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Dificultad de abastecimiento, incertidumbre, volatilidad, incrementos continuos de los salarios mínimos y clima político hostil son los principales factores que han deteriorado la confianza de los inversionistas y las oportunidades de crecimiento del país. | Foto: Gianluca Giuman

ANÁLISIS

Economía venezolana, un modelo fuera de control

Un periodista italiano estuvo en Táchira y en Caracas sondeando las causas de una crisis económica que afecta el poder adquisitivo de los hogares. El gobierno es incapaz de controlar la inflación.

Luca Giuman*
17 de julio de 2017

Juan Ignacio* es originario de Mesa Rica, Catatumbo. En Venezuela, donde vive desde hace más de quince años, goza del estatus de refugiado. Hay muchos refugiados en el estado de Táchira. Acá han vuelto a empezar su vida. Más de cuarenta de los familiares de Juan Ignacio son refugiados. Son víctimas del paramilitarismo en Colombia, en su gran mayoría.

Hablo con varios de ellos. Están preocupados por el aumento de la tensión en Venezuela. Juan Ignacio sufre de insomnio y depresión desde que la situación económica empezó a deteriorarse. “A mi edad, ¿para dónde arranco?”, manifiesta. Tiene 60 años y teme no tener la misma fuerza que lo ha llevado a empezar de nuevo en su país adoptivo.

“Acá había muchos programas muy buenos”, dice desde su parcela a un par de kilómetros del pueblo, a la que me llevó tras mi insistencia de conocer cómo era la vida antes de la crisis. Narra la Venezuela de antes con el agradecimiento de quien, al otro lado de la frontera, nunca esperó nada del Estado.

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Juan Ignacio es un miembro activo de la comuna “El sueño de Chávez” (Junta de Acción Comunal), lo que le ha permitido tener acceso a créditos agrícolas, semillas e insumos a precios subsidiados. “Se daban fondos a las comunas para comprar maquinarias o transportes que permitieran reducir la intermediación y promover la venta directa de los productos en los mercados”, explica. La escuela para sus hijos era gratuita. Había misiones médicas en las veredas. La atención en el municipio cercano era de buena calidad. El costo de los medicamentos era irrisorio. En Venezuela todos los bienes de primera necesidad, incluyendo luz, gas, gasolina y teléfono, eran y son prácticamente gratuitos.

La Misión Vivienda, uno de los programas bandera del chavismo, ha avanzado hacia la asignación de casas a la población más vulnerable y en la remodelación de edificios y otros inmuebles ya existentes. Los hijos de Juan Ignacio han tenido acceso a viviendas del Estado, a cuotas de créditos cuyo valor ha sido casi que anulado por la inflación: pagarán cuotas de 7.000 bolívares, menos de 3 dólares, durante veinte años.

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¿Cómo no va a estar Juan Ignacio profundamente agradecido con Venezuela? Empezó viviendo “en un ranchito” y hoy ha prosperado. La comunidad lo reconoce. Él y sus familiares creen en los gobiernos chavistas porque se han visto directamente beneficiados por sus programas. Las políticas de restablecimiento de derechos a la gente del campo, a los que eran pobres en Colombia, y que con nada han venido a Venezuela, han garantizado una vida digna y opciones de prosperidad.

El suyo no es un caso aislado. Entre 1997 y 2012, la pobreza se redujo a la mitad, de 55.6% a 27.2%, según cifras del Banco Mundial. La desocupación, en el mismo periodo, se redujo de 14.5% a 7.4%. La desigualdad bajó significativamente. En 2008, el Récord Guinness reconocía a Venezuela como el país más feliz del mundo. Más del 50% de sus habitantes expresaban ser “muy felices”.

¿Qué ha pasado? ¿Cómo ha perdido el gobierno el control de la economía?

El dólar y la “bicicleta del dinero”

Hoy, en las calles de Caracas y del estado de Táchira se habla de dinero todo el tiempo. Se habla del precio de la comida, de las medicinas y de los repuestos. De los productos que ya no se encuentran y de su costo en el mercado negro.

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Hablar de economía, en Venezuela, es hablar de política. No existen términos medios. Dos argumentos polarizados ejemplifican las posturas. El oficialismo sugiere un boicot orquestado por el imperialismo internacional y la derecha. Las fuerzas de oposición culpan al gobierno de ineficiencia y de incapacidad en el manejo de la economía.

