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La ofensiva de Israel contra la autoridad palestina podría responder a la aspiración de Sharon de entenderse con alguien diferente de Arafat.

17 de septiembre de 2001

Si el proceso de paz entre los palestinos e Israel se encontraba ya en estado de coma los sucesos que comenzaron el primer fin de semana de diciembre lo pusieron en fase terminal. El sábado, en Jerusalén, una explosión triple perpetrada por dos palestinos suicidas y un carro bomba mató a 10 jóvenes e hirió a 190 per-

sonas en una calle peatonal de la plaza de Tzión. Y el domingo, que comenzó con el asesinato de un israelí en un asentamiento de Gaza, terminó con la explosión de un autobús en Haifa, en la que murieron 15 personas y 40 más resultaron heridas.

Los atentados fueron reivindicados por la organización Hamas, que dijo que había sido su respuesta al asesinato el 23 de noviembre, por parte de efectivos israelíes, de su líder en Cisjordania, Mahmoud Abu Hanoud. Lo que siguió fue una escalada de violencia alarmante. El gobierno israelí de Ariel Sharon, con la aprobación de Estados Unidos, exigió a su contraparte palestina reprimir las acciones de Hamas, lo cual condujo al arresto de más de 100 personas. Pero sin esperar resultados de su exigencia el gabinete declaró el lunes a la Autoridad Palestina como una “entidad que apoya el terrorismo” y lanzó sus fuerzas contra objetivos altamente simbólicos para los palestinos. Aviones y helicópteros bombardearon edificios de la Autoridad Palestina, incluso la sede del gobierno de Yasser Arafat en Ramallah, a menos de 50 metros de la oficina en la que el líder se encontraba trabajando. En otro golpe fueron destruidos los tres helicópteros que Arafat usaba en sus desplazamientos por la región. El miércoles los bombardeos abarcaron desde Salfit, un pueblo en Cisjordania donde supuestamente funciona la Inteligencia Palestina, hasta la parte sur de Gaza, donde fue destruida la pista del aeropuerto internacional, uno de los mayores orgullos de los palestinos. Tanto Sharon como sus adversarios describieron los hechos como una “guerra”.

El gobierno israelí asegura que Arafat es un cómplice de los terroristas que nunca ha hecho lo suficiente para reprimir sus acciones. Como dijo a SEMANA una fuente de esa nacionalidad, “la autoridad palestina siempre que hay un atentado lo condena, apresa a unos cuantos miembros y los devuelve a sus casas poco después con una palmadita en el hombro”. Pero para los palestinos los atentados suicidas son una consecuencia del asesinato selectivo de sus dirigentes y, mientras su presidente ha hecho más de lo razonable para reprimir el terrorismo, no es posible hacerlo responsable del mismo. Un experto palestino dijo a SEMANA que “Arafat es el líder de los palestinos, no trabaja para los israelíes. Y no se nos puede exigir que nuestras fuerzas policiales actúen con eficiencia si los bombardeos están dirigidos precisamente contra ellas