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¿A dónde va el Perú con Toledo?

La incertidumbre no se acabo en el Perú con la caída de Fujimori, ni con los cuidados intensivos del gobierno de transición de Valentín Paniagua, ni con la elección de Alejandro Toledo como presidente para los próximos cinco años. La incertidumbre está

27 de agosto de 2001

La incertidumbre está instalada en el complejo tejido social, político, económico y cultural del país sin posibilidad de que ningún poder del Estado, por sí solo, pueda revertirla a corto plazo.

Este es el principal desafío que enfrenta Alejandro Toledo, que fue elegido apenas por un poco más de la mitad del país, que vio súbitamente cambiado su papel de luchador político en las calles por el de las exigencias propias de un hombre de Estado, que a la hora de armar su equipo de gobierno ha tenido que ceder a las presiones internas de su partido antes que a las demandas de sus supuestos objetivos de gestión.

La incertidumbre tiene que ver, en principio, con la enorme dificultad de reinstitucionalizar el país sobre una sociedad no precisamente democrática.

Es perfectamente entendible el propósito de despresidencializar el poder político, que en otras palabras significaría descentralizar recursos, competencias y funciones reales a favor de departamentos, provincias y distritos, demasiado sujetos a la administración de Lima. Sin embargo esto supone una reforma del Estado carente por ahora de un diseño de concepción y de ejecución, pero sobre todo una capacidad de decisión que lamentablemente no se percibe en los objetivos del nuevo gobierno.

Las demandas sociales han aumentado 10 veces más que los índices de crecimiento económico en un panorama de recesión de veras preocupante, con el agravante de que esas demandas fueron alimentadas con las promesas electorales populistas y demagógicas de los dos candidatos que disputaron la presidencia en segunda vuelta: Alan García y el propio Toledo, ahora obligado a remontar en penitencia más de un calvario sindical con protestas en las calles.

La designación de Roberto Dañino como presidente del Consejo de Ministros y de Pedro Pablo Kuczynski como ministro de Economía, ambos vinculados a los círculos de inversión estadounidenses y con antecedentes de gestión neoliberal en el último gobierno de Belaúnde, constituye la mayor apuesta de Toledo para el saneamiento y la administración de la hacienda pública. Aquí pretende disparar, con afinada puntería, a tres blancos nítidos: el déficit fiscal, la pobreza crítica y el desaliento inversionista, que viene desde 1976, año en que el ex presidente Fujimori prefirió buscar su controvertida reelección —nadando contra la corriente— que encauzar su segundo gobierno por la senda de las reformas de segunda generación que estaban pendientes.

Sin mayoría en el Congreso el partido de Toledo, Perú Posible, ha tenido la suerte de forjar una mesa directiva de concertación con las agrupaciones opositoras, de modo que el gobierno no sólo tendrá una cómoda luna de miel legislativa de varios meses sino un espacio político no necesariamente de confrontación. Este nivel de concertación, si bien contribuye a crear una atmósfera de estabilidad, inclina los mecanismos de control y de fiscalización del Congreso más en dirección del pasado fujimorista que del presente y futuro toledista.

De otro lado, la preocupación central del presidente entrante por establecer las más urgentes y deseables garantías jurídicas pasa por un poder del Estado (el Judicial) en el que legal y constitucionalmente el Ejecutivo no tiene parte ni corte. Claro que en la práctica esa ha sido casi siempre una letra muerta, aun cuando la injerencia política en la justicia nunca había llegado a los niveles de abuso del poder y de corrupción como durante el régimen de Fujimori, en el que un numeroso grupo de jueces y fiscales funcionó como correa de transmisión de la red de corrupción del ex asesor de inteligencia Vladimiro Montesinos.

El reto para Toledo es que, contra lo hecho en el pasado, su gobierno está obligado a ser y parecer respetuoso de la independencia y autonomía del Poder Judicial, por el que sí puede hacer dos cosas: generar iniciativas en el Congreso para aumentar sus prerrogativas hoy disminuidas y dotarlo de los recursos y mandatos presupuestales, de los que dramáticamente carece, justamente para asegurar su independencia y autonomía.

La lucha contra la corrupción no será fácil. No se trata sólo de pretender enfrentar la herencia de Fujimori y Montesinos, con todas las tareas de investigación y penalización que quedan, sino la estructura y organización del Estado, inclusive la propia cultura del país, proclives a la corrupción, además de una legislación que torna engorroso e insuficiente el control que puede ejercerse desde dentro y desde el Congreso. Demasiadas inmunidades alrededor de ministros y parlamentarios hace prácticamente imposible la fiscalización eficaz de sus actuaciones en la función pública.

Así las cosas, el presidente Toledo llegó al 28 de julio no únicamente con un panorama de incertidumbre —del que es muy consciente— sino con una disposición de recursos y condiciones que también tienen la marca de la incertidumbre. Por eso mismo quiere apelar desde el primer momento por un trabajo de Estado concertado, capaz de responder al enorme tamaño de las demandas sociales y económicas, que ya no van a calmarse con discursos sino con acciones realistas y confiables.