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Hillary Rodham Clinton sería la única primera dama en asumir la presidencia. En la foto con su esposo Bill, su hija Chelsea y su yerno Marc Mezvinski.

ESTADOS UNIDOS

Las dinastías de EE. UU. que vuelven y juegan por la Casa Blanca

La posibilidad de que Hillary Clinton se enfrente con Jeb Bush por la presidencia en 2016 plantea la cuestión en la democracia más importante del mundo.

14 de marzo de 2015

Estados Unidos, ¿república bananera? Sonaría absurdo que la primera democracia del mundo fuera descrita ahora mismo con esa expresión que el escritor norteamericano O. Henry incluyó en 1904 en su novela Cabbages and Kings (Repollos y reyes), para la cual se inspiró en historias de familias influyentes en la Centroamérica del siglo XIX. Sonaría absurdo, sí, pero lo cierto es que, en lo que se refiere a poderosos clanes familiares, ningún país del mundo cuenta ya con dos con tanto poder como los Bush y los Clinton en Estados Unidos.

No es solo porque, de cara a las elecciones presidenciales que tendrán lugar en noviembre del año entrante, el más probable candidato del Partido Republicano sea Jeb Bush y la más probable aspirante del Partido Demócrata sea Hillary Clinton, sino por la presencia que ambas familias han tenido en los últimos tiempos en la política estadounidense. El caso es simple: en ese país de 320 millones de habitantes, cuya edad promedio es de 36,8 años, prácticamente ningún ser humano ha vivido un ambiente político sin un Bush o un Clinton mandando en Washington.

En las últimas dos décadas, la Casa Blanca, con la excepción de los seis años que Barack Obama lleva en el poder, parece haber sido escriturada a nombre de las dos familias. George H. W. Bush inauguró el ciclo cuando el 20 de enero de 1989 tomó posesión de la Presidencia, un cargo que conocía muy bien pues en los ocho años anteriores había sido vicepresidente de Ronald Reagan. No logró la reelección porque fue derrotado por el entonces gobernador de Arkansas, Bill Clinton, que aunque sí consiguió estar dos periodos en la Presidencia no pudo dejarle el puesto a su vicepresidente Al Gore porque fue vencido en las elecciones de 2000 por George W. Bush, hijo del antecesor de Clinton, a su vez sucedido por Obama.

Es verdad que Estados Unidos ha sido un país de potentes dinastías políticas. John Adams fue el segundo presidente al suceder a George Washington –que curiosamente se negó a gobernar más de dos periodos– y su hijo John Quincy fue el sexto. Teddy Roosevelt fue el 26 y su primo Franklin el 32. John Kennedy, que fue el 35, nombró en un acto de nepotismo a su hermano Robert como fiscal general y apoyó a su hermano Edward en su carrera al Senado. No es raro. A lo largo de la historia estadounidense, 400 dúos padre-hijo y 190 dúos de hermanos han sido elegidos al Senado o a la Cámara de Representantes. Otro dato ilustrativo es que dos o más integrantes de unas 700 familias se han sentado en un escaño en el Capitolio.

Pero lo que sucede ahora es casi de escándalo. “Lo que pasa con los Bush y los Clinton, que parecen perpetuarse y que ha elevado mucho el umbral para los ‘outsiders’, recuerda lo que ocurría en la América Latina del siglo XIX, donde gobernaban ciertas dinastías como los Mosquera en Colombia, y recuerda también a lo sucedido con los Alessandri en Chile en los siglos XIX y XX, con los Batlle en Uruguay”, le dijo a SEMANA Héctor Schamis, profesor de Gobierno en la Universidad de Georgetown.
 Y la cosa no para ahí porque en caso de que uno cualquiera, entre Hillary o Jeb Bush, llegue a imponerse en la cita electoral del año entrante y sea reelegido para un segundo periodo, eso significaría que las dos familias habrían ocupado la Casa Blanca durante la friolera de 28 años casi consecutivamente. Ninguna otra democracia moderna tendría una historia semejante. Ni Costa Rica con los 14 años de los Figueres, ni Colombia con los diez de los López ni con los nueve –que en 2018 serán 12– de los Santos.

 Si bien, el denominador común de los Bush y los Clinton es el poder inmenso que poseen, los orígenes de ambas familias son marcadamente distintos. Mientras los Bush son una dinastía de Kennebunkport, un elegante pueblo en la costa de Maine y al norte de Boston, los Clinton son en esencia la dinastía del IQ: el coeficiente intelectual.

La familia Bush veranea en esa localidad costera de Maine desde finales del siglo XIX. David Davis Walker y su hijo el banquero George H. Walker, bisabuelo y abuelo del presidente George Herbert Walker Bush, compraron una tierra a orillas del Atlántico y construyeron una mansión donde pasan las vacaciones la mayor parte de sus descendientes. El tronco de la familia Bush había pisado tierra mucho antes en Estados Unidos. Nacido en la ciudad inglesa de Bristol en el siglo XVII y muerto en la colonia de Plymouth en el actual estado de Massachusetts, se llamaba Richard Bush y sembró la semilla de una estirpe de gentes acaudaladas y poderosas.

Uno de sus descendientes fue Prescott Bush, el padre de George H. W. Bush, que nació en Ohio y representó por varios años al estado de Connecticut en la Cámara Alta. Su hijo, incluso antes de alcanzar la Presidencia, hizo una carrera brillante. Nacido en Milton (Massachusetts) en 1924, se convirtió en el piloto de combate más joven durante la Segunda Guerra Mundial para luego entrar a la prestigiosa Universidad de Yale, donde formó parte de la sociedad secreta Skull and Bones (Cráneo y Huesos) que, según se dice, controla la CIA. Bush fue justamente director de esa agencia y también embajador en China y en la ONU, lo cual lo condujo a que Ronald Reagan lo escogiera en 1980 como candidato a la vicepresidencia.

Los Clinton marcan un contraste notable con el de los Bush. Aquí la primera piedra de la dinastía la puso el propio Bill Clinton, que nació en el estado sureño de Arkansas con el nombre de William Jefferson Blythe. Su padre, del mismo nombre, era un vendedor que pereció en un accidente automovilístico tres meses antes del nacimiento de Bill, que decidió apellidarse Clinton por su padrastro Roger Clinton, un alcohólico que abusaba a veces de su madre. Bill fue a la Universidad de Yale, donde conoció a Hillary Rodham, estudiante pilísima con la que se casó, con quien tiene a su hija única Chelsea y que ha sido senadora, candidata presidencial derrotada por Obama en las primarias demócratas de 2008 y secretaria de Estado. Y si el coeficiente intelectual de ella es altísimo, el de él no es menos: tras graduarse de Yale hizo un máster en Georgetown y fue Rhodes Scholar en Oxford. Además, han construido una fortuna como abogados, escribiendo libros y dando asesorías internacionales.

Hillary o Jeb Bush, que fue gobernador de Florida, no son los últimos miembros de sus respectivas familias ni de las grandes dinastías gringas que se meten de lleno en la política. Joseph Kennedy III, nieto de Robert Kennedy, fue elegido representante a la Cámara por Massachusetts el pasado 5 de noviembre. Una semana más tarde, el 14, George P. Bush, hijo de Jeb y de su esposa la mexicana Columba Bush, fue elegido comisario de Tierras del estado de Texas en lo que constituye una novedad en su clan familiar: nunca un Bush –ni su bisabuelo Prescott, ni su abuelo George H. W., ni su tío George W., ni su padre Jeb– había ganado la primera elección a la que se presentaba. Y Chelsea Clinton puede lanzarse en cualquier momento a algo: es hija de la pareja más poderosa del planeta. Y eso pesa.

Nadie duda a estas alturas de que Hillary Clinton, a sus 67 años, y Jeb Bush, a sus 62, aunque polémicos, son candidatos muy sólidos y dirigentes políticos preparados para suceder a Obama. Esta misma semana un académico, Matthew Dallek, llegó a defender sus familias en The Washington Post, al afirmar que las dinastías políticas son buenas porque los miembros de un clan familiar se fijan más y mejor en logros del primero en la fila, como ocurrió con Franklin Delano Roosevelt y su primo mayor Teddy. Pero si Hillary o Jeb ganan en noviembre de 2016, cualquier persona sí tendría el derecho a dudar no solo del artículo de la Constitución gringa que dice que “Estados Unidos no otorgará jamás un título nobiliario”, sino del preámbulo de la Declaración de Independencia, donde dice: “Todos los hombres son creados iguales”.