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Un mundo pequeño y grande

Hernando Gómez Buendía
13 de agosto de 2001

El Estado no ha muerto: solo cambio su papel. En los países ricos, abandonó el control del mercado interno y se dedicó a frentear la competencia externa. A esto se redujo el “revolcón” del presidente Reagan y la señora Thatcher. Y en esto, después de todo, consiste la “globalización”.

Algunos Estados pobres —China o Corea, Chile o Costa

Rica— hicieron más o menos lo mismo que los ricos y les fue bien durante los 90. Pero Colombia, pobre Colombia, se limitó a ensartar tres errores sucesivos:

—El error de Gaviria, que nos abrió hacia adentro pero no hacia afuera, o sea que amplió el mercado de los países ricos en vez de hacernos más competitivos.

—El error de Samper, que cedió todo y ferió todo para demostrar que no había hecho lo que había hecho.

—El error de Pastrana, que internacionalizó la guerra y de rebote espantó a los financistas (pues ellos antes invertían en Colombia no obstante la violencia).

Así que quedamos en rines: sin productividad, sin autoridad moral y sin capital, en la mitad de un mundo cada día más pequeño. Es el tramo más reciente de la crisis: no somos, ni siquiera intentamos ser, un país-sujeto; somos un país-objeto. Y los vientos del mundo siguen soplando sobre los tres flancos sensibles de Colombia:

—Soplan sobre el proceso de paz. En el enrevesado Plan Colombia, por supuesto. Pero también en la carta de Human Rights a Marulanda. En el veto del Congreso estadounidense a nuestra nueva “ley de seguridad”. En la calificación de las AUC como “terroristas”. O en el último Informe de la señora Robinson.

—Soplan sobre el equilibrio fiscal y la reactivación. Por vías funestas, como las coimas del metro de Medellín. Por vías oscuras, como la presión de Hillary en TermoRío. O por vías dudosas, como el tate-quieto a la producción local de drogas patentadas.

—Soplan sobre la integridad territorial. En la advertencia de Kissinger. En las palabras del canciller Moller. En la costosa movilización del ejército brasileño. En los amagos de Chávez, y quizás también en los tratos de las Farc con Montesinos.

No todo es limpio en los nuevos vientos. Washington fue el gran mentor de dictadores y paras hasta el gobierno de Reagan. Bush empuja la pena de muerte y el escudo atómico, pero se opone a Kioto, el TPI y la convención de minas antipersonales. El juez Garzón debió empezar por los horrores del franquismo. El ELN es regalo de la Manesmann. La Unión Europea da descuento por las coimas. TermoRío fue un robo en escenarios sucesivos. El narco viene de la riqueza y de la doble moral gringa. Japón fue el mayor pirata intelectual. El proteccionismo ilegal del Norte le cuesta al Sur unos 15.000 millones de dólares por año. Y la lista puede alargarse.

Pero también están en juego los valores y el superior interés de la humanidad. El castigo de crímenes atroces, sin importar el uniforme, el motivo o el pretexto. La ejecución de los contratos comerciales y el principio pacta sunt servanda. El respeto a la propiedad intelectual para que avance la ciencia. El monopolio interno de la fuerza como atributo de la soberanía...

De cara a la globalización, el desafío consiste entonces en sostener los valores universales e impulsar el interés nacional a un mismo tiempo. Colombia debe suscribir el Tratado de Roma, pero darle carácter supletorio —igual que el juez Cavallo ha hecho en Argentina—. Debe respetar los acuerdos de la OMC, pero aplicar las cláusulas de salvaguardia —como Brasil, Suráfrica o Canadá—. Debe acatar los fallos arbitrales, salvo si el acto es manifiestamente fraudulento. Debe aportar a los “bienes públicos globales” (medio ambiente, desarme, control de sida, terrorismo, narcóticos, desecho nuclear...) a cambio de que la comunidad internacional le asegure el disfrute de aquellos bienes públicos globales.

Es un tejido complejo y delicado. Hecho de patriotismo, de apoyo interno, de lucidez y de habilidad negociadora. ¡Ah! Si Marulanda, Gabino y Castaño entendieran dónde está el interés nacional y el peligro real para Colombia. Si nuestros gobernantes no tuvieran la cabeza en Washington. Si la clase dirigente dirigiera en lugar de digerirnos.