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El Nobel desilusionado

El premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz publica en Francia una demoledora crítica contra la globalización económica liderada por el FMI y el Banco Mundial.

22 de abril de 2002

El colorido grupo de ambientalistas, indigenistas, enfermos de sida, sindicalistas, agricultores, intelectuales de izquierda y anarquistas que se manifestaron a las afueras de la reunión primaveral del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, por primera vez tuvieron un soporte teórico de peso. Se trata de la obra La Gran Desilusión de Joseph Stiglitz, que apareció en Francia el 16 de abril. Stiglitz no es uno de tantos críticos de la globalización fáciles de descalificar: fue premio Nobel de Economía en 2001, en 1993 se convirtió en asesor económico del entonces presidente estadounidense Bill Clinton, en 1997 se vinculó al Banco Mundial, en el que llegó llegó a ser vicepresidente y jefe económico. Finalmente, en enero de 2000, renunció “para no ser amordazado” después de que en plena crisis asiática cuestionara la política de las instituciones financieras internacionales. Desde entonces es profesor de la Universidad de Columbia.

El libro cuenta la experiencia y las decepciones de Stiglitz con respecto a la forma en que los organismos económicos dirigen la globalización de la economía. Según él “hoy, la globalización no funciona. No funciona para los pobres del mundo. No funciona para el medio ambiente. No funciona para la estabilidad de la economía mundial”. La causa de ello no es la globalización en sí misma, pues Stiglitz está convencido de que “la globalización —la supresión de trabas al libre comercio concebidas para aportarle crecimiento económico a todos— puede ser una fuerza benéfica potencialmente capaz de enriquecer a cada habitante del planeta”. El problema es la forma inequitativa, poco participativa e interesada como esta fuerza está siendo dirigida.

En un símil bastante sugerente Stiglitz asegura que así como la guerra tecnológica moderna está concebida para eliminar todo contacto físico entre el piloto que lanza las bombas y la población, “la gestión moderna de la economía es igual. Desde lo alto de un hotel de lujo se imponen sin piedad políticas que uno pensaría dos veces si conociera a los seres humanos a los que se les va a destrozar la vida”. Las recetas que impone el Fondo Monetario Internacional a los países en desarrollo no contemplan las diferencias de cada país. Es lo que Stiglitz llama la práctica de “cortar y pegar”. Para enfatizar este punto el economista cuenta que existe una famosa historia (aunque quizás apócrifa) según la cual en una ocasión olvidaron cambiar el nombre del país al que le hacían el estudio de préstamo y las recomendaciones pertinentes y dejaron el nombre del anterior. Pero lo más grave es que estas recetas indiferenciadas suelen tener efectos desastrosos.

Así, la exigencia que se les hace a los países pobres de privatizar rápido aunque no existan las garantías legales para asegurar la competencia llevaron en Costa de Marfil a que se crearan monopolios privados y que las tarifas de los servicios subieran descomunalmente. Casi en todos los países en desarrollo las medidas del Fondo suelen acompañarse de un descontento social enorme, de desempleo y fugas de capital.

En la asistencia para el paso del comunismo al capitalismo la ‘terapia de choque’ aplicada a la ex Unión Soviética fue una sucesión de fracasos, mientras que la ‘aproximación gradual’ de China ha sido mucho más exitosa. Pero a pesar de tantos fracasos, incongruencias y vidas destrozadas por las políticas de estos organismos los países pobres siguen aplicando los consejos que se les dan más para acceder al dinero que por su confianza en las políticas.

Para Stiglitz, los adversarios de la globalización que acusan de hipocresía al Fondo Monetario Internacional tienen razón. Según él los Estados de Occidente impulsan a los países pobres a desmantelar sus barreras aduaneras pero conservan las suyas. Así mismo, el Fondo exige transparencia a los países que ayuda cuando es una organización que Stiglitz describe como de las menos transparentes que ha conocido en la vida pública. Vio un ejemplo muy diciente de dicha hipocresía en 1997 cuando, ante la crisis asiática los directivos del FMI hicieron todo lo que estuvo a su alcance para ahogar la idea de Japón de crear un fondo monetario asiático pues, “si bien el Fondo es un fuerte defensor de la competencia de los mercados él mismo no quiere tener competencia”. Otra gran ironía es que el FMI, hoy el más fanático defensor de la hegemonía del mercado y la no intervención, se creó justamente porque se reconoció que la idea de que los mercados funcionaban perfectamente por sí solos era una falacia. “Keynes se retorcería en su tumba si viera en lo que se convirtió su hijo”.

Stiglitz, quizás el más importante exponente de la nueva escuela keynesiana, aboga por una nueva política y filosofía económica “que considere al Estado y al mercado en una relación de complementariedad, de asociación, y que admita que si los mercados están en el centro de la economía el Estado también tiene un papel por desempeñar, limitado pero importante”. El Nobel cree en la necesidad de que los países desarrollados desembolsen una mayor ayuda económica para acabar con la miseria de los países más pobres y también dirige duras advertencias a Estados Unidos por cuenta de su aislacionismo y unilateralismo:

“La agresión del 11 de septiembre nos recordó brutalmente que todos compartimos un mismo planeta, dice. Somos una comunidad mundial y, como todas las comunidades, debemos respetar ciertas reglas para poder vivir juntos. Estas deben ser justas y claras. Deben acordar toda la atención tanto a los pobres como a los poderosos, y manifestar un sentido profundo de la honestidad y de la justicia social. En el mundo de hoy las reglas deben ser fijadas por procesos democráticos y responder a los deseos y necesidades de todos aquellos que se ven afectados por ellas”. n



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