“Hoy en Venezuela hay dos clases sociales: quienes ganan en dólares y quienes ganan en bolívares”, comenta una joven caraqueña. Dólar. Para entender el caos de la economía venezolana, es necesario comprender la relación que ésta tiene con el dólar. No es cosa sencilla. A nivel oficial existen dos regímenes de cambio. Existe un cambio preferencial (DIPRO), donde el Estado vende el dólar a una tasa de 10 bolívares (Bs) por un dólar americano (US$). Al momento actual, nadie con quien haya podido hablar en el país podría cambiar sus bolívares a esta tasa, ni existe un listado de las personas naturales o empresas que hayan comprado dólares a este precio durante los últimos meses.

Existe luego una segunda tasa oficial, denominada DICOM (Sistema de Divisas de Tipo de Cambio Complementario Flotante de Mercado). Se trata de una subasta en la cual el Banco Central vende divisa a quienes se postulen para adquirirla. En 2017, el DICOM abrió con el precio de 674 bolívares por un dólar. En la última subasta el precio se situaba en 2.640 bolívares. El inconveniente con el DICOM es que, en este momento, el Estado es incapaz de hacer frente a la solicitud de dólares de la economía. Con una inflación que se estima llegará al 650%, en 2017 a de acuerdo a cifras de Econométrica, los ciudadanos usan el dólar como valor refugio.

En el mercado negro, el dólar se negociaba a 1.000 bolívares a principio de este año. A finales de mayo se cambiaba por 6.500 bolívares y su precio, a finales de junio, había subido a 7.873 bolívares.

Un valor del cual poco se habla, pero que considero el más interesante para entender el poder adquisitivo de los hogares es el “valor anaquel” del dólar, que usaré en mis cifras. Esta es una estimación que se parece a lo que en economía se conoce como la paridad de poder adquisitivo (PPP). El “valor anaquel” refleja lo que efectivamente puedes comprar en la economía local con un dólar y su valor se estima en 2.500 bolívares. Si el Estado dejara oscilar libremente la moneda nacional, es probable que hacia este valor se estabilizara la tasa de cambio en los mercados internacionales.

La existencia de un mercado negro de divisa extranjera genera perturbaciones en el mercado nacional. El mercado negro del dólar hace que su valor trastoque los precios nacionales, alimentando la inflación. De acuerdo a un estudio de la economista cercana al gobierno, Pascualina Curcio, la inflación es causada en un 76% por ciento por el dólar paralelo y en un 24% por ciento por la demanda agregada.

El mercado negro, generado por la existencia de distintas tasas cambiarias, es uno de los pecados originales que ha generado la espiral crítica que enfrenta la economía venezolana.

Un ejemplo de lo que significa la existencia del mercado negro del dólar es lo que se conoció como “bicicleta del dinero”: un fraude que se basaba en buscar vías para comprar divisas a precios oficiales y volver a venderlos en el mercado negro con fabulosas márgenes de beneficio.

En el pasado, los venezolanos tenían la posibilidad de comprar dólares a precio preferencial (el cambio oficial era 4.29 bolívares por dólar hace cinco años) con varios propósitos: importar bienes en el caso de empresas nacionales, viajar al extranjero o enviar remesas. En los tres casos, el mecanismo se prestaba para fraudes.

Hasta el 2015, los venezolanos tenían derecho a un “bono viajero” de hasta tres mil dólares para salir del país. Gracias al a esta especie de subsidio los ciudadanos podían comprar divisa a precio preferencial para gastar en sus viajes. Familias que nunca antes hubieran podido visitar otros países, viajaron a Europa, Estados Unidos o América del Sur. Viajar, por qué no, era considerado un derecho.

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Los ciudadanos más maliciosos adquirían dólares por medio del “bono viajero”, gastaban una parte y, al regreso, cambiando el excedente en el mercado negro, cubrían sus gastos. Viajar para ellos era gratis.

Otros montaron su negocio. Compraban los cupos del “bono viajero” de otras personas, adquirían boletos que nadie tomaba para certificar el viaje, salían del país con tarjetas de crédito ajenas y luego cambiaban los dólares en el mercado negro.

