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Los jóvenes de los guardias rojos fueron los principales victimarios de la Revoulción Cultural, pero también sus principales víctimas. | Foto: A.F.P.

CHINA

La revolución paranoica de Mao

Hace 50 años Mao lanzó su Revolución Cultural, una locura colectiva destinada a borrar la burguesía y a profundizar el comunismo. Pero causó 2 millones de muertos.

21 de mayo de 2016

Todo comenzó cuando Mao Zedong publicó la Notificación del 16 de mayo de 1966, en la cual su gobierno advertía que fuerzas contrarrevolucionarias habían infiltrado a la revolución proletaria de 1949, y que buscaban instaurar en China una “dictadura de la burguesía”. Quince días más tarde, el Diario del Pueblo, el periódico oficial del Partido Comunista de China (PCCh), exhortaba a las masas a “arrasar con los vicios de la vieja sociedad” lanzando un ataque sin cuartel contra esos “monstruos y demonios”.

Lo que siguió fue una locura colectiva. Aunque la retórica maoísta pueda parecer exagerada, los hechos siguieron de cerca la consigna del diario comunista. Durante casi una década, un ejército de jóvenes conocidos como los guardias rojos se ensañaron con “las cuatro viejas”, es decir, las ideas, las costumbres, la cultura y los hábitos de la sociedad feudal reaccionaria. También, en un ejercicio de macartismo comunista, se lanzaron a identificar a los enemigos del pueblo, en los que Mao incluyó grupos tan diversos como los terratenientes, los contrarrevolucionarios y los intelectuales, y diseñó categorías en las que prácticamente cualquier persona podía caer, como ‘los malos elementos’, ‘los derechistas’, ‘los traidores’, ‘los agentes extranjeros’ o ‘los seguidores del capitalismo’.

Y en efecto, dos meses más tarde comenzó lo que se conoció como el Agosto Rojo, durante el cual las decenas de miles de guardias rojos atacaron sin previo aviso a todos aquellos que llevaban “ropa burguesa” en la calle, destrozaron los símbolos supuestamente imperialistas de los comercios, y asesinaron o llevaron al suicidio a centenares de intelectuales y de dirigentes del Partido Comunista. A su vez, siguiendo la consigna de acabar con todo lo viejo, las hordas de jóvenes asaltaron los museos, atacaron a los artistas tradicionales (en particular a los miembros de la tradicional ópera de Beijing), y vandalizaron o destrozaron 4.922 de los 6.483 sitios de interés cultural o histórico del país. Además, quemaron sus escuelas y agredieron o humillaron públicamente a sus padres y a sus maestros. De hecho, el propio Mao les dijo que abandonaran sus centros de estudio, y respaldó los ataques con dos frases que pasarían a la historia: “Los jóvenes deben rebelarse” y “La rebelión se justifica”.

El caos duró diez años. Durante ese lapso, la economía nacional se paralizó, millones de vidas quedaron arruinadas, en algunas regiones se presentaron casos de hambre tan extrema que desembocaron en canibalismo, y, con el paso de los años, el país se sumió en una guerra civil entre varias facciones de los guardias rojos. Se cree que el conflicto dejó unos 2 millones de muertos. Esa cifra puede no parecer muy alta si se la compara con otros hechos violentos de la historia de China en el siglo XX, como la guerra sino-japonesa, que dejó 12 millones de víctimas o el Gran Salto Adelante, que produjo la hambruna de los años cincuenta. Sin embargo, como dijo a SEMANA Andrew Walder, profesor de la Universidad de Stanford y autor del libro Fractured Rebelion, “la importancia de la Revolución Cultural radica en que por cada persona muerta, decenas fueron perseguidas, torturadas, acusadas de crímenes políticos imaginarios, o expulsadas de sus trabajos hogares o ciudades. Según cálculos conservadores, unos 40 millones de chinos sufrieron esa suerte”.

Pero eso no es todo. “A diferencia de la invasión japonesa de principios del siglo XX, la Revolución Cultural fue un desastre que los propios líderes chinos desencadenaron contra su gente. En ese sentido, las matanzas, las torturas y las humillaciones de ese periodo fueron horrores que los chinos se infligieron entre ellos”, dijo en diálogo con esta revista Andrew Nathan, experto en política de China de la Universidad de Columbia.

Sin embargo, la Revolución Cultural también fue un acto político cuidadosamente calculado por Mao. A mediados de los años sesenta, el viejo dirigente se encontraba a la defensiva en el propio Partido Comunista debido a su programa Gran Salto Adelante, que, con el objetivo de industrializar a marchas aceleradas la producción agrícola, mató de hambre a 30 millones de campesinos. Y en ese sentido, la Revolución Cultural fue también una excusa para emprender una gran purga dentro del PCCh, donde Mao enfrentaba una creciente oposición. Como escribió el sinólogo belga Pierre Ryckmans en su libro Los trajes nuevos del presidente Mao, “la Revolución Cultural fue una lucha por el poder emprendida tras la pantalla de humo de un movimiento de masas”.

De hecho, solo con la muerte de Mao en 1976 cesó la horrible noche en el gigante asiático. Poco después, el propio PCCh declaró que la Revolución Cultural había sido una equivocación pero atribuyó los excesos de ese periodo principalmente a su viuda, Jian Ching, y a su círculo más cercano, conocido como la Banda de los Cuatro, cuyos miembros sirvieron de chivos expiatorios. Desde entonces, junto con la matanza de Tiananmén de 1989, el tema es tabú en China.

Es que la figura de Mao era demasiado importante como para descalificarlo. Como dijo a SEMANA Roderick MacFarquhar, experto en la Revolución Cultural de la Universidad de Harvard, “durante la primera mitad del siglo XX, Mao llevó al PCCh a la victoria y es un hecho que los dirigentes y funcionarios que hoy gobiernan China le deben su trabajo y su sustento a ese triunfo. De ninguna manera pueden permitir que los logros de su líder se pongan en duda. Mientras que los rusos podían echarle a Stalin la culpa de los excesos del comunismo y atribuirle a Lenin sus aciertos, los chinos no tuvieron esa opción. Mao fue Lenin y Stalin al mismo tiempo”.

Paradójicamente, la anarquía de ese periodo ayudó a que llegara al poder una generación de dirigentes pragmáticos, encabezados por Deng Xiaoping, víctima en carne propia de la furia revisionista. Pues aunque es cierto que la Revolución Cultural destruyó una buena parte del PCCh, como dijo Walden, “también allanó el camino para aplicar reformas estructurales orientadas al mercado pues, por un lado, debilitó la burocracia y, por el otro, al retrasar tanto el desarrollo económico de China, permitió a los líderes posteriores vincular la reconstrucción de las estructuras estatales con las reformas de mercado y la apertura nacional”.

En ese sentido, pese a que el PCCh sigue sosteniendo un culto a la personalidad de Mao, hoy su legado tiene muy poco que ver con el fanatismo comunista de la Revolución Cultural. Un legado que se resume en la famosa frase de Deng, verdadero responsable de la moderna China: no importa de qué color es el gato, siempre que cace ratones.