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J. Edgar Hoover dirigió la Oficina Federal de Investigaciones desde que era un joven abogado de 29 años hasta su muerte, a los 77.

PERFIL

Todopoderoso

Una nueva película muestra cómo J. Edgar Hoover, el legendario director del FBI, fue por medio siglo el poder silencioso en Estados Unidos mediante intrigas, amenazas y chantajes.

12 de noviembre de 2011

J. Edgar Hoover  llegó a ser tan poderoso que controlaba los secretos de presidentes, políticos y de cualquiera con algo de notoriedad, lo que le permitió permanecer en su puesto la impresionante cifra de 48 años. Pero además, tenía voz y voto en Hollywood. Desde la dirección del Federal Bureau of Investigations (FBI), daba órdenes a los estudios sobre cómo retratar el crimen en las películas de gánsteres e, incluso, intervenía en los guiones y en la selección de los actores. Obsesionado con la imagen de su organismo, Hoover no dejaba nada al azar. Por eso, y a pesar de que han pasado casi 40 años de su muerte, hoy no deja de parecer escandaloso que el afamado director Clint Eastwood se haya atrevido a realizar una cinta que deja al descubierto el lado íntimo de una de las figuras más influyentes del siglo XX.

Desde su estreno en Estados Unidos, J. Edgar ha generado un fuerte debate en torno a la vida del hombre que sobrevivió a ocho presidentes y tres guerras en el medio siglo que estuvo a cargo del FBI. Porque si bien Hoover ya es un ícono de la cultura popular, siempre ha sido un enigma. Paradójicamente, pasó buena parte de su existencia buscando los secretos de otros y tratando de proteger los suyos. Se han escrito varios libros y se han grabado varias series televisivas sobre él, pero solo hasta ahora su historia es llevada al cine, con un elenco de lujo: Leonardo DiCaprio en el papel protagónico, Naomi Watts como su secretaria, Helen Gandy y Judi Dench como su mamá.

"La humanización es el centro de la película y así lo anuncia el título: no es la historia de Hoover, la institución pública, sino la de J. Edgar, el hombre privado", reseñó el diario The New York Times, la semana pasada. Sin embargo, quienes se han dedicado a estudiar su vida saben que desentrañar a John Edgar es una tarea bastante difícil, pues se casó con el FBI desde muy joven: lideró ese incipiente organismo a partir de 1924, con tan solo 29 años, hasta su muerte, en 1972, a los 77. Su carrera empezó en la Biblioteca del Congreso, donde trabajó durante un tiempo mientras terminaba Derecho en la Universidad George Washington. En 1917 se graduó con honores (sus amigos le decían Speedy porque siempre terminaba los exámenes antes que todos) y pronto consiguió un puesto en el Departamento de Justicia. Un año después ya encabezaba la División de Inteligencia del FBI y, más tarde, pasó a ser su director.

Sus partidarios insisten en que su compromiso en la lucha contra el crimen fue tan intenso que jamás pensó que jubilarse fuera una opción. "En los treinta se convirtió en héroe nacional cuando atrapó al resbaladizo John Dillinger (el gánster más famoso de esa década). Luego, durante la Segunda Guerra Mundial, se volvió el símbolo de la seguridad interna. Reforzó esa imagen todavía más durante la Guerra Fría, cuando empezaron a verlo como el enemigo número uno de los comunistas", explicó a SEMANA Richard Gid Powers, autor del libro G-Men:  Hoover's FBI in American Popular Culture. La mayoría de expertos también reconoce sus esfuerzos por modernizar la agencia con la aplicación de técnicas científicas a la actividad policiaca. Además de inaugurar laboratorios de criminalística y un enorme banco de huellas dactilares, Hoover fundó la FBI National Academy, la legendaria escuela para aspirantes a detectives.

