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El retorno de los matones

Quienes lideran la rebelión contra Jean-Bertrand Aristide tienen antecedentes sangrientos que los deben poner en la mira de las autoridades internacionales.

29 de febrero de 2004

La preocupación ante la inminente caída del presidente Jean-Bertrand Aristide reside más que en la protección de la incipiente democracia del país, en las posibilidades de un desastre humanitario. Los antecedentes de los dirigentes rebeldes hacen temer lo peor.

Algunos tienen vínculos con la siniestra dinastía Duvalier pero todos, más que una motivación altruista, ostentan razones para ser enemigos mortales de Aristide. El líder del levantamiento inicial es Butteur Mètayer, que acusa al Presidente de haber ordenado el asesinato de su hermano. Al frente del 'Ejército Caníbal', una banda local a la que cambió el nombre por Frente de Liberación de Gonaives, tomó esa importante ciudad el 5 de febrero, y desde entonces las hordas rebeldes no dejaron de avanzar hacia la capital.

Mètayer, sin embargo, no es el de peor historial. Louis-Jodel Chamblain es un antiguo sargento del Ejército, quien participó en el golpe del general Raoul Cedras que tumbó la primera presidencia de Aristide en 1991. Chamblain culpa a los partidarios de éste de haber asesinado a su esposa. Pero como dijo a SEMANA Philip Bremmer, experto en Haití de la American University, Chamblain alcanzó el grado de coronel y se convirtió, en el reinado de la junta de Cedras, "en uno de los dirigentes del grupo paramilitar Frente para el Avance de Haití, Fraph, responsable de miles de muertes de civiles". Chamblain fue condenado en ausencia a cadena perpetua por sus crímenes.

Otro de los dirigentes es Jean Pierre Baptiste, que se autodenomina general Tatoune, también de la Fraph, y estuvo encarcelado por la masacre de Raboteau durante el gobierno de la misma junta. Su vínculo con la rebelión tiene que ver además con que antes conoció en la prisión de Gonaives, a Amyot Mètayer, el hermano asesinado de Butteur Mètayer, que encabezó su sangrienta evasión del centro penitenciario en agosto de 2002. Según Amnistía Internacional, la banda al mando de Tatoune ha cometido numerosos asesinatos contra partidarios de Aristide y funcionarios del gobierno.

Otro es Guy Phillippe, un antiguo comisario de policía de Cap Haitien, que formó parte de los escuadrones de la muerte en los años 80, cuando todavía el país estaba en poder de la dinastía Duvalier. Estuvo exiliado en República Dominicana tras intentar un golpe de Estado contra sus antiguos amos, regresó a la fuerza pública bajo el gobierno elegido de René Preval en 1995, cuando perseguía a Chamblain por formar parte de la junta de Cedras. Hoy ostentan una extraña alianza de enemigos irreconciliables.

En ese oscuro panorama también se mencionan líderes con motivaciones válidas, como Evans Paul, que trabajó en el gobierno con Aristide y se alejó en protesta por lo que percibió como actos de corrupción y despotismo del Presidente. Pero como dice Brenner, esos líderes bien intencionados "tendrían muy poca capacidad para controlar a los tiranos militares cuyos antecedentes no permiten mirar con optimismo lo que será su comportamiento esta vez. En pocas palabras, lo que podría suceder en Haití es el regreso de una represión brutal, asesinatos generalizados de cualquier asociado con el gobierno y olas de gentes intentando salir del país".

Por otro lado, se espera la reorganización del ejército, que volvería a asumir un papel determinante en los destinos del país, y un resurgimiento de los antiguos Tonton Macoutes, los asesinos de los Duvalier. Y como dijo a SEMANA Hyppolite Pierre, director del Instituto Haitiano de Estudios Políticos, "la resistencia a un nuevo gobierno constituido por esos personajes crecería exponencialmente". O sea que lo único que espera al país más pobre del hemisferio occidental es más giros del círculo vicioso de la violencia que lo ha dominado en sus 200 años de existencia independiente.

De ahí que los expertos estén de acuerdo en que la actitud de la comunidad internacional debe ir mucho más allá de las condenas retóricas y conformar una fuerza de intervención humanitaria que permita la transición a un gobierno en el que no haya genocidas. Lo malo es que las gestiones en ese sentido, aunque ya avanzan, probablemente lleguen demasiado tarde para las víctimas inocentes.