Home

Mundo

Artículo

irak

El desastre

Con los demócratas al acecho, George W. Bush se esfuerza por mostrar optimismo. Pero la guerra parece una sin salida.

15 de septiembre de 2007

Ajuzgar por el discurso que pronunció el presidente estadounidense, George W. Bush, el jueves en la noche, poco cambió en su estrategia en Irak. En una semana cargada de tensión, el texano recogió las recomendaciones del jefe de las fuerzas de ocupación en aquel país, David Petraeus, y anunció por primera vez un modesto repliegue de tropas. Lo cual no significa un cambio de curso, pues las dejaría en los mismos niveles -130.000 hombres- en que estaban antes del famoso incremento ('surge') de hace ocho meses.

El debate sobre el futuro de Irak, y de paso el de la política norteamericana, atravesó unos días cruciales en los que los titulares habituales de la cotidiana violencia sectaria se combinaron con la expectativa que se apoderó de Washington, propia de las grandes citas en la historia del Capitolio, por el reporte que Petraeus presentaría ante el Congreso. Entre su público se encontraban algunos de los pesos pesados con mayores probabilidades de suceder a Bush: los demócratas Hillary Clinton y Barack Obama y el republicano John McCain.

De entrada, el 11 de septiembre, la fecha fijada para la esperada intervención del condecorado general, generó más de una suspicacia. Como recordó Obama, esa audiencia no se debería haber llevado a cabo en el aniversario de los ataques sobre las Torres Gemelas, ni la víspera o el día siguiente, pues hacerlo ayudaba a perpetuar la falsa idea de que la invasión a Irak tenía que ver con aquellos atentados terroristas. Ya nadie recuerda los motivos originales en Irak, las armas de destrucción masiva y el vínculo de Saddam Hussein con Al Qaeda, ambos inexistentes. A estos los reemplazó el objetivo de un Irak democrático y prooccidental que sirviera de ejemplo en la región, lo cual hoy se antoja inalcanzable. Esas metas ya están abandonadas, y hoy el gobierno se transa por el objetivo, más que modesto, de estabilizar el país y combatir a Al Qaeda, una organización terrorista que, dicho sea de paso, no existía en Irak antes de la invasión de 2003.

A Petraeus lo acompañó el embajador estadounidense en Irak, Richard Crocker. Ambos son considerados, respectivamente, el mejor soldado y el mejor diplomático que han servido en aquel país. Y los dos se encargaron de transmitir el mensaje de que un Irak democrático todavía es posible y de defender la presencia militar con una mínima reducción, de 30.000 hombres, de aquí a agosto de 2008. Ayudado por una serie de tablas, Petraeus mostró un panorama exageradamente positivo. Sostuvo que la mayoría de los objetivos del famoso incremento se ha cumplido, la situación de seguridad ha mejorado y que una retirada precipitada tendría "consecuencias devastadoras". Según sus estadísticas, el número de iraquíes muertos violentamente cada mes descendió 45 por ciento desde diciembre, y las explosiones por cuenta de atacantes suicidas y carros bomba bajaron de 175 en marzo a 90 el mes pasado.

Las intervenciones de ambos funcionarios pasaron por alto o minimizaron los signos de la profunda división entre sunitas y chiítas que hace temer a muchos iraquíes que su país se fracture. Sus palabras estaban destinadas a ser un tanque de oxígeno para los republicanos que buscan desesperadamente recuperar algo de credibilidad de cara a las presidenciales de 2008. Entre ellos, McCain sería el más favorecido por el diagnóstico del general, pues aunque ha sido un duro crítico de la manera como se manejó la guerra, se opone con fervor a una retirada prematura.

Pero los demócratas, quienes recuperaron las mayorías en ambas Cámaras con la promesa de traer de vuelta a los soldados, están ya en plena campaña para regresar a la Casa Blanca con un programa decididamente contrario a la guerra. De modo que rechazaron las palabras del general e insistieron, con matices, en un repliegue inmediato. "Hemos puesto la barra tan baja, que una modesta mejora en lo que era una situación completamente caótica es considerada un éxito. Y no lo es", dijo Obama. Hillary, por su parte, calificó al militar como "el vocero de facto de una política fallida".

Y en muchos sentidos lo fue, como quedó claro cuando Bush recogió sus recomendaciones. Por si quedaba alguna duda, la semana pasada demostró, una vez más, el colapso del liderazgo presidencial. Aunque se asume que en una democracia los políticos toman las decisiones, y no los militares, la única política de Washington en Irak es la que defendió Petraeus. Parecía como si el impopular Presidente, en el que sólo confía el 5 por ciento de los estadounidenses, siguiera las órdenes del respetado general, cuando constitucionalmente debería ser al revés. "Petraeus tiene todas las medallas, Bush no tiene ninguna. Por eso lo está poniendo a hacer su trabajo. Ellos confían en el militarismo para sacarlos de la encrucijada", dijo a SEMANA Norman Solomon, del Institute for Public Accuracy. Un escenario que contrasta con el de los meses previos a la invasión, cuando los militares eran escépticos y los halcones de Washington hicieron énfasis en que la decisión le correspondía al poder civil. Más allá de lo buen estratega que pueda ser Petraeus, los problemas de Irak no son sólo militares, sino, sobre todo, políticos.

