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Gracias al ambiente más tranquilo que se respira en Kabul y a la ausencia de los talibanes, algunas mujeres salen a la calle sin burka o con el velo suelto, y se revelan sus caras y su ropa. Algo impensable hace diez años.

GUERRA

Afganistán, 10 años después

Un decenio ha pasado desde que las tropas lideradas por Estados Unidos derrotaron a los talibanes, pero las esperanzas de paz no llegan. Especial para SEMANA de Catalina Gómez Ángel, desde Kabul.

30 de octubre de 2011

Amanece en Kabul. Como todos los días, el ruido de los helicópteros que patrullan permanentemente es la música de fondo de una ciudad caótica durante las horas de luz y desértica en las noches. La presencia de esos aparatos en el cielo, como la de los dos dirigibles blancos desde los que se registra cada suceso de la urbe, recuerda que la vida en Kabul no es tan normal como parece. Incluso las niñas que, cubiertas con velos blancos, caminan de prisa para llegar a clase representan una escena de hondo contenido político. Al fin y al cabo, lo hacen porque los talibanes ya no están en el poder. Hace diez años habrían permanecido en sus casas, condenadas a una cadena perpetua de ignorancia y sumisión.

Decenas de hombres con sus trajes tradicionales, anchos y de color claro, también comienzan a abrir los miles de almacenes que hacen de Kabul un gran bazar de seis millones de personas. Miles en sus bicicletas se disputan el espacio en las calles con los grandes tanques de la Otan que patrullan la ciudad levantando aún más polvo del que ya cubre a Kabul. Es que la ciudad está en una obra que parece no terminar nunca, a pesar de los millones de dólares que han llegado al país con la ayuda internacional hace diez años.

Esta mañana la ciudad está más convulsionada de lo habitual. La razón es simple: Hillary Clinton había aterrizado la noche anterior en una visita "no anunciada". Venía, según dijo en ruedas de prensa, a discutir con el presidente Hamid Karzai y con sectores de la sociedad la retirada de las tropas estadounidenses en 2014. Pero especialmente estaba interesada en presionar para que se restablecieran las conversaciones de paz con los talibanes, rotas después del asesinato del expresidente Burhanuddin Rabbani, el 20 de septiembre.

Un enviado de esa agrupación fundamentalista, que gobernó desde 1996 hasta que fueron expulsados por las tropas internacionales en 2001, hizo explotar una bomba que llevaba escondida en su turbante mientras abrazaba a Rabbani, director desde octubre de 2010 del Comité Superior de Paz. Karzai aseguró entonces que no había nada que hablar con los talibanes sin el concurso de Pakistán.

En Kabul , al fin y al cabo, hay certeza de que sectores de los talibanes tienen fuertes lazos con los servicios de inteligencia del país vecino. Mencionan en especial al clan de los Haqqani, los responsables de la ola de violencia de los últimos meses, incluido el ataque a la embajada estadounidense, el 13 de septiembre.

Por un lado, se repite en Afganistán, los Haqqani y sus aliados pakistaníes están poniendo presión para que las tropas internacionales se marchen cuanto antes, ahora que saben que cada día es mayor la presión en Estados Unidos para que se acabe la guerra. "Mientras más ataúdes manden de vuelta mayor será la presión interna para que se retiren", dijo a SEMANA un excomandante de las fuerzas afganas que pidió reservar su nombre. Por otro lado, están tratando de impedir que el proceso de paz con los talibanes se lleve a cabo. No les interesa que Afganistán alcance la estabilidad.

"La comunidad internacional está presionando por la paz porque creo que no ven otra manera de escapar de esta guerra", explica la investigadora de la organización Human Rights Watch, Heather Barr, quien se pregunta si los estadounidenses y la comunidad internacional tienen una posición tan fuerte como para negociar. "Pero quieren irse, están desesperados. Tienen mucha presión", dice, mientras se toma un café en uno de los restaurantes recién abiertos en el sector de Qala Fatolá. La única diferencia con un local en otra capital del mundo es que para entrar hay que pasar por un cuarto lleno de vigilantes armados con AK-47, que registran minuciosamente a cada cliente. Es una rutina que todos agradecen porque ninguno quiere vivir la mala hora de un ataque terrorista, o peor, morir en uno.

El último fue contra el tradicional hotel Intercontinental, por años lugar de reunión de los corresponsales internacionales. Siete talibanes entraron el 28 de junio armados hasta los dientes. Todos murieron en el asalto, junto con 21 clientes, y el edificio quedó muy dañado. Cuatro meses después el lobby sigue en obra y la desolación reina en el lugar.

