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Camilo Arroyo se gana la vida en la vereda Bonanza como lanchero. Vive humildemente, rodeado de niños, perros y un mico al que llamó Micaela.

PERFIL

La decisión de vida para Camilo Arroyo

El payanés Camilo Arroyo renunció a sus privilegios para vivir en Guapi, un rincón de Cauca donde encontró la paz. Ahora es testigo de cómo el conflicto ha invadido implacablemente su santuario. Un documental cuenta su historia.

21 de septiembre de 2013

“Ahora se oyen los disparos y las bombas. Se ven los muertos. En el último ataque los niños vecinos corrieron a mi casa y se me metieron debajo de mí, literalmente. Quedé como un perro con sus cachorritos, que buscan protección”, cuenta Camilo Arroyo sobre la creciente violencia en la vereda Bonanza, a cinco minutos de Guapi, en la costa Pacífica. 

Don Ca, como le dicen sus vecinos, nació en Popayán en 1949 y a los 19 años comenzó a adentrarse en las zonas más rurales del departamento de Cauca. Algunos años después conoció Guapi y se enamoró: compró una canoa y no volvió más a Popayán sino para participar en las procesiones de Semana Santa. 

Muchos trataron de sacarlo “de ese monte”, según cuenta, pues Camilo viene de una familia acomodada de la capital de Cauca. Pero no hubo esfuerzo que valiera. Don Ca ya estaba instalado en su vereda. 

La periodista Patricia Ayala conoció a Camilo cuando visitó Guapi para hacer un documental sobre el Día Internacional del Agua. Él le ofreció llevarla en su canoa por un buen precio y, de paso, le contó su historia. “Se me activó el olfato” recuerda Patricia, quien poco después volvió para realizar Don Ca, la cinta que narra la vida de Camilo en Bonanza, estrenada la semana pasada. Desde entonces la historia y la calidad del trabajo le han merecido muy buenas críticas. 

“Es un personaje extraordinario, un hombre que desciende de esclavistas y termina educando a niños negros –contó la directora a SEMANA–. Pero yo no quería solo quedarme en el retrato, también necesitaba hablar del país, de la libertad, la felicidad y el conflicto”. 

Y lo que comenzó a pasar en Guapi hizo posible ese objetivo: la presencia de las bacrim y los cultivos de coca trajeron consigo la militarización de la zona y, en consecuencia, un conflicto que empezó silenciosamente y hoy aterroriza a la población. 

Patricia encontró así una manera de contar la realidad de buena parte de Colombia: “Existen pequeños paraísos donde hay pobreza y necesidades, pero la gente es libre. Aun cuando no estás pidiendo nada sino paz, llega la realidad del país a decirte que eso tampoco es posible”, explica. 

Camilo creció viendo cómo un grupo de afrocolombianos amigos de su padre, que era abogado y les prestaba asesoría legal, llegaba de San Juan de Mechengue “con animales, pieles, oro y maderas raras de regalo”. Su papá, además, en su juventud fue juez de Guapi y le contaba a su hijo las anécdotas de aquel pueblo lejano. “Me cultivó una fascinación por la costa Pacífica y su gente, por la aventura. Así que apenas pude, me fui para allá”, dice. 

Eso fue hace ya casi 40 años. Empezó trabajando como lanchero y durante 15 años se dedicó a buscar oro con los hombres de la zona. Cuando le iba bien montaba algún negocio, pero siempre terminaba quebrando “porque regalo mucho, dejo que me fíen”,  dice. No encontró la fortuna, pero sí la tranquilidad en la forma humilde en que vivían sus vecinos. Como cuenta en el documental: “La felicidad es la distancia que hay entre lo que tienes y lo que quieres. Cuando esa distancia es mínima, eres feliz”.

Su vínculo con la comunidad se formó pronto, aunque al principio los niños le tenían miedo. Su carácter fuerte y los mitos que los vecinos crearon sobre él lo envolvieron en la imagen de una especie de monstruo. En el largometraje cuenta cómo una noche un grupo de mujeres le llevó a un niño que se orinaba en la cama con la amenaza de que Camilo, el coco, se lo iba a comer. Eso cambió con el tiempo y a medida que lo conocían mejor, los pequeños dejaron el miedo. 

Se acercaron tanto a él que hoy algunos viven y trabajan a su lado e incluso lo consideran un padre. “Se ha creado una especie de leyenda de que los pelaos que van a mi casa salen mejor de lo que llegaron. Cuando los muchachos se sienten aplastados por la sociedad o asustados, acuden a mí. Van llegando y se van quedando, poco a poco, hasta que ya no salen”. Tan buen maestro es que ya ha criado a casi 50 niños de la zona. 

Camilo y sus muchachos pasan el día cuidando sus gallos de pelea, sembrando la tierra y jugando con los perros, gatos y micos que viven con ellos. Pero la presencia de militares antiguerrilla, que hacen operativos en las veredas vecinas y acampan frente a su casa, llena el ambiente de tensión.

“Es peligroso decirlo, pero la verdad es que mientras no había coca en Guapi, no había problemas”, explica Camilo, y agrega que todo sucedió porque fumigaron los cultivos de Nariño y los campesinos se desplazaron hasta Guapi y sus alrededores, y ahí siguieron cultivando. 

“Entonces entró la coca, entraron los mafiosos sin cultura y comenzó a verse ese sabor maluco de la Colombia coquera. Ya no se oye la música negra, sino esas canciones con letras espantosas y violentas –dice–. Ese negocio daña la región, y mucho más en Guapi, donde la gente no estaba acostumbrada al miedo. Ahora se les ha metido al fondo del corazón”. 

Patricia Ayala cuenta que la presencia militar se hizo más fuerte cuando estaban por terminar el rodaje, que duró un año. “El día en que el Ejército intervino llegó una información de que podía haber una célula del ELN que se había interesado en el equipo de grabación”, recuerda. Los militares les dijeron que debían irse, porque era un zona muy peligrosa. 

“Les hicimos caso, salimos de la vereda pero igual rodamos dos días más. Si el rodaje se hubiera demorado más, habríamos tenido que parar, porque al poco tiempo las noticias de la zona eran muy angustiantes”, dice la directora.

Ese santuario pacífico que Camilo encontró en Guapi hace 37 años se reduce cada vez más. “Ni en mi casa ni en las de mis vecinos hay violencia. Todavía nos queda eso. Pero yo sé que tarde o temprano, como un papel que comienza a encogerse cuando se moja, se nos meterán los problemas”, dice Camilo. Aunque no pareciera, su actitud es incluso optimista, pues ya ha habido bombardeos tan cerca de su casa que los árboles de su jardín volaron en pedazos. 

Aún así, no piensa irse de Guapi. Su vida está en la vereda y sus nexos con Popayán, después de la muerte de su madre, cada vez son menos. Además, aunque los jóvenes que vivían con él durante el rodaje del documental sí se fueron del pueblo, ahora tiene a dos niños nuevos a su cargo. “Siempre habrá un muchacho, no me puedo ir”, dice Don Ca.