El frente político

La clave del incremento de las tropas, según argumentó en su momento la Casa Blanca, era proveer suficiente seguridad para crear un espacio político en el que las distintas facciones iraquíes pudieran trabajar para limar las diferencias. "No hay una solución puramente militar en Irak, y no conozco a nadie que piense distinto en Washington. Hay algún logro en seguridad, pero el proceso de reconciliación política ha hecho mucho menos progreso del esperado", dijo a SEMANA Stephen Biddle, experto en política de defensa del Council on Foreign Relations. Al cierre de esta edición se esperaba la publicación del informe sobre el progreso del gobierno del primer ministro, Nuri al-Maliki, un evidente fracaso que sin duda les dará munición a los demócratas que buscan tramitar una política alternativa a través del Congreso.

No son pocos quienes señalan que una de las razones del descenso en la violencia sectaria puede ser que en muchos sectores donde convivían diferentes etnias ya se ha purgado a las minorías. Según el último sondeo de la BBC / ABC, la mayor parte de los iraquíes piensa que la situación está peor que antes del incremento de las tropas, y el 57 por ciento considera aceptables los ataques, un porcentaje que se dispara al 93 por ciento entre los sunitas. En Bagdad, sin ir muy lejos, el Ejército estadounidense construye un muro de hormigón de tres metros de alto y dos kilómetros de largo para separar los barrios chiítas y los sunitas.

Una de las mejores evidencias del fracaso de la reconciliación es el reciente viaje de Bush a Irak. El republicano tuvo que viajar prácticamente en la clandestinidad, no aterrizó en Bagdad sino en una base militar en Anbar, una provincia casi exclusivamente sunita. Allí Bush se entrevistó con Abdul Sattar Abu Risha, un jeque sunita que se había convertido en un aliado clave de las fuerzas norteamericanas para combatir a Al Qaeda en la región. El mismo que el jueves, horas antes del discurso de Bush, fue asesinado con una bomba. "Aunque se proclamaba como el líder de todas las tribus de Irak, Abu Risha era una creación de Estados Unidos. La historia construida a su alrededor es propaganda", dijo a SEMANA el periodista Rick Rowley, quien lo conoció de cerca, pues acaba de regresar a Estados Unidos después de pasar mes y medio en Irak con las tropas para un informe especial para Al Jazira internacional. "En este momento, las tropas estadounidenses son una de tantas milicias en Irak, una que las demás milicias tratan de usar a su favor", asegura.

De hecho, uno de los principales argumentos de Petraeus y Bush es que los jeques en provincias como Anbar dejaron de pelear al lado de Al Qaeda para cooperar con Estados Unidos. Pero en cualquier caso, es un amor comprado en medio de la desconfianza mutua. Y ese apoyo no hace una gran diferencia en las regiones mixtas, que es donde se siente con más crudeza el enfrentamiento. Para los más pesimistas, la visión de las facciones chiítas y sunitas es excluyente e irreconciliable, pues prefieren ser señores de sus propios territorios que compartir un Irak unitario.

Los demócratas, y un número cada vez más alto de republicanos, están convencidos de que Washington ha perdido cualquier capacidad para influir en la política iraquí. Medir el "éxito" del que habló Bush parece imposible cuando por lo menos 100.000 iraquíes, según los cálculos más conservadores, han caído víctimas de la violencia sectaria. La cruda realidad es que la invasión le dio Al Qaeda tanto una nueva causa como un nuevo santuario y que el gobierno central iraquí patrocinado por Washington, de liderazgo chiíta, es inevitablemente cercano a su gran rival en la región, la chiíta república islámica iraní.

Los halcones de Washington abrieron la caja de Pandora en Irak y ahora, por más optimismo que traten de proyectar los generales sobre el terreno, nadie tiene claro cómo contenerla. Algunos observadores sostienen que Bush sólo está ganando tiempo para dejar sobre los hombros del próximo Presidente el lastre de decidir cómo y cuándo salir de un Irak camino a la fragmentación. Posiblemente, como lo dijo el mandatario en su discurso, Estados Unidos mantendrá tropas en Irak mucho tiempo después de que su Presidencia haya terminado. Algo que los demócratas tratarán por todos los medios de evitar. Pero nada de eso es una buena noticia para los iraquíes, que ven cómo, tras la invasión, su país se rompe en pedazos en medio de la sangre y la desesperanza.