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BYE, BYE, MISTER MARCOS

Por una miopía histórica, los Estados Unidos siempre apoyan a los dictadores hasta que es demasiado tarde.

ANTONIO CABALLERO
31 de marzo de 1986

A los dictadores hay que despedirlos en inglés, que es el idioma que entienden. La razón es muy sencilla: los han colocado en su puesto los Estados Unidos, se han mantenido en él gracias al respaldo de los Estados Unidos, y se caen en cuanto los Estados Unidos les retiran ese apoyo. Así acaba de sucederles a dos de ellos, en puntos tan alejados entre sí como Haití y las Filipinas. Después de muchos años de dictadura, los tiranos respectivos -Nené Doc y Ferdinando Marcos- se encontraron un buen día con que "el amigo americano" les había quitado la escalera dejándolos colgados de la brocha.
Con Nené Doc, tiranuelo hereditario del miserable Haití, no hubo contemplaciones. Se enteró de que había sido derrocado porque el portavoz de la Casa Blanca, Larry Speakes, lo anunció por radio con varios días de anticipación. Para Ferdinando Marcos hubo más miramientos en consideración a la importancia estratégica de su país: el senador Paul Laxalt, amigo personal del presidente Ronald Reagan, le avisó por teléfono que ya había salido el avión a buscarlo. Marcos intentó forcejear: pidió que lo dejaran compartir la Presidencia con su vencedora, Corazón Aquino. Le dijeron que no. Pidió que lo dejaran quedarse de Presidente honorario. Le dijeron que no. Laxalt le explicó que en opinión de Reagan, había llegado el momento de "cortar por lo sano".
¿Lo sano? Sí. Es que hasta hace muy poco los norteamericanos no se habían dado cuenta de que Ferdinando Marcos era un tirano corrupto y feroz. Por el contrario, lo consideraban el más impecable de los demócratas. El propio Reagan había dicho que era la mejor alternativa al comunismo en Filipinas, y el vicepresidente George Bush había brindado por su amistad diciendo que los norteamericanos "amaban su adhesión (la de Marcos) a los principios y procesos democráticos". Y sin embargo, de repente cambiaron de opinión: decidieron obligarlo a que hiciera elecciones y a que las elecciones fueran limpias, que es más difícil, y le propinaron incluso el golpe bajo de revelar archivos del Pentágono que mostraban que el pasado de guerrillero heroico de Ferdinando Marcos era un fraude. Enviaron a Filipinas tanta prensa y televisión como si se tratara de unas elecciones norteamericanas. Encargaron a miembros del Congreso de vigilar la limpieza del debate. (Irónicamente, la delegación internacional que viajó a velar por la pureza del sufragio iba encabezada por el ex presidente colombiano Misael Pastrana, cuya propia elección en 1970 se prestó a penosas controversias). Las dimensiones del fraude electoral cometido por Marcos ante tantos testigos fueron tales, que aunque Reagan trató de minimizar su importancia diciendo que se habían hecho trampas "de ambos lados" ya no fue posible mantener la caña. Como en el caso de Nené Doc Duvalier, fue Larry Speakes el encargado de darle a Marcos el golpe final: la suspensión de la ayuda militar norteamericana. La cortaban, dijo Speakes, para que Marcos no la usara contra los propios filipinos.
La explicación de Speakes resulta sorprendente, si se piensa que en sus veinte años de poder Marcos no usó la ayuda militar contra nadie distinto de los propios filipinos, sin que eso hubiera despertado el menor sobresalto de conciencia en las sucesivas administraciones norteamericanas que se la brindaban. Allí no había otro enemigo que el "enemigo interior", desde las guerrillas comunistas del Nuevo Ejército del Pueblo, que han salido fortalecidas del enfrentamiento, hasta la oposición moderada que encarnaba Benigno (Ninoy) Aquino, a quien Marcos hizo asesinar con el imprevisto resultado de que su viuda Corazón ganó las elecciones. La explicación de Speakes es sorprendente, pero ilustra muy bien el comportamiento habitual de los Estados Unidos en estos casos. En su corta historia de poder imperial -que empezó precisamente con la guerra de invasión a las Filipinas, a principios del siglo, mientras al otro lado del planeta los marines desembarcaban también en las islas del Caribe- los Estados Unidos han dado muestras de mayor torpeza y miopía en sus relaciones con los Estados clientes o vasallos que ningún otro imperio que recuerde la tierra. En los años recientes -bajo Reagan- esa miopía se ha encarnado en la llamada "doctrina Kirkpatrick", según la cual los Estados Unidos deben apoyar a ojos cerrados las dictaduras de derecha para evitar que sean reemplazadas por regímenes enemigos de los Estados Unidos. Y el resultado ha sido, sistemáticamente, el contrario del esperado. Cuando la dictadura cae, la exasperación popular contra el respaldo que ha recibido de los Estados Unidos es tal que el nuevo régimen es siempre antinorteamericano: el de Jomeini en Irán tras la caída del Sha o el de los sandinistas en Nicaragua tras la caída de Anastasio Somoza.