"El objetivo real de la comunidad internacional cuando vino a Afganistán fue luchar contra el terrorismo; había pasado el 11 de septiembre y alguien tenía que pagar. Ahora todos sabemos que pasaron diez años para que encontraran a Osama bin Laden, y que el problema se ha extendido a otros países", asegura Heather. Es muy escéptica sobre los otros objetivos que justificaron la invasión en 2001. Entonces hablaban de democracia, de mejorar el nivel de vida y de los derechos de la mujer. "No creo que hayan sido sus objetivos, fue más 'marketing' y por eso ahora no sienten remordimiento al olvidarse del tema", concluye.

El país había sido gobernado durante siete años por el brutal régimen de los talibanes. No solo no había espacio para la música, ni para el cine, ni para las mujeres, recluidas en sus casas y obligadas a salir bajo los burkas que les cubrían la cara. Además, el país venía de más de 30 años de guerra en los que todas las instituciones y la infraestructura quedaron destruidos. La llegada de las tropas internacionales, en esas condiciones, fue vista por muchos afganos como la redención.

Uno de ellos era Abdulá Rahman, un vendedor callejero de telas. "Apenas se fueron los talibanes, yo regresé de Irán, donde viví cinco años", dice cerca del bazar de Mandayi, donde miles de comerciantes ambulantes tratan de ganarse la vida. Como Abdulá, de 27 años, millones que vivían refugiados en Irán o Pakistán regresaron al país con la convicción de que todo iba a ir mejor. En Kabul no es fácil encontrar a alguien que viviera en la ciudad durante el régimen talibán. Dicen que era una ciudad fantasma.

"Yo tenía razón. La situación sí mejoró, aunque los cambios no se dieron tan pronto", va contando Abdulá, mientras extiende un pedazo de tela que muestra a dos mujeres con el burka, como lo llevan todavía especialmente las más humildes. Muchas lo hacen por tradición; otras, obligadas por sus familias y algunas, para no ser acosadas en la calle. Pero las cifras muestran un cambio de actitud. Un vendedor del bazar Mandayi confiesa que vende unos 1.500 burkas diariamente, y que cuando gobernaban los talibanes la cifra superaba los 3.000.

Sin embargo, esa tendencia parece cambiar de nuevo. "Desde hace cuatro años las cosas han empezado a retroceder. Los talibanes están regresando y no hay seguridad. Le debemos esa mala fortuna a Pakistán", dice Abdulá. La opinión de este joven de 27 años coincide con la de muchos afganos que señalan como culpables a Irán y especialmente a Pakistán, país del que todo el mundo habla por estos días.

"La comunidad internacional tiene que darse cuenta de que ese régimen -el de Islamabad- tiene que cambiar porque si no, seguirá produciendo terroristas. Todos los asesinos vienen de allá", fue lo primero que dijo el escritor Iza Thorki cuando lo encontramos en una tienda de la famosa Chicken Street o 'calle de los pollos', sector de los almacenes de alfombras y demás objetos tradicionales. Uno de los problemas, dice, es que aunque los estadounidenses lo saben, no pueden hacer nada porque están atrapados en su supuesta alianza con Pakistán. Esto causa aún más desconfianza entre tantos afganos que, con el paso de los años, han concluido que es mejor que se vayan las tropas. Muchos aseguran que estas fracasaron en traer la paz y crearon mayor división en el país. Creen que la guerra civil puede agravarse aún más en el futuro. "Mientras haya tropas habrá terrorismo contra ellas. Ellos -los talibanes- se fortalecieron con la presencia de los extranjeros", dice Zubai, quien vende CD de música, una actividad que hubiera puesto en peligro su vida en la época de los talibanes. A pesar de ello, afirma que "queremos la paz y sólo la lograremos cuando se vayan". Lo dice en inglés mientras muestra un CD de Sediq Shabab, un impensable cantante afgano, el más popular entre los jóvenes. "En su momento, los afganos aceptaron que vinieran las tropas, pero diez años después empiezan a preguntarse '¿qué hacían aquí

'", explica Fabrizio Foschini, investigador de la ONG Afghanistan Analysts Network. Fabrizio es un convencido de que el deterioro de la seguridad va ligada también al fracaso en traer desarrollo e infraestructura. Esta desilusión, explica , hizo que surgieran grupos insurgentes distintos de los talibanes y se extendiera la violencia incluso en áreas que no la habían vivido. Algunos de estos nuevos combatientes, sostiene, son jóvenes religiosos que creen que la presencia norteamericana solo tiene como objetivo dañar el islam. Otros son exmuyahidines que combatieron a los talibanes, pero que ahora se han puesto de su lado.