Aun así, la forma como logró aferrarse al poder por tantos años es más oscura. "Nadie niega que al principio fue un visionario que convirtió al FBI en una de las agencias más admiradas en el mundo -dijo a esta revista Ronald Kessler, autor de The Secrets of the FBI-. Pero luego se volvió abusivo y conservaba documentos confidenciales con los que chantajeaba a mandatarios y senadores. Por eso, al final nadie quería despedirlo, por miedo a lo que pudiera revelar". En efecto, su prestigio era tal que ni siquiera había necesidad de conocer el contenido de los archivos que guardaba celosamente en su gaveta. El solo hecho de saber que los tenía bastaba para inspirar temor y mantener de su lado a la Casa Blanca y al Congreso. No en vano se hizo célebre la frase del presidente Lyndon B. Johnson cuando una vez le preguntaron por qué era tan difícil tumbar a Hoover: "Si hay un elefante suelto en la selva, prefiero tenerlo dentro de la carpa orinando hacia fuera, que afuera orinando hacia dentro".

Se cree que Hoover no solo tenía información clasificada de políticos, actores y escritores, sino también fotografías de desnudos de importantes personalidades públicas. Martin Luther King Jr., líder del movimiento por los derechos civiles, fue una de sus principales víctimas. Como nunca pudo probar sus lazos con el comunismo, emprendió una dura campaña de desprestigio en su contra mediante la publicación de detalles sobre su vida sexual. Era evidente que todo aquel que se le atravesara en su camino lo pagaba caro. Incluso Robert Kennedy, en su época de fiscal general, fue uno de sus grandes rivales, pues mientras Bobby pensaba que había que atacar las mafias, Hoover estaba convencido de que el comunismo era la mayor amenaza del país.

Siempre estuvo acostumbrado a tener todo bajo control. Eso incluía desde los temas duros de investigación hasta los asuntos más superficiales del día a día. Cuando elegía a sus colaboradores, se aseguraba de hacer rigurosas entrevistas y de que su vestimenta fuera impecable: todos debían usar camisa blanca, traje oscuro, sombrero de fieltro y pañuelo en el bolsillo. "La primera regla era no avergonzar al director", recuerda un antiguo empleado. Sus pautas de comportamiento en la oficina eran muy estrictas. Las mujeres tenían prohibido fumar y nadie podía tomarse unos minutos de descanso, ni siquiera para un café. De hecho, una vez despidió a un funcionario cuando lo encontró jugando yo-yo en el corredor.

Pero a pesar de su fama de jefe estricto e intolerante, Hoover se ganó la lealtad de quienes lo rodeaban. Una investigación hecha por el propio FBI tiempo después encontró que varios de sus empleados, además de cumplir labores de investigación, le ayudaron a pintar su casa y a construir un pórtico.

Clyde Tolson, director adjunto del FBI, fue su mejor escudero. Hoover nunca ocultó su amistad con él: almorzaban y cenaban todos los días a la misma hora, pasaban juntos las vacaciones y en sus ratos libres recorrían las calles de Washington. Los dos murieron solteros (Hoover vivió con su mamá hasta los 43 años), lo que ha llevado a algunos historiadores a sugerir que fueron amantes en secreto durante más de cuatro décadas. Prueba de ello, resaltan, es que Hoover le legó su residencia, estimada en medio millón de dólares. Tolson lo siguió a la tumba tres años después y hoy sus restos descansan a pocos metros de los de su patrón en el Cementerio del Congreso.

Otro detalle que ha vuelto a levantar polémica por estos días es la supuesta costumbre de Hoover de vestirse de mujer, tal como lo muestra la película. Según cuenta el periodista británico Anthony Summers en una biografía publicada en 1993, varios conocidos aseguran haberlo visto en una fiesta en un hotel de Nueva York, a finales de los sesenta, usando un vestido rojo, peluca, zapatos de tacón y medias de encaje. Quienes rechazan esa teoría sostienen que era una locura que el hombre que manejaba el monopolio de los secretos arriesgara su reputación de esa manera. Lo más probable, sin embargo, es que nunca se conozca su faceta real, pues cuando murió, Gandy, su asistente por más de 40 años, se encargó de destruir todos sus documentos confidenciales. Hasta el final, Hoover se cuidó de que nunca saliera a la luz el J. Edgar verdadero.