El libreto es siempre el mismo. Donde hay un gobierno incómodamente independiente, los Estados Unidos lo desestabilizan para poner en su lugar a un dictador amigo: en Camboya derrocaron el príncipe Sihanuk para instalar al mariscal Lon Nol, en Vietnam asesinaron al presidente Diem para colocar en su puesto a una ristra de generales sucesivos, en el Irán reemplazaron a Mossadegh por el Sha. Y al cabo de una etapa más o menos breve, el dictador amigo exacerba de tal manera la situación que surgen las guerrillas, islámicas o marxistas, la Iglesia se impacienta -la musulmana, con los ayatollahs iraníes o la católica, con los curas sandinistas o el cardenal filipino Jaime Sin, o pasa el propio Papa de visita, como ocurrió en Haití-, y acaban en el poder los peores enemigos de los Estados Unidos: los khmer rojos en Camboya, los vietcong en Vietnam, Jomeini en Irán. El propio Ferdinando Marcos, cuando Nixon abandonó a Lon Nol y luego cuando Carter dejó caer al Sha, había señalado con preocupación ese libreto inalterable de la política exterior norteamericana. Y ahora, caídos Marcos y Duvalier, a otros tiranos de confianza les debe estar corriendo un escalofrío por el espinazo. A Pinochet en Chile, por ejemplo, donde ya se han dado los primeros pasos del ballet habitual: el arzobispo de Santiago critica al régimen, los comunistas organizan la lucha armada, el embajador norteamericano entabla conversaciones con la oposición.
Ni en Filipinas ni en Haití el ballet ha llegado a sus pasos finales, porque físicamente no ha habido tiempo, pero empiezan a dibujarse los primeros síntomas de un creciente caos. En Haití, el sucesor de Duvalier es uno de sus generales, Henry Namphy -una sucesión calcada sobre el modelo que se usó en la República Dominicana para reemplazar al asesinado tirano Rafael Leonidas Trujillo por su hombre de confianza Joaquin Balaguer, en un proceso que llevó finalmente al desembarco de los marines en 1965. En Filipinas ya juró el cargo de Presidente la victoriosa Corazón Aquino. Pero, aunque el hombre fuerte de su gobierno goza de toda la confianza de los Estados Unidos, puesto que es el mismo ministro de Defensa de Marcos, el general Juan Ponce Enrile, los comentaristas de la prensa norteamericana señalan ya la dificultad de que el nuevo régimen pueda responder a las inmensas expectativas despertadas en el pueblo filipino por la caída de Marcos. "Acabarán ganando los comunistas", vaticinan, sombríos previendo una repetición del caso nicaraguense, donde Violeta Chamorro, ama de casa, viuda de mártir (como Ninoy Aquino por Marcos, Joaquín Chamorro fue asesinado por Somoza), y efímera heredera del carisma de su marido, acabó siendo desplazada del gobierno por los sandinistas.
¿A qué misterio obedece este empecinamiento de los gobiernos norteamericanos en repetir una y otra vez las mismas equivocaciones, obteniendo siempre, a la larga, los mismos resultados catastróficos para sus propios intereses? Pues no son errores que se puedan achacar a las administraciones demócratas o a las republicanas, a Ronald Reagan o a John Kennedy, a Lyndon Johnson o a Richard Nixon. La raíz de esa contumacia, o persistencia en el error, la describió hace ya quince años el senador Fulbright en un libro célebre titulado "La arrogancia del poder". La arrogancia del poder es la convicción de que lo que es bueno para los Estados Unidos es bueno para todo el mundo: es decir, la expansión a términos imperiales de la famosa frase sobre la bondad del capitalismo norteamericano: "Lo que es bueno para la General Motors es bueno para los Estados Unidos". Traducido a la práctica, eso quiere decir que como para los intereses estratégicos de los Estados Unidos es bueno mantener en Filipinas las grandes bases militares de Clark y Subic, para el pueblo filipino debe ser igualmente bueno padecer la tiranía de Ferdinando Marcos, que garantiza esas bases. Y que la dinastía sangrienta y codiciosa de los Somoza era buena para los nicaraguenses sólo porque Somoza permitía que desde su territorio se organizaran las invasiones norteamericanas contra Cuba. La señora Kirkpatrick llevó el razonamiento hasta el punto de intentar convencer a los costarricenses, que viven en paz y prosperidad desde que hace treinta y cinco años disolvieron el Ejército, de que organizando uno nuevo les quedaba más fácil embarcarse en una buena guerra contra Nicaragua. Franklin Roosevelt, en cambio, veía las cosas con mayor lucidez cuando hablaba del viejo Somoza (en los tiempos de la "política del buen vecino") diciendo: "Será un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta".
Los dictadores protegidos por los Estados Unidos suelen compartir la opinión de Roosevelt. Es por eso que, conscientes de que no es posible que tanta dicha les dure toda la vida, dedican buena parte de sus esfuerzos a hacerse un nido de cuentas bancarias por fuera de su propio país para cuando llegue el momento del derrocamiento. ¿Podría pensarse entonces que los Estados Unidos los apoyan sólo porque consideran que esa inyección de capitales es buena para el equilibrio de su balanza de pagos -y lo que es bueno para el equilibro de la balanza de pagos norteamericana es bueno para el mundo? Tal vez. Eso explicaría la diferencia de tratamiento que han dado a Nené Doc y a Ferdinando Marcos después de sus caídas respectivas. A Marcos lo reciben en Hawai con collares de flores, porque tiene mil millones de dólares invertidos en los Estados Unidos. Pero en cambio rechazan como un perro a Nené Doc, declarándolo "extranjero indeseable", porque los 400 millones de dólares que logró exprimirle a Haití los tiene en Suiza y en Francia. Desagradecido.
Para ahorrarse decepciones como ésta de Nené Doc, y no perder entera su inversión cuando un tirano es derrocado, los Estados Unidos deberían inspirarse en el modelo de otros imperios más experimentados. El emperador Augusto, por ejemplo, en la época de apogeo del poderío de Roma, tomaba siempre la precaución de obligar a los reyezuelos de sus estados clientes a hacer testamento en su favor o en el de su esposa Livia. Y los heredó a todos. Y Livia lo heredó a él. Si los gobernantes norteamericanos leyeran la historia de Roma, Nancy Reagan podría convertirse en la viuda más rica del mundo.