Para la remesa, fue lo mismo: remesas ficticias con dólares que regresaban al país para ser vendidos en mercados paralelos. Un ciudadano tenía derecho a comprar a precio preferencial 300 dólares al mes. Los especuladores compraban “bonos de remesas”, inventaban familias en el extranjero, transferían a cuentas extranjeras y cambiaban en el mercado negro.

Por última, la estafa más común. Se trata de las “empresas de maletín” y de las empresas que, para importar bienes indispensables para la producción, accedían a divisa a precio preferencial y hacían llegar a Venezuela contenedores de chatarra, creando una fuga de capitales que terminaban en paraísos fiscales.

El exministro de Planificación y Finanzas, Jorge Giordani, quien estuvo en el cargo por casi 15 años en la era Chávez, aseguró que por fraudes al Sistema de Transacciones con Títulos en Moneda Extranjera se perdieron 25 mil millones de dólares. De acuerdo con exministro de Interior, Justicia y Paz, Miguel Rodríguez Torres, el 40% de las empresas que asistieron a Cadivi (Comisión de Administración de Divisas, actualmente Centro Nacional de Comercio Exterior) fueron empresas ficticias. Lo paradójico es que el señor Giordani, conocido como ‘El Monje’, era ministro de finanzas en la época de los hechos.

La caída del precio del petróleo y el costo del endeudamiento en mercados internacionales.

El petróleo. Ese es el segundo elemento clave para entender la crisis económica. Durante los últimos cinco años, de acuerdo al OEC (Observatory of Economic Complexity), las exportaciones del país han disminuido a una tasa anual de 11.7%, pasando de los 93,2 billones de dólares en 2010 a 34,3 billones en 2015.

Las exportaciones de Venezuela se sustentan en dos productos: el petróleo crudo que constituye el 72.6% de las exportaciones totales y el petróleo refinado que suma el 16.2% de las mismas. Cuando el precio del petróleo (WTI) cayó de 91 dólares en 2014 a 36 dólares en 2016, la liquidez disponible para el gasto público sufrió una drástica contracción.

“Como vaya viniendo vamos viendo”, es una célebre frase de Eudomar Santos, un personaje de la TV venezolana que se ha convertido en un refrán. Los últimos gobiernos venezolanos parecen no haber pensado en el fin de la bonanza petrolera. Contrariamente a otros países como Chile (Fondo de Estabilización Económica y Social, anterior Fondo de Estabilización de los Ingresos del Cobre), Venezuela nunca ha contado con un fondo que permita ahorrar divisa extranjera proveniente de la venta del petróleo.

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A menudo, en Venezuela se tiene la impresión de charlar con una población que ha participado en una inmensa parranda y sufre ahora de una resaca colectiva. La fiesta se ha acabado. Los músicos se han ido. Queda la cuenta por pagar.

A causa de la falta de divisas extranjeras, Venezuela ha tenido que recortar drásticamente sus importaciones y dejar de subsidiar parte de los productos que antes constituían bienes de consumo de los hogares. Esta es una de las causas del desabastecimiento.

El problema de la liquidez es agravado por la dificultad de financiarse en mercados internacionales, ya que el riesgo país, evaluado por agencias como S&P y Moody, es superior a los de Iraq y Congo, lo que incrementa, de forma justa o arbitraria, dependiendo de los analistas, la tasa de interés a la cual Venezuela puede acceder a fondos en los mercados internacionales.

Venezuela se ve entonces obligada a dirigirse al oriente. En marzo de 2017, el país ingresó en el Banco Asiático de Inversiones en Infraestructura. China se ha convertido en su principal socio financiero. La contrapartida para los asiáticos es la conformación de empresas mixtas, que tienen monopolio de explotación de los recursos naturales y en las cuales tienen el 49% de las acciones.

Los mercados negros y el “bachaqueo de billetes”

La economía venezolana se ha convertido en un paraíso para los especuladores. Muchos se han enriquecido con mercados paralelos: los “bachaqueros”, que revenden productos regulados; los contrabandistas, que adquieren productos subsidiados como gasolina y medicamentos para revenderlos en Colombia; y los especuladores monetarios, que ofrecen la posibilidad de lavar dinero en Colombia. En esta última categoría, una historia que tiene matices surreales.

