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Marcela vivió en Japón los peores 18 meses de su vida, convertida a la fuerza en prostituta de la mafia japonesa. A Colombia regresó en 2001 y hoy vive en Las Vegas con su esposo norteamericano y sus dos hijas, quienes la han apoyado desde que decidió contar su historia

TESTIMONIO

Víctima de la Yakuza

Como muchas colombianas, Marcela Loaiza fue engañada con un viaje a Japón, donde soportó los horrores de la prostitución y los abusos de la mafia japonesa. Acaba de publicar su historia.

21 de junio de 2009

En su primera noche en Japón y llena de ilusiones, Marcela Loaiza le agradeció a Dios con todas sus fuerzas. "Gracias por permitirme llegar acá, porque estas personas se ven buenas. Tengo fe en que en este país cumpliré todos mis sueños". La pereirana, hoy de 31 años, estaba convencida de que su nuevo trabajo como bailarina le permitiría sacar de la pobreza a su madre, a sus dos hermanos y a su pequeña hija, quienes no sospechaban que Marcela había emprendido a escondidas esa larga travesía por ellos.

A la mañana siguiente, sin embargo, se dio cuenta de lo equivocada que estaba. Con lágrimas y dolor fue introducida en la sórdida realidad en la que viviría por los siguientes 18 meses, la misma que dio origen a su libro, que acaba de ser publicado en Colombia. "Métase en la cabeza que usted es una prostituta", le dijo Katalina, su proxeneta, una antioqueña encargada de reclutar nuevos 'talentos' para que trabajaran en las calles controladas por la mafia japonesa (Yakuza). "Usted tiene una mina entre sus piernas. Sólo siendo bien puta conseguirá lo que se le dé la gana".

Desde ese momento, Marcela entendió que lo había perdido todo: su dignidad, sus derechos, su estilo y su sonrisa. Hasta fue despojada de su nombre, pues Katalina la obligó a identificarse como Kelly en las calles de Tokio, el sitio de sus mayores suplicios, donde se convirtió en un objeto de deseo al servicio de la mafia. Nunca pudo recoger todo el dinero con el que soñaba, pues rápidamente fue informada que para ser libre debía pagarle a su proxeneta, además de una cuota diaria y una suma para la mafia, una deuda equivalente a 200 millones de pesos por todos los gastos en que había incurrido para su viaje. Ahí entendió que también había perdido su libertad y que debía estar atada a su nuevo destino si no quería ver cumplidas las amenazas de Katalina de "darle un saludito a la familia en Colombia".

"Es un dolor indescriptible", explicó Marcela a SEMANA. "Un dolor que no soy capaz de poner en palabras. Pensaba que cada día iba a ser el último de mi vida". Esta situación desesperada fue evidente desde sus primeras noches. Tuvo que soportar cómo una de sus compañeras era golpeada hasta la muerte y luego ella misma terminó dos semanas en un hospital, con la cara desfigurada y las costillas rotas, porque no satisfizo las pervertidas exigencias sexuales de uno de los yakuzas. Entonces ya no agradeció a Dios por el nuevo trabajo, sino que le rogó que la sacara de él: "No me desampares, no me dejes en este mundo cruel y despiadado. Por favor, detén esta pesadilla ya".

Casualmente, su hospitalización le trajo una buena noticia. Ante la posibilidad de que un mafioso volviera a excederse con ella, Katalina trasladó a Marcela a un lugar mucho más tranquilo, un salón de masajes eróticos, donde recuperó un poco de su libertad. Pudo abonar regularmente a su deuda e incluso pensó que todo estaba mejorando cuando sedujo al dueño del salón, quien era un importante miembro de la yakuza, y éste le regaló un collar de diamantes. En medio del romance, él le contó a Marcela que tenía un trato con los agentes de migración para que una vez al año ingresaran al local y se llevaran a las mujeres, con la condición de que lo dejaran trabajar tranquilo el resto del tiempo. Todo como una fachada para dar la impresión de que las autoridades estaban trabajando en el problema. Sin embargo, el yakuza no contaba con que Marcela le revelaría ese secreto a una de sus amigas, quien intentó fugarse durante una redada. La balacera de la Policía ante la huída de la prostituta obligó al dueño a cerrar el negocio y a desfogar su ira en Marcela, a quien golpeó antes de devolverla donde Katalina, su peor pesadilla.

De vuelta en las calles de Tokio la esperaba otra sorpresa. "Esta es su oportunidad", le dijo la proxeneta, tal vez cansada de Marcela. "Convenza a alguna mujer para que venga, ella paga el resto de su deuda y usted y yo quedamos en paz". La pereirana cumplió su palabra y dejó Japón para siempre.

Hoy, casi una década después de su regreso a Colombia, es una mujer nueva. Logró deshacerse del fantasma de la prostitución, aunque apenas volvió al país tuvo que retomar esa labor por un tiempo ante la falta de trabajo. Luego conoció a un norteamericano del cual se enamoró porque, a diferencia de sexo, "él me enseñó lo que es hacer el amor". Le negaron la visa norteamericana en cuatro ocasiones, pero actualmente vive con él en Las Vegas con la hija de ella, tienen una bebé y Marcela trabaja como mesera. Con eso ayuda a sus familiares en Pereira, quienes la apoyan en todo momento luego de conocer su trágica historia.

Pero sobre todo, Marcela está empeñada en cumplir al pie de la letra una de las últimas promesas que le hizo a Dios en Japón: "Ayúdame a salir de aquí, dame fuerzas para superar esto y te prometo que algún día contaré mi historia, llegaré a muchos corazones y evitaré al máximo que esta cadena se siga alargando". Por eso quiere crear una fundación para ayudar a algunas de las casi 55.000 mujeres colombianas que son víctimas cada año de esta forma de esclavitud. Y por eso, también, decidió poner la cara con su nuevo libro, al que califica cariñosamente como "un bebé que nació tras un trabajo de parto de 10 años".