Entre los múltiples errores de la comunidad internacional hay uno que nadie perdona: haber apoyado a los señores de la guerra, que ya bastante daño habían hecho. "Los talibanes surgieron como respuesta a ellos", explica Fazel Karim Fazel, miembro de la Comisión Superior de Paz que dirigía Rabbani. "Ellos fueron quienes verdaderamente destruyeron el país", sostiene mientras se toma un té verde en el jardín del museo Omar, dedicado a la guerra con los soviéticos y sede de la televisión Shamshad. De ese modo, los señores de la guerra pasaron de ser violentos caciques regionales a ocupar puestos en el gobierno o a ser dueños de grandes empresas, muchas de ellas de seguridad, se llevaron los grandes contratos del Estado y terminaron por crear un sistema de corrupción sin límites.

Nader Nadery, uno de los afganos más reconocidos de la nueva generación de líderes y quien trabaja como comisionado del Comité Independiente de Derechos Humanos de Afganistán (Aihrc), va más allá al explicar que uno de los mayores problemas es la debilidad del gobierno. "No está paralizado, pero ha perdido su capacidad para actuar como consecuencia de la corrupción y de sus múltiples crisis", explica en la sede del Comité, un búnker protegido por bultos de arena rodeados por alambres. "No es el líder y no está en capacidad de dirigir al país", dice de Karzai, quien cada día parece tener una nueva opinión y menos margen de maniobra. "Un día quiere a Estados Unidos y otro lo odia, un día es amigo de Pakistán y al otro no", dijo. Un ejemplo es que después de que Clinton partió, el presidente aseguró que si Estados Unidos y Pakistán fueran a una guerra, Afganistán estaría del lado de su vecino. Lo dijo la misma persona que hace semanas firmó un acuerdo de colaboración con el gran enemigo de Pakistán, India, quien la señala de apoyar a los talibanes.

Sin embargo, explica Nadery, no todo ha sido malo. Cuando la fuerza internacional llegó en 2001 no había instituciones, destruidas tras años de guerra. "Construir un país necesita tiempo, paciencia y liderazgo", dice en perfecto inglés. Reconoce que las carreteras se han reconstruido, que hay libertad de expresión y de prensa como en ningún otro país en la zona y que el Ejército poco a poco se ha ido consolidando. El problema, dice Nadery, es la Policía, que es corrupta y la gente no confía en ella, lo que será un grave problema cuando las fuerzas afganas asuman la seguridad. "Necesitamos más tiempo", concluye.

Pero su visión optimista no incluye a las mujeres. "¿Qué va a pasar con nosotras cuando se vayan?", pregunta Samira Hamidi, directora de Afghan Women Network, que agrupa a más de 60 organizaciones que luchan por los derechos de la mujer. Aunque es el sector que más ha ganado (se habla, por ejemplo, de 2,5 millones de niñas en los colegios), también es el que más puede perder con una negociación de los talibanes. "Les decimos que si piensan que todo está bien, están equivocados", cuenta en inglés. Asegura que les ha explicado muchas veces a los miembros de la comunidad internacional que no deben dejar las cosas tiradas como pretenden. Todavía, asegura, hay muchos retos y restricciones para las mujeres afganas.

"Esto lo digo en mi nombre", dice. Está de acuerdo con dialogar con los talibanes siempre y cuando acepten el papel de la mujer en la sociedad. "Si podemos sentarnos con los señores de la guerra, que nos han hecho tanto daño, ¿por qué no hacerlo con los talibanes?", se pregunta a pesar de sus temores. Escuchamos varias veces esa opinión, la del mal menor, como si las alternativas para salir de la encrucijada se hubieran acabado.

"Yo no pienso así", desmiente Karim Fazel con la taza de té en la mano. "Para tener un sable perfecto hay que poner el hierro a temperaturas muy altas". Afganistán, en su opinión, está en ese proceso. "Para alcanzar estabilidad necesitamos tres cosas: que Irán y Pakistán dejen de intervenir, que se fortalezcan el Ejército y la Policía y que los afganos se unan para sacar el país adelante", dice. ¿Es eso posible? Nadie apuesta alto por estos días en Kabul. Una ciudad ruinosa donde parece haber desaparecido el optimismo.