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CON GUANTE DE SEDA

Aylwin se enfrenta al reto de la democracia, con Pinochet de jefe de las F.A.

9 de abril de 1990

"Yo no soy subalterno del Ministro de Defensa. La Constitución no le reconoce grado de mariscal de campo ni de capitán general". Con estas palabras, dichas unos días antes de la posesión de Patricio Aylwin, el general Augusto Pinochet resumió la actitud suya y de las Fuerzas Armadas frente al primer gobierno elegido en las urnas desde que el propio dictador derrocara a sangre y fuego al presidente marxista Salvador Allende en 1973. Se trata de nubes negras que oscurecen la renaciente democracia chilena, cuyo despegue sigue dependiendo en alto grado de la voluntad del gobernante saliente.
El problema es que Pinochet hizo que la Constitución le reservara la comandancia de las Fuerzas Militares durante los ocho años siguientes a la posesión del nuevo presidente, con el aparente propósito de precaver la repetición en Chile de lo sucedido en Argentina y Uruguay, donde la salida de los militares del poder dio paso a la realización de juicios penales contra quienes habían cometido abusos, incluida la violación de derechos humanos. Pinochet condicionó de hecho este regreso a la democracia a la constitución de una especie de poder paralelo, mediante la adopción de una serie de "leyes de amarre", que tienden a prolongar durante el gobierno nuevo la política económica del régimen militar, entre las cuales está una dictada recientemente, que amplía la gama de facultades de las Fuerzas Armadas dentro de la vida del país.
En esas condiciones, los militares, con el propio Pinochet a la cabeza, no han perdido oportunidad de entrar en polémica con Aylwin y sus funcionarios designados y en especial con el Ministro de Defensa, Patricio Rojas cuya autoridad están dispuestos a desconocer, con el argumento de que "el único superior jerárquico de los jefes militares es el Presidente de la República".
El martes anterior a la posesión Pinochet dio a conocer sin maquillaje sus temores en su discurso ante una "gran retreta" realizada en la Escuela Militar de Santiago, en la que tomaron parte representaciones de todas las ramas de la milicia. El general amenazó al incipiente poder civil al afirmar que "cualquier intento de modificar nuestro rumbo institucional con el pretexto de modernizar, profesionalizar o democratizar las Fuerzas Armadas de Chile será rechazado". Como para dejar en claro que no le temblaría la mano para dar un nuevo golpe, resaltó la participación de los soldados en el cuartelazo que depuso (y dio muerte) al presidente comunista Salvador Allende en 1973 y dijo que "la virtud del honor nos exigió acudir en defensa de la patria, en momentos que era ultrajada por quienes pretendían instaurar en Chile una dictadura marxista leninista".
Como afirmó un comentarista chileno, un problema adicional es que en los tiempos que corren, ya nadie sabe con certeza si el general descubrirá a sus odiados comunistas detrás de la "piel de oveja" de los socialdemócratas, o de los democratacristianos, o de cualquier otro grupo que no corresponda a los intereses de las Fuerzas Armadas. Lo cierto es que Aylwin ha tenido que manejar con guante blanco la relación con los militares, para no echar a perder la fiesta democrática de su país. Tras una reunión sostenida con Pinochet al día siguiente del discurso del general, el presidente dijo que le había expresado que las declaraciones de varios jefes militares "no contribuían a la reconciliación nacional" y que su gobierno no planea una persecución contra las Fuerzas Militares ni un juicio contra el propio ex dictador, pero que ello no implicaba que no se llevaran a cabo investigaciones en los casos en que hubieran sido afectados los derechos de algunos ciudadanos. "Pero quien tenga la conciencia tranquila no debe temer nada", concluyó el nuevo mandatario.
La conciencia de Pinochet sólo la conoce él mismo, pero los datos estadísticos sobre los muertos y desaparecidos de su régimen sí son conocidos por las autoridades. Uno de los casos, el asesinato del ministro de Allende, Orlando Letelier, ocurrido en Washington en 1976, llevó primero a que la policía secreta gubernamental cambiara de nombre en 1977 y luego a que fuera disuelta por disposición del presidente electo hace unas semanas. La suerte de la fatídica DINA, últimamente conocida como CNI, desaparecida tras la comprobación de su autoría del crimen agudizó la polémica entre civiles y militares, pues estos vieron en ella la muestra de lo que les espera.
Pinochet parece dispuesto a mantener su influencia durante el tiempo suficiente como para que sean las generaciones posteriores las que juzguen su "papel histórico".
Pero ello significará serios quebrantos para la salud de la recién nacida democracia chilena.