Un campesino que vive cerca de la frontera, me ha asegurado que, en el pasado, era suficiente cruzar la frontera entre San Antonio y Cúcuta con divisa venezolana, los famosos fajos de billetes de 100 bolívares, para que quien la recibía transfiriera a una cuenta venezolana el mismo monto con un margen de ganancia del 30%.

El mecanismo ha sido estudiado por el abogado Fernando M. Fernández, como delito monetario relacionado a la delincuencia organizada. De acuerdo al experto, el beneficio por llevar moneda a Colombia podía ascender al 60%. ¿Cómo explicar que fuera posible ganar tanto simplemente pasando la frontera? Existen por lo menos dos explicaciones sólidas. La primera es que los bolívares eran utilizados para el lavado de dinero de actividades ilícitas en Colombia. La segunda es que los bolívares eran usados para “pagos de sobornos y financiar el contrabando de cualquier producto subsidiado o regulado, en especial de materiales estratégicos como el oro, los diamantes, la gasolina y el coltán”, como descrine Fernández en su estudio. Para los contrabandistas, el margen de ganancia de comprar mercancía subsidiada en Venezuela compensaba con creces el costo de la divisa que necesitaban para las compras.

El contrabando debía tener ojos anuentes a los dos lados de la frontera. Tantos mercados negros han generado una cultura institucional corrupta. La Guardia Nacional, responsable de controlar fronteras, carreteras y puertos, se ha convertido en un cuerpo profundamente permeado por la corrupción, así como lo demuestra una investigación reciente de Associated Press, que vincula los militares con casos de corrupción relacionados con la importación de comida.

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Mientras me desplazaba de San Cristóbal a Santa Ana, se dio un grave deslizamiento de tierra. El flujo de transporte se paralizó. La Guardia Nacional Bolivariana (GNB) montó un punto de control a varios kilómetros de distancia, impidiendo a los transportes públicos acercarse a la zona donde la carretera se cortó. Solo los moto-taxis y los taxis, que pagaban una coima a la GNB, lograban llegar al punto donde los peatones cruzaban a pie la zona del derrumbe. El soborno se reflejaba en un sobreprecio exagerado de las tarifas. El resultado era que cientos de ciudadanos caminaban varios kilómetros bajo el sol, con la maleta o la caja al hombro. Frente a la desgracia, los cuerpos del Estado habían montado en pocas horas su negocio.

De acuerdo al director de Paz Activa, Luis Cedeño, en Venezuela existe un Estado mafioso y criminógeno: un Estado que empuja a las personas a comportamientos delictivos y que brinda “incentivos fabulosos para defraudar el sistema”. De acuerdo a Cedeño, los subsidios han generado una cultura que no incentiva la producción.

La incertidumbre y la caída de la productividad

“Prefiero caer que seguir guindando”, me dijo, en el aeropuerto de Valencia, mientras engañábamos la espera de una conexión, un empresario textil. Desde hace años, se pregunta si debería cerrar sus fábricas en Venezuela. No lo ha decidido. Sigue esperando que las cosas mejoren, que los empresarios dejen de ser tildados de “escuálidos”. Las inversiones que tiene en el extranjero son las que lo mantienen a flote. En su país de origen, la incertidumbre es uno de los mayores enemigos de la inversión y del crecimiento.

Olga, una publicista de 32 años, me comentó que antes de las últimas elecciones presidenciales, el dueño de la empresa en la cual trabajaba, VPS Publicidad, le había comentado que, de ganar Maduro, tendría que cerrar. Y así lo hizo. El día después de las elecciones, no se presentó al trabajo. Despidió a más de diez personas, sin decir adiós y sin pagar indemnizaciones.

La crisis económica es evidente en la ciudad de Caracas. La ciudad está degradada. Obras públicas como la ampliación de la red del metro van retrasadas y se ve un número insólitamente bajo de edificios en construcción o en manutención. El parque motor en barrios populares es vetusto. Es común ver camiones Dodge, Ford o Encava de los años setenta haciendo el rol de buses colectivos.

