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DESPUES DEL TERREMOTO...NO VIENE LA CALMA

Una semana después, el drama de Ciudad de México continúa y los estragos del cismo se extienden al campo político.

28 de octubre de 1985

Desde el jueves 19 hasta el momento de escribir este despacho, el blando subsuelo de la Ciudad de México no ha dejado de moverse: el viernes 20, a las 19.32 de la noche, fue sacudida por otro sismo de 6.5 grados en la escala de Richter y decenas de pequeñas oscilaciones posteriores generan mareos y mantienen en vilo los nervios estirados de casi 18 millones de personas.
Porque la reiteración del viernes, aunque fue de una intensidad y una duración mucho menores que la del terremoto, produjo verdadero pánico, al destruir la arraigada convicción de que, producido un movimiento telúrico de tal magnitud, pasan años antes de que se repita el fenómeno.
Esa noche, decenas de miles de personas (según el diario Excelsior, unas 80 mil), abandonaron el Distrito Federal por avión o carretera. Sin embargo, las estadísticas no alcanzan a dar cuenta de lo que fue la locura de la megalópolis, con atascos fenomenales de tránsito provocados centralmente por todos los que querían llegar a su casa para ver si seguían teniendo familia. Ese día y noche se derrumbaron 50 edificios que habían quedado dañados por el sismo del día anterior. Hubo ruinas sobre ruinas y un sentimiento metafísico generalizado de que llegaba el final de todos y de todo. Lo que explica que alguna gente humilde -no mucha, para decir la verdad- extendiera los rezos de las iglesias a las aceras públicas, en un ancestral afán por detener la ira divina.
Grandes masas de la población, sin embargo, tuvieron la fortaleza de seguir firmes en las tareas solidarias que habían acometido con gran ahínco desde la mañana trágica del día anterior .
Miles de pobladores, mayoritariamente jóvenes, que se habían improvisado, bomberos, policías, enfermeros, redoblaron sus esfuerzos, pese a la nueva catástrofe, trabajando las más de las veces sin maquinaria adecuada y sin una conducción centralizada.
Las autoridades, que habían puesto en marcha el plan Defensa Nacional III (DN III) de apoyo a la población civil, debieron admitir por boca del propio presidente, Miguel de la Madrid -y tras manifestaciones iniciales de que tenían todo bajo control- que el desastre los había rebasado.
Esta reacción del pueblo de México, que ha sido destacada por la gran mayoría de los observadores internacionales, quedará, sin duda, en la historia como el rasgo social distintivo de estas tremendas jornadas.
Y es muy posible que, al haberse dado en un cuadro de crisis económica muy aguda, tenga consecuencias políticas que ahora no pueden determinarse.
Ya se están formando movimientos reivindicativos específicos, como el de los habitantes de la unidad habitacional Nonoalco de Tlatelolco, en la que se derrumbó el edificio Nuevo León, y otros 22 monoblocks han quedado inservibles.
La rápida organización de esta unidad, tal vez el conjunto habitacional más poblado del mundo, y las noticias, cada vez más frecuentes, de movimientos parciales similares que anuncian el propósito de constituir un frente de damnificados, es sólo un dato, pero abona las tesis generalizadas sobre las inevitables consecuencias políticas del sismo. Hay otros. Se alzan muchas voces, incluso en el PRI (Partido Oficial) y en el propio Senado de la República, que exigen una mayor descentralización.
No es un clamor ocioso: hay más de un centenar de edificios públicos afectados, escuelas, hospitales, y hasta locales que albergaban a secretarías de Estado se han venido abajo. El ejemplo más ilustrativo es el de las comunicaciones: al derrumbarse buena parte de las centrales telefónicas de San Juan y Victoria, que concentraban el manejo de la red, la Ciudad de México quedó incomunicada con su propio país y con el resto del mundo. Se ignora aún, con precisión, cuántas semanas llevará el cabal restablecimiento del servicio.
Pese al heroismo que sigue desafiando derrumbes, fuertes fugas de gas, el peligro de epidemias (por la gran cantidad de cadáveres descompuestos que yacen bajo los escombros y los problemas con el agua), el ánimo generalizado es fúnebre y receloso. Y no sólo por este presente de muerte, que nos acompaña cada minuto, sino porque la gente teme nuevas pérdidas: el que perdió la casa no sabe cómo se dispararán los alquileres, el que perdió el lugar físico de trabajo desconoce si seguirá en la nómina, y todos piensan que si la situación económica ya era grave, se agravará aún más.
