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'Avatar' en Brasil

El presidente Lula da Silva proyecta la tercera mayor presa del mundo en la Amazonía a pesar de la resistencia de indígenas y ambientalistas del mundo entero.

24 de abril de 2010

Indígenas que han vivido en comunión con la naturaleza se enfrentan a las gigantescas máquinas de hombres 'civilizados' que actúan en nombre del progreso. Parece el argumento de la popular película de ciencia ficción Avatar, que hizo furor en los últimos meses, pero es una historia que se desarrolla, no en el futuro en un planeta lejano llamado Pandora, sino ahora mismo y en este continente.

Se trata de la construcción de la tercera mayor presa hidroeléctrica del mundo, en plena Amazonía, el proyecto más acariciado por el popular presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva. Pero a diferencia de otras obsesiones de su gobierno, como reducir la pobreza o conseguir los juegos Olímpicos para Río de Janeiro, esta no ha despertado el aplauso internacional. Por el contrario, enfrenta una oposición feroz de ambientalistas, indígenas y activistas mundiales de muy alto perfil.

En efecto, los nativos afectados encontraron un poderoso aliado en James Cameron, el director de Avatar. Después de recibir una carta de grupos indígenas en febrero, donde le pedían denunciar "las verdaderas Pandora del mundo", Cameron se involucró y ha visitado Brasil para apoyar decididamente a los nativos amazónicos y llamar a la resistencia. Desde finales de los 80, Sting ha sido otro ilustre abanderado de la causa indígena. El músico inglés ha viajado por el mundo junto al líder Kayapó Raoni Metukire (quien ha hecho llamados a la guerra contra los 'blancos') y recientemente retomaron el activismo.

La construcción de Belo Monte, como se conoce el proyecto, fue adjudicada el martes pasado a un consorcio brasileño con fuerte presencia estatal, después de haber superado el doble intento de un tribunal regional de parar la obra por sus consecuencias ambientales. El proyecto costará unos 11.000 millones de dólares y podrá producir unos 11.233 megavatios que beneficiarán a 26 millones de brasileños, además de generar 18.000 empleos directos. Solo será superada en tamaño por la colosal presa de las Tres Gargantas, en China, y la brasileño-paraguaya de Itaipú, en la frontera de los dos países.

Lula declaró satisfecho que "un país que quiere ser la quinta economía del planeta en la próxima década y ofrecer garantía de energía a los inversionistas" tiene que pensar cinco años por delante. Todo ocurre en medio del auge económico de Brasil, en el marco del ambicioso Plan de Aceleración del Crecimiento (PAC), el gran testamento político de Lula. De hecho, es la segunda obra más costosa del programa (después del tren a alta velocidad entre Rio y Sao Paulo) y debería entrar en funcionamiento en 2015, un año después del Mundial de Fútbol y uno antes de los Juegos Olímpicos de Río.

Los indígenas de la zona, que temen que su estilo de vida sea destruido y en una carta a Lula amenazaron con un río de sangre si no se paraliza el proyecto, no son los únicos que lo rechazan. En Altamira, una pequeña ciudad amazónica, no quieren el caos que puede traer la migración de trabajadores. Y los ecologistas cuestionan las consecuencias de inundar 500 kilómetros cuadrados de selva, además de desplazar a miles de indígenas y campesinos. En una protesta simbólica, activistas de Greenpeace en Brasilia echaron tres toneladas de estiércol frente a la Agencia de Energía Eléctrica encargada de la concesión, con carteles que decían "Belo Monte de mierda".

En realidad, el proyecto ha generado resistencias desde hace décadas, cuando fue inicialmente concebido en tiempos de la dictadura militar, por lo que los gobiernos sucesivos lo pospusieron. Desde entonces ha sido modificado. El gobierno alega que no será un desastre ambiental y que está diseñado con una técnica más amigable que utiliza el flujo natural del río para potenciar las turbinas. Pero el impacto podría seguir siendo considerable en una de las regiones más biodiversas del planeta, donde se encuentra un cuarto de las reservas de agua dulce. Sin ir muy lejos, solo la cuenca del Xingu, el río del que se alimentará la presa de Belo Monte, tiene la misma diversidad de peces que toda Europa.

Lula, en cualquier caso, nunca se ha mostrado muy receptivo con las críticas que vienen del exterior, y mucho menos en el tema de la Amazonía. Entre los militares y las elites brasileñas está arraigada una actitud muy a la defensiva con respecto a esta región estratégica, que consideran un asunto de soberanía amenazada por intereses extranjeros. Temen que se apoderen de las riquezas de una región vasta y despoblada. Ese temor ha sido alimentado por los llamados de líderes mundiales a considerarla parte de un patrimonio de la humanidad.

Para muchos en Brasil, la Amazonía no es solo una reserva, sino un símbolo de su auspicioso futuro económico. Por lo menos desde los años 70, cuando el entonces presidente, el general Emílio Garrastazu Medici lanzó el proyecto multimillonario de la autopista TransAmazónica, muchos políticos han soñado con dominar la naturaleza y llevar la civilización a la región más subdesarrollada del país. Esa idea ha llevado a colonizar ese territorio, sin pensar en el efecto negativo de la llegada de miles de campesinos que ahora son responsables de la depredación. Un gran porcentaje de las emisiones de gases de efecto invernadero de Brasil corren por cuenta de la deforestación.

Por eso, detrás de Belo Monte hay un debate mayor sobre la manera de balancear la prosperidad económica y la necesidad de preservar el ambiente. Y esa discusión ha llegado a la política.

El único hueco de la inmensa popularidad de Lula es el odio que sienten por él los ambientalistas. Los observadores aseguran que en el gobierno brasileño chocaban dos sectores: el que privilegia el desarrollo económico y la defensa de la soberanía y el que se preocupa más por el medio ambiente. Al parecer, los primeros terminaron por imponerse. En 2007, Marina Silva, la carismática ministra de Medio Ambiente precedida de una fama de integridad ética, renunció después de haber perdido varias batallas frente a Dilma Rousseff, considerada la madre del PAC, en ese entonces ministra y hoy la candidata de Lula para sucederlo en las presidenciales de octubre.

Marina Silva tiene un gran peso simbólico por su inspiradora historia de superación. Nació en un hogar paupérrimo en Acre, en la Amazonía, y solo aprendió a leer y escribir hasta la adolescencia, pero logró ir a la universidad y después, en los 80, se unió al Partido de los Trabajadores (PT) y es amiga personal de Lula. Pero después de su dimisión del gabinete también se retiró del PT para convertirse en la candidata presidencial del Partido Verde. Y aunque apenas llega al 10 por ciento en las encuestas, detrás de Dilma y del opositor José Serra, le ha dado visibilidad a la bandera ambientalista. Muchos han querido ver en ella una revolución verde. Pero a juzgar por los sondeos, en tiempos de bonanza, ni la ministra disidente ni las protestas indígenas han logrado convertir el medio ambiente en un asunto prioritario.

Por lo pronto, todo indica que la resistencia de los indígenas y los ambientalistas no va a dejar de crecer. Cerca del final de su mandato, Lula se enfrenta a una difícil disyuntiva. Si los indígenas y los ambientalistas logran detener la represa, su legado desarrollista quedaría trunco. Pero si lleva a cabo el proyecto, aun a costa de arriesgar la paz de la región, y los daños resultan ser los denunciados, pasaría a la historia como el Presidente que abrió una grave herida en el último pulmón del planeta.