En Altamira, un barrio comparable al Chicó de Bogotá, donde pernoctaba para estar cerca del lugar de concentración de las protestas, los vecinos llaman a los lunes y los martes “los días del primer mundo”. Había agua las veinticuatro horas. El miércoles, medio día. Jueves, viernes, sábado y domingo, media hora por la mañana y media hora por las noches.

Gregorio Chacón, hijo de colombianos y administrador de varias librerías de la ciudad de Caracas, asegura que la Casa Editorial El Estilete en varias ocasiones ha tenido dificultades para encontrar papel de calidad, razón por la cual su producción ha sido intermitente, incrementando los costos para los dueños de la empresa.

La volatilidad de los precios es tal que, para insumos de construcción, las empresas no proveen cotizaciones con validez superior a los tres días.

Dificultad de abastecimiento, incertidumbre, volatilidad, incrementos continuos de los salarios mínimos y clima político hostil son los principales factores que han deteriorado la confianza de los inversionistas y las oportunidades de crecimiento del país. A partir de 2014 se han seguido años de contracción del PIB. En 2014, de acuerdo a cifras del Banco Mundial, el decrecimiento del PIB en Venezuela fue de 3.9%, en 2015 del 5.7% y en 2016 del 12%.

El decrecimiento coincide con una importante reducción de la productividad. En Venezuela, de acuerdo a Henkel García, director de Econométrica, ésta ha caído del 40% en cuatro años.

Venezuela depende de las importaciones para la casi totalidad de sus bienes de consumo. Las importaciones se realizan en dólares. La devaluación del bolívar hace las importaciones más caras para las empresas venezolanas, que reflejan este incremento de costo sobre el precio de los productos en venta.

La productividad también se reduce por las colas. Colas para cajeros, colas en los supermercados para comprar comida subsidiada. Las colas y las ineficiencias del sistema se han convertido en un problema real para la productividad de los trabajadores. Los empleadores se han tenido que adaptar a sus prolongadas ausencias para realizar diligencias financieras o de compras.

El día a día de los venezolanos: la erosión de su poder adquisitivo y el desabastecimiento

“Éramos ricos y no lo sabíamos”, dice un hombre que me conduce a El Hatillo, donde voy a asistir a una manifestación pacífica. En la plaza, la organización Dale Letra hace desfilar una pancarta de unos quince metros de billetes de 2 bolívares, sobre la cual escribieron: “menos de un dólar”.

Esta es una de las imágenes de la inflación, que el año pasado llegó al 680%, anulando los capitales de los ahorradores. La espiral inflacionaria ha generado un serio problema de liquidez en el sistema. Al día de hoy, transacciones de pequeño valor deben realizarse por transferencias. Los cajeros de los bancos del Estado no permiten retirar más de 10 mil bolívares (4 dólares, usando valor anaquel). El tope máximo en los bancos privados es de 20 mil bolívares (8 dólares). En la mayoría de las ventanillas, un ahorrador no puede sacar más de 30 mil bolívares (12 dólares).

Para contrarrestar la pérdida de poder adquisitivo, el gobierno está subiendo los salarios de un 15 al 30%, dos o tres veces al año, lo que alimenta la inflación. El 2 de julio, el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, anunció un aumento récord del 50% al salario mínimo mensual. El salario alcanza hoy 97.531 bolívares. El aumento del salario fue acompañado por un incremento del bono alimentario, que pasó a 153.000 Bs, por un total de 250.531 Bs, unos 100 dólares.

¿Que se compra hoy con este sueldo? He caminado por algunos mercados para verificarlo. En el mercado de Chacao hay gran abundancia de productos agrícolas. Los tomates se venden a 2.500 bolívares el kilo (1 dólar), los aguacates a 4.500 (1.8 dólares), la cebolla a 4.800 (1,9 dólares), doce huevos se pueden comprar por 5.700 (2,3 dólares), y un kilo de pollo entero vale 8.900 (3,6 dólares). Los precios no se diferencian mucho de los que se pueden encontrar en un mercado en Colombia, pero son, sin embargo, inaccesibles para la mayoría de la población.

Las compras se realizan con tarjetas débito y las colas se extienden por el proceso de verificación de los documentos de identidad. Afuera de las famosas queserías del mercado, se forma una fila frente a los datáfonos que cuelgan de las paredes. Cuando los datáfonos se dañan, se suspenden las actividades de un negocio.

