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| Foto: A.P.

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Presidente con discurso de candidato

Trump no arrancó su mandato con mensajes conciliatorios, sino reiterando sus convicciones nacionalistas, proteccionistas y polarizantes.

21 de enero de 2017

Los discursos de posesión de un presidente de Estados Unidos siempre concentran la atención mundial. Allí el nuevo mandatario aclara la dirección de su gobierno, que puede afectar la vida de la gente en los cinco continentes. En el caso de Donald Trump la expectativa era aun mayor porque podría haber aplacado algunos de los temores que habían despertado sus provocadoras propuestas de campaña. Es normal que en esta intervención los presidentes moderen las promesas que hicieron para ganar votos y que hagan anuncios más ajustados y de corte presidencial.

El de Donald Trump, el viernes, no fue así. Otra vez el magnate se apartó de las tradiciones y pronunció lo que podría catalogarse como un discurso más de la campaña. En menos de 20 minutos reiteró sus propósitos y su talante, calificado de populista, nacionalista y arrogante. Insistió en su proyecto proteccionista y en su intención de poner a Estados Unidos de primero, “para hacerlo grande otra vez”. Evitó hacer anuncios concretos, pero dijo que sus decisiones estarán siempre orientadas a servir los intereses de su país. No hizo llamados a la paz, ni a la cooperación internacional, ni siquiera saludos a los aliados de Washington. No habló como líder del mundo libre, que siempre fue una intención de sus antecesores. Y en sus escasas alusiones a las relaciones exteriores condenó el radicalismo islámico con una vehemencia que delata una visión del momento caracterizada por el choque de civilizaciones.

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También brillaron por su ausencia los gestos de reconciliación interna. No hubo invitaciones a la unidad ni a la paz política. Ni siquiera al trabajo conjunto de las bancadas para apoyar objetivos por encima de la confrontación partidista. Estas suelen ser convocatorias de rigor, pero eran aún más importantes después de una campaña electoral que llegó más lejos que nunca en su confrontación. A Donald Trump no parece importarle que la opinión pública esté tan polarizada y que su exrival Hillary Clinton –a quien no saludó- obtuvo casi 3 millones más que él.

Al nuevo mandatario tampoco parece preocuparle que ha pasado a la historia como el presidente que asume con la peor imagen. Trump no planeó un discurso para cosechar apoyos ni para disipar miedos, y sus duras críticas a las elites seguramente molestaron también a los propios republicanos. Su reiterado escepticismo hacia los partidos y sus constantes llamados directos a la gente corroboran las inquietudes en el sentido de que las concepciones del hombre más poderoso del mundo no son democráticas ni liberales, sino populistas y autoritarias.

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La posesión de Donald Trump será recordada por las manifestaciones en contra en las calles vecinas al Capitolio, por la reticencia de los más famosos artistas para cantar en la ceremonia, y por la escasa presencia de público en el Mall. Tal vez ese es, justamente, el mensaje que quería transmitir Trump. El de que el cambio forma parte de su mandato y va en serio. Y que no le faltará pulso firme –ese gesto tan propio del presidente con sus manos- para repensar tradiciones, pisar callos y reformar instituciones políticas, y así lograr mejores condiciones de vida para los ciudadanos.

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Este discurso puede calar en los estados del centro profundo estadounidense, pero alimenta temores en el mundo. Las intenciones proteccionistas del candidato se parecen mucho a las del presidente. La llegada del magnate dispara las posibilidades de unas relaciones conflictivas con China, agudiza la crisis de los refugiados de Oriente Medio, fragiliza aún más a la Unión Europea y le da alas a los populistas y nacionalistas de todas las naciones. Los próximos cuatro años serán una prueba extrema para los logros democráticos de los últimos 50. Y no solo en Estados Unidos, sino en el mundo.