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De Fujimori a Fujimori

Juan Paredes Castro, editor central de política de ‘El Comercio’, de Lima, analiza para SEMANA el futuro de Perú tras la tercera posesión de Fujimori.

Juan Paredes Castro
4 de septiembre de 2000

Por segunda vez consecutiva en 10 años la banda presidencial peruana pasó de Alberto Fujimori a Alberto Fujimori, después de una elección que la OEA cuestionó pero no pudo revisar y en medio de una polarización política que pone al régimen en la compleja disyuntiva de democratizarse o de ahondar su autoritarismo. La transmisión televisiva de la asunción al mando de Fujimori mostraba en las pantallas dos cuadros simultáneos tensos: uno, con su juramentación y discurso en el Palacio Legislativo, y otro, con las horrorosas escenas de un centro histórico de Lima en manos de vándalos e incendiarios. El desborde violento de la Marcha de los Cuatro Suyos (alusión a la división política incaica) hizo rápidamente que el gobierno convirtiera a su convocante, el líder de la oposición, Alejandro Toledo, en la principal cabeza de turco de los desmanes.

Ese día, Mauricio Sáenz, de SEMANA, me llamó por teléfono para preguntarme si los peruanos estábamos viviendo un ‘limazo’, en recuerdo comparativo del histórico ‘bogotazo’ que desangró y dividió a Colombia por muchos años, inclusive hasta hoy. Mi respuesta fue quizás demasiado tranquilizadora. “Ya pasó lo peor”, le dije, mientras veía, desde las ventanas de la redacción de El Comercio, cómo las llamas y el humo de los edificios incendiados se extinguían lentamente bajo las mangueras de los pocos bomberos que de milagro se abrieron paso en medio de palos, piedras y gases y pudieron encontrar surtidores de agua a la mano.

Mi voz tranquilizadora quería decir que Lima no era —como muchos lo imaginaban en esos momentos desde el exterior— un campo de batalla a tiros, entre oficialistas y opositores o entre civiles y militares, pero sí el escenario dramáticamente tenso de la compulsación de fuerzas entre quienes demandan la urgente democratización del país y quienes desearían que no hubiera ningún cambio sustancial en el camino a 15 años de ejercicio autoritario del poder.

La política peruana se asemeja cada vez más a un gran embudo, en el cual la parte ancha la maneja el gobierno y la angosta la oposición, con escasas posibilidades de que esta radical asimetría cambie en poco tiempo. El propio problema de legitimidad que enfrenta Fujimori no parece constituir, para éste, mayor gravedad ni riesgo, en la medida que ha podido formalizar, a su modo, todos los pasos de su entrada en un nuevo período presidencial, desde su controvertida postulación hasta su juramentación en el Congreso, que la oposición proclamó que intentaría impedirla. Es más: Fujimori ha asegurado para sí la lealtad de las Fuerzas Armadas, en una alianza cívico militar que define, desde hace mucho, las líneas maestras del régimen y de sus objetivos a largo plazo.

La oposición, como parte angosta del embudo, ha sufrido en los últimos años un proceso de desgaste, infligido, de un lado, desde sus frágiles e improvisadas estructuras, y de otro, por acción directa e indirecta del gobierno, que puso a su servicio, contra ella, un aparato de desprestigio sin nombre a través de una prensa amarilla monocorde pocas veces vista. No se olvide que el mismo Toledo surge a la palestra a contrapelo de ese aparato, al prácticamente desaparecer en las encuestas los inicialmente favoritos Alberto Andrade y Luis Castañeda. A la postre Toledo llegaría a pasar por las mismas sucias armas políticas, aunque con una ventaja: sobrevivir a ellas y presentarse como el mayor escollo que tiene ante sí el régimen.

La propuesta democratizadora de la OEA, que viene a ser el paliativo de lo que en un comienzo se planteó sin éxito como remedio (la revisión de los comicios de abril y mayo) ha despertado una doble expectativa. El gobierno ve en ella, más que la tabla de salvación de la oposición, un proyecto de concesión de espacios políticos importantes al adversario, que no está dispuesto a facilitar. Por consiguiente su estrategia consistiría, por lo menos hasta donde es posible conocer algunas señales, en persuadir a la misión de la OEA de que antes de cualquier compromiso de ejecución de los 29 puntos planteados, habrá de discutirse uno a uno en una mesa de negociaciones ampliamente representativa.

Como se sabe, las propuestas de la OEA apuntan básicamente a garantizar la independencia del Congreso y del poder judicial, a establecer un mecanismo de rendición de cuentas en el manejo de los asuntos militares y de inteligencia y a poner fin al control y acoso gubernamentales sobre importantes medios de comunicación, entre otras cosas. Si lo que se busca a través de ellas no llegara a ajustarse a un calendario concreto y a plazos suficientemente acordados por las partes, difícilmente puede esperarse la ansiada mínima democratización peruana. Y peor aún: lo que podemos tener a cambio es el fortalecimiento del autoritarismo con mayores dosis de desasosiego social, político y económico en diversos sectores.

No se descarta, por supuesto, que por sobre las cabezas de los halcones del régimen, vaya a imponerse, paso a paso, el afán institucionalista que preconizan algunos influyentes miembros civiles y militares del entorno fujimorista. El objetivo de éstos no sería contribuir a que el gobierno termine cediendo sus espacios claves de poder, lo que sin duda sería un suicidio. Tratarían de establecer un tira y afloje en la agenda de la OEA, de manera que ésta quede contenta y la oposición también, mientras se inventen métodos menos burdos y escandalosos de meter las manos en la justicia, en otras instituciones autónomas y en los medios de comunicación. No está claro el propósito oficial de que las cosas pudieran ser distintas llegada la hora de cumplir las propuestas de la OEA.

El gobierno fujimorista habría logrado comprobar en las últimas semanas que las presiones de la OEA tienen serias limitaciones políticas y diplomáticas, que las amenazas de corte de ayuda económica por Estados Unidos descienden al final a los recovecos de los mutuos intereses bilaterales y regionales, tornando imposible su ejecución, y que las declaraciones de algunos países de la Comunidad Europea, si bien moderados en unos casos, y demasiado duros en otros, difícilmente confluyen en una votación institucional.

¿Qué es capaz de meterle miedo a un régimen que se ufana de haberle legado al Perú una victoria sobre el terrorismo (ejemplo para América Latina y el mundo) y una estabilidad económica que recién en los últimos años está acusando sus peores golpes a través de una fuerte y peligrosa recesión, unida a graves indefiniciones en el modelo original? Por ahora no hay una respuesta clara a esta pregunta. Lo cierto es que, por encima de tantas fechorías ilegales y anticonstitucionales y por encima de los desafíos últimos de una oposición que ha logrado, aunque sin estructuras sólidas, una buena base de respuesta social, el sistema político fujimorista se abre paso, con cierta tranquilidad, hacia un período presidencial que en abril y mayo parecía escapársele de las manos ante un Toledo que arremetía, a muy poca distancia, en las encuestas, y hasta en las ánforas, en unas elecciones que se recordarán siempre como las más desiguales y las menos libres de nuestra historia.