Antes de salir del mercado, un griterío intenso me ha hecho volver sobre mis pasos. La seguridad privada había detenido un ladrón y la policía acababa de llegar. Se trataba de un señor entre los 50 y los 60 años. Había robado una barra de chocolate blanco. En la mano llevaba una bolsa de plástico con dos pimentones. La gente le tomaba fotos obligándole a sostener a la altura del pecho la mercancía hurtada, como si fuera el número de identificación de un detenido. El chocolate robado tenía un valor de 25 mil bolívares (10 dólares) y la policía municipal se lo llevó como evidencia.

Precios similares, con variaciones de un 30%, los he podido verificar en la redoma de Petare, una plaza conocida por el “bachaqueo”. En Petare el oro es el aceite. Se compra y se vende. Los “bachaqueros” lo obtienen en el mercado subsidiado y lo revenden en pequeñas dosis. En Palo Verde son muchos los vendedores que revenden bolsitas de café, sal, aliños y aceite, alineadas sobre cajas vacías de huevos. Bajo el tejado de la estación del metro, compro una cajetilla de fósforos. El precio regulado está impreso, 36 bolívares, la venta en la calle está a 100.

En un supermercado adyacente al ingreso del metro, la limitación de productos es evidente. Faltan productos de base como cloro, leche o leche en polvo. Hay menos del 10% de los productos que se encontrarían en una superficie comercial en Colombia.

En el metro, los ojos de Chávez impresos en una etiqueta negra y roja, interpelan a Maduro: “¡Uy!, Nicolás, veo el pueblo pasando trabajo”. La clase popular, objetivo prioritario de las políticas públicas chavistas, sufre las consecuencias de la crisis.

La caída del poder adquisitivo de los hogares obliga a los venezolanos a lo que llaman irónicamente la “dieta maduro”. En el municipio de Santa Ana he conocido a Wilson*, un trabajador del acueducto municipal que había perdido veinte kilos en estos meses. El salario mínimo no le alcanza para los bienes de primera necesidad y para una dieta variada. Wilson es hijo de colombianos desplazados por la violencia y ahora está tratando de que le expidan una cédula de ciudadanía para poder viajar a Colombia a jornalear.

La última fórmula del gobierno para combatir los problemas alimenticios de la población son los Centros Locales de Abastecimiento y Producción (CLAPs), en implementación desde marzo de 2016. Los CLAPs, manejados por las comunas, tienen la función de distribuir a las familias mercados mensuales. Aunque el asesor español del gobierno, Alfredo Serrano, sostiene en un artículo que los CLAPs “se centran en la distribución de alimentos necesarios a precios justos” y “son una respuesta al exceso de intermediación, al abuso de los precios y a las fallas distributivas”, la oposición sugiere que el gobierno está usando el “hambre como forma de chantaje político”.

En mis entrevistas he podido evidenciar que en zona urbana los CLAPs son entregados de forma intermitente. Para esperar la entrega de una bolsa de comida, los empleados no van a trabajar y si la entrega no se hace en el día esperado, esto incrementa sus ausencias. Según una encuesta de opinión, el 80% de las personas preferirían comprar directamente bienes en mercados, en vez de tener que ajustar sus dietas a lo que se les entregue. Además, las personas que no quieren inscribirse en los listados del partido son excluidos de la entrega, lo que pone de manifiesto un claro sesgo partidario en la distribución.

La única válvula de escape es la migración. Desde el 2000, entre 800 mil y 2 millones de personas han abandonado Venezuela. La primera migración masiva, fue de jóvenes altamente tecnificados. Hijos de la clase media y media alta. Ahora la migración está afectando también a los estratos bajos. “Ya solo hay fiestas de despedida”, me dice Michelle, una joven caraqueña, que había ahorrado para poder salir de la ciudad y vivir un tiempo en las afueras de Mérida y que, pocos días antes de su viaje, fue víctima de un robo.

Con la crisis económica, hasta el amor la tiene difícil. En la Esquina del Muerto, en el barrio Puente Hierro, un taxista lleva a comer a una mujer en una arepera. Dos arepas y dos jugos le cuestan 12 mil bolívares (casi 5 dólares). El señor me confiesa que, después de la arepa, cuatro horas en un hotel regular cuestan otros 10 mil bolívares. La cita con la mujer no le saldrá por menos de 30 mil bolívares, un tercio del salario mínimo, si no se incluyen los bonos de alimentos. “Antes, cada uno en su estrato, estábamos ricos”, dice. Ahora teme que su taxi pueda requerir una pieza de recambio. Casi todas son importadas, la devaluación del bolívar hace inaccesible su adquisición para la mayoría de los transportadores que viven de lo que ganan diariamente y no tienen capacidad de ahorros.

Una situación similar la he encontrado entre los campesinos del estado de Táchira. Maquinarias agrícolas y carros, antes usados para llevar lo recolectado a los mercados, están ahora paralizadas al lado o dentro los galpones. La falta de liquidez impide la reparación. Con las maquinarias paradas, por falta de repuestos, disminuye la productividad en la ciudad y en el campo.

¿Cómo salir de la crisis económica?

“La principal empresa del Estado venezolano, Petróleos de Venezuela, provee del 95% de las divisas al país, el 4% corresponde a otras empresas del Estado y las empresas privadas generan el 1% restante”, escribe Pascualina Curcio, en la plataforma Aporrea, para demostrar la incapacidad del sector privado venezolano. Más que una excusa, parece una admisión de culpa. En casi veinte años al poder, el chavismo no ha sabido diversificar el tejido productivo de Venezuela.

Para reactivar la economía, el modelo del gobierno actual se basa en dos opciones: la subida del precio internacional del petróleo o el crecimiento de la industria extractiva, por medio de la explotación de la Zona de Desarrollo Estratégico Nacional Arco Minero del Orinoco, que tiene enormes reservas de oro, cobre, diamante, coltán, hierro, bauxita y otros minerales de alto valor industrial.

Una asesora del gobierno, que prefiere que no se revele su identidad, ha afirmado: “Nuestro mayor enemigo fue el petróleo, el excremento del diablo”. De manera intuitiva, hacía referencia a la que en economía se llama “enfermedad holandesa”: una oportunidad se vuelve una maldición. La abundancia de recursos naturales condena el país a una economía rentista, impidiendo el desarrollo de sectores más competitivos como los de los servicios o de la tecnología.

La pobreza está repuntando a niveles superiores a los del 2001 y el riesgo de que los ajustes que seguirán en medio de esta crisis perjudiquen a los más pobres es real.

En el pasado, bajo la presidencia de Rafael Caldera, Venezuela tuvo que enfrentar un ajuste estructural draconiano. A menos que el precio del petróleo se recupere pronto, éste parece ser el único escenario para que la economía se estabilice y se frene el proceso de inflación. Sin embargo, ¿quién asumirá el costo político de estas decisiones? De hacerlo la oposición, tras posibles elecciones abiertas y universales en 2019, su capital político se vería rápidamente afectado por las externalidades negativas de las reformas. El apoyo ciudadano al chavismo está ya muy comprometido y el gobierno no podría permitirse decisiones impopulares. En este contexto, parece que un gobierno técnico, interpartidista, de transición, es necesario para explicar a la ciudadanía la complejidad de la situación y para proponer ajustes que la política no puede asumir.

“Este era un paraíso”, dice Juan Ignacio mientras caminamos por su parcela de cuatro hectáreas. Su preocupación en este momento es acceder a unos tarros de semillas de cebolla. Durante la última cosecha, las lluvias han causado la pérdida de una hectárea sembrada de cebolla, perjudicando sus ingresos. En el mercado, las semillas se encuentran a 1.2 millones de bolívares (343 dólares). Sin embargo, ayer la cooperativa Agropatria recibió semillas subsidiadas y las está vendiendo a 73 mil bolívares (21 dólares). En la aldea La Blanquita, municipio de Santa Ana, no se habla de otra cosa.

Si Venezuela regresara a una economía de mercado abierta, el costo para Juan Ignacio y los otros campesinos, cuya calidad de vida se basa sobre el acceso a bienes subsidiados, sería enorme.

* Nombre modificado a petición de la fuente para proteger su identidad.

*Escritor y consultor independiente. Twitter: @lucagiuman