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ADIOS A YALTA

Cincuenta años después de la Conferencia de Yalta, que estableció el orden mundial bipolar, es ya una reliquia

13 de marzo de 1995

HOY, CUANDO SE MIRA EN perspectiva, resulta difícil imaginar que el orden mundial negociado hace 50 años, en la conferencia de Yalta, sea ya cosa del pasado. Terminaba la Segunda Guerra y el esquema del tratado de Versalles ya no era más que letra muerta. La derrota nazi era cuestión de semanas y había que comenzar a repartirse el botín.
Por eso, del 4 al 11 de febrero de 1945, en el Palacio de Livadia en Yalta, se reunió la 'gran troika' del soviético José Stalin, el británico Winston Churchill y el estadounidense Franklin Roosevelt para firmar unos acuerdos Que luego serían ratificados en Potsdam.
Yalta y Potsdam fundaron las bases de un mundo cortado según la conveniencia de los nuevos dueños. Se legitimaron la anexión por la URSS de los países bálticos (Letonia, Lituania y Estonia) y la partición de la Prusia Oriental entre Polonia y Rusia (en lo que es hoy Kaliningrado). Se precisaron los detalles de la primera asamblea de las Naciones Unidas y se dotó a los vencedores de un instrumento que subsiste aún hoy: el veto de las potencias sobre sus decisiones fundamentales.
Churchill y Stalin se dividieron los Balcanes, de manera que la URSS dejó en paz a Grecia, mientras Yugoslavia quedaba bajo la sombrilla soviética. Las potencias diseñaron la división de Europa en dos mitades, el Occidente supervisado por Estados Unidos y el Este por la URSS.
El Ejército Rojo avanzó hasta Berlín, mientras los aliados llegaron lo hacían por Occidente. La guerra fría congeló las áreas dominadas por ambos ejércitos, y Alemania se dividió en dos. Se construyó el muro de Berlín. Los misiles norteamericanos apuntaron hacia la URSS y los soviéticos hacia Washington. El mundo vivió desde entonces en un extraño equilibrio bajo la amenaza omnipresente de una conflagración nuclear que acabaría por fin con el género humano pero que, a la postre, lo único que hizo fue garantizar 45 años de paz paranoide.
Por eso resulta extraño que hoy, 50 años después, muchos sientan nostalgia de los días en que el mundo estaba dividido entre buenos y malos, capitalistas o comunistas, según se mirara. Porque en 1989 una inesperada 'revolución de terciopelo' sacudió a Europa del Este y destruyó ese orden de cosas: cayó el muro de Berlín, Alemania se unificó. Cayó el comunismo de Polonia, Checoslovaquia, Rumania y Hungría. En 1991 los países bálticos consiguieron su independencia y al final de ese mismo año la URSS dejó de existir. En su área de influencia hoy hay algo peor que un enemigo asegurado: un vacío incontrolable, una caja de Pandora llena de sorpresas desagradables.
Yugoslavia se hizo pedazos y estalló la primera guerra en suelo europeo desde 1945, exactamente en el mismo lugar donde se inició la Primera Guerra Mundial. Desde la desaparición de la URSS, antes controlada y dominada por un gobierno totalitario que no permitía ni secretos de alcoba, ya ha habido tres guerras en su antiguo territorio.
Los politólogos pueden excluir de Europa al Cáucaso para sentirse más tranquilos, pero lo cierto es que en esta cadena montañosa que marca la frontera con Asia, la guerra de Chechenia ha cobrado más de 25.000 víctimas civiles en menos de dos meses.
En el Occidente, aunque no hay guerras abiertas, los viejos aliados de ayer ya no tienen enemigo, La Otan, sin derrotero, se debate en medio de su contradicción congénita: Europa contra Estados Unidos. Los nacionalismos minimalistas surgen por doquier, con su peligrosa carga de fanatismo primitivo.
Los acuerdos de Yalta y de Potsdam cumplieron su cometido durante medio siglo, pero ya han muerto. Mientras tanto, el mundo nuevamente se desordena.