: su desprestigio y en mayor grado el de la monarquía, que para muchos es una institución cuya supervivencia está en peligro.

Después de un sonado juicio, que durante cuatro meses alimentó los chismes de los tabloides, y justo el día antes de que Burrell testificara la reina declaró que después de la muerte de Diana él se había comunicado para contarle que por seguridad se quedaría con algunas de sus cosas. En síntesis, si no hubo robo no había culpable y la justicia lo absolvió. La abrupta intervención real despertó sospechas: de ser cierto su testimonio no tendría sentido tanta demora. Mucho menos lo tendría su afirmación de que estaba de viaje y que se enteró tardíamente por las noticias, en un caso tan publicitado e internacional. De acuerdo con las encuestas 68 por ciento de sus súbditos cree que mintió para proteger a la monarquía de un escándalo que Burrell podría desatar si revelara secretos de la familia.

Por la indulgencia de la reina y por 450.000 dólares que le dio el periódico británico Daily Mirror para tener la exclusiva de su historia el ex mayordomo habló y se refirió bien a su majestad. Sin embargo durante el juicio ya había hecho una serie de declaraciones a la policía, en 39 folios, que la prensa sensacionalista destapó. Burrell afirmó que en una ocasión Diana salió de su casa sin ropa, únicamente con sus joyas y un abrigo de pieles, para encontrarse con el médico pakistaní Hasnat Khan, uno de sus amantes. Algunos de ellos, según el mayordomo, entraban a la residencia de la princesa en el palacio de Kensington ocultos en el baúl de los carros. También relató que solía salir de noche para darles plata a las prostitutas que trabajaban cerca de la estación ferroviaria de Paddington y que le pidió que le comprara videos porno para su hijo, el príncipe William, pues él era demasiado conocido para salir a conseguirlos.

Estas revelaciones motivaron a otros antiguos servidores a contar más detalles íntimos de los Windsor. Una curandera llamada Simone Simmons dijo que Diana le había mostrado unas cartas que el príncipe Felipe, esposo de la reina, le había escrito a su nuera refiriéndose a ella en términos despectivos como "zorra" y "puta", aunque la semana pasada un portavoz de palacio desmintió la información. El príncipe Carlos tampoco sale bien librado: su vida es tan extravagante que tiene un servidor encargado de echarle pasta a su cepillo de dientes todas las mañanas. Además los regalos que recibe y no le gustan los vende, lo que le representa una ganancia anual del orden de los 150.000 dólares.

Pero nada es tan grave como la supuesta existencia de un casete grabado por la princesa de Gales, un año antes de su muerte, que podría convertirse en el Watergate de la casa de los Windsor. Contiene los testimonios de George Smith, un antiguo empleado de la familia real, en los que cuenta cómo había sido violado por un superior perteneciente al servicio del príncipe Carlos, quien conociendo los hechos prefirió guardar silencio. En teoría la cinta debería estar con todos los objetos custodiados por Burrell, pero no ha sido encontrada y muchos piensan que ya está en poder de la reina gracias a un posible acuerdo con el ex mayordomo. Recientemente Smith hizo pública la historia y aseguró que en palacio hay una "mafia gay", que se han realizado orgías homosexuales y que un miembro de la familia real ha tenido relaciones sexuales con uno de sus sirvientes. No reveló nombres. Algunos observadores consideran que precisamente para evitar estas revelaciones fue que la reina salvó al mayordomo.

Este cúmulo de vicisitudes ha debilitado aún más a una monarquía que, de por sí, ya estaba suficientemente golpeada. Los Windsor, y sus súbditos, habían aguantado de todo en los últimos 20 años: las declaraciones de Diana en televisión, afirmando que se enamoró locamente de su amante; la conversación interceptada a Carlos, expresándole a Camilla que su fantasía era ser su tampax y la foto de Sarah Fergusson, la duquesa de York y esposa del príncipe Andrés, topless en Saint Tropez con su amante chupándole el dedo pulgar del pie.

Después de todos estos episodios la reina había logrado enderezar un poco las cosas con el bombo de su jubileo, una estrategia de relaciones públicas para mejorar la imagen de la institución. Las celebraciones por los 50 años en el trono fueron todo un éxito y el afecto colectivo que demostró inspirar la soberana tranquilizó a muchos monárquicos preocupados. Sin embargo el mayordomo se tiró la fiesta y para algunos la cadena de acontecimientos provocada por su juicio fue la gota que rebosó la copa.

Independientemente de los chismes, la verdad es que la monarquía está perdiendo su razón de ser. Al no tener un poder real su único valor es simbólico, por representar la continuidad histórica de las tradiciones británicas. Pero ¿qué utilidad puede tener un símbolo que ha perdido la majestad y se ha convertido en un objeto de morbo colectivo y de ridículo mundial?

El desprestigio de la institución no es culpa de los Windsor. Incluso no es que ellos hagan más de lo que han hecho los reyes de todos los tiempos. Basta recordar que Enrique VIII decapitaba a sus mujeres después de divorciarse de ellas. En realidad no ha habido monarquía que se respete sin adulterio, sin hijos naturales, sin relaciones homosexuales, sin lujos y despilfarro. Pero la privacidad en que todo esto sucedía hacía que las masas muchas veces pensaran que sus reyes vivían como en un cuento de hadas. A esta familia real le tocó el mundo de los medios, que la hace parecer protagonista de un reality show en el palacio de Buckingham.

Todo esto ha llevado a los expertos en realeza a pensar que si Isabel II vive otros 10 ó 15 años la única posibilidad para tener continuidad dinástica sería saltándose a su hijo Carlos en el orden de sucesión al trono y que la corona fuera heredada por su nieto Guillermo, que todavía goza de popularidad. Sin embargo, de ser así, la institución es tan anacrónica que si la reina llega a tener un heredero éste probablemente sería el último rey de Inglaterra.