Aunque el aparato productivo del país no ha sido dañado, aunque la solidaridad internacional se ha manifestado ya con el envio de 1.400 toneladas de medicinas, equipos de rescate y diversos enseres aptos para este tipo de catástrofes, todos temen el pago de una inmensa factura. En este, como en otros rubros, no hay cifras confiables, pero ha circulado a modo de versión que los daños, ya alcanzarían al billón de pesos (más de 2.600 millones de dólares al cambio actual).
Es probable que esta cifra se quede corta. En todo caso, resultaría escasa frente a los 12 mil millones de dólares de intereses que México debe afrontar este año por el servicio de su deuda externa. El gobierno, que hasta ahora ha preferido la imagen del buen pagador, a diferencia de los planteamientos de otras administraciones como la de Alan Garcia, insinúa cambios al respecto.
El presidente de la Madrid pidió a los acreedores comprensión extraordinaria frente a la gravísima emergencia. El canciller Bernardo Sepúlveda que lo representó en la Asamblea de la ONU, señaló en Estados Unidos ante el Council of Foregin Relations que el pago de los intereses se lleva anualmente más del 50 por ciento de las exportaciones y enfatizó: "Cada año vendemos más, sin que con ello disminuya sustancialmente la carga de la deuda". Para algunos observadores, como el Washington Post, los banqueros exhibirán una comprensión y unos sentimientos tan filantrópicos como el de los especuladores locales, que subieron el precio de la popular tortilla de maíz, de 322 a 400 pesos el kilogramo.
En el momento de escribir estas líneas, a una semana del terremoto, la gigantesca capital de México sigue sin recuperarse del trauma. Aunque sólo fueron afectados los barrios céntricos, los asentamientos residenciales están intactos, siguen las brigadas de rescate, los cortes de luz y agua, el ánimo fúnebre y la incertidumbre.
El espanto continúa sin poder encasillarse dentro de cifras confiables. El sábado pasado, cuando el gobierno hablaba de poco más de mil muertos, el embajador norteamericano, John Gavin -en una de sus provocativas conferencias de prensa- especulaba con la posibilidad de que fueran de 3 a 10 mil. A poca gente le simpatiza el galán de cine devenido Embajador, pero muchos se sienten inclinados a darle la razón. La culpa la tienen, sin duda, quienes debieran procurar mayor rigor en la información. El diario La Jornada denunció, por ejemplo, que el jefe de prensa de la municipalidad difundió el martes 24 que eran 2.500 muertos, y el día anterior había emitido un comunicado diciendo que eran 3 mil. Según el matutino, algunos reporteros le hicieron notar la imposibilidad de 500 resurreciones y, entonces, dijo: "pongan 3.100".
A una semana del terremoto la megalópolis no se repone del trauma. Día a día el horror se mete en las pupilas y en el área siniestrada el hedor de los cadáveres reaviva la polémica entre quienes sostienen que ya no hay más atrapados vivos y pretenden dinamitar escombros, y quienes se aferran a las palabras del propio Presidente de la República para recordar que lo prioritario es salvar vidas. Así lo piensan también los técnicos suizos, franceses, canadienses, que se han hecho populares con sus aparatos sofisticados y, sobre todo, con sus perros entrenados para encontrar sobrevivientes.
Y el empeño y la terquedad parecen darles la razón. Hubo sobrevivientes 5 días después del primer temblor. Y hubo, además, entre miles de anécdotas que serán materia de muchos libros futuros, una que ya ha sido asumida como emblema por toda una población angustiada: casi tres días después del terremoto, fue sacada con vida de entre las ruinas de un hospital público, una bebita recién nacida. Estaba junto al cadáver de su madre. Los científicos dieron una explicación racional para este insólito suceso: había sobrevivido sin deshidratarse, gracias a la leche materna.
Seguramente, la superstición popular (¿por qué no?) discrepará con los médicos para erigir un nuevo milagro. En cualquier caso, para todos los que se sienten como sucios de muerte, es como una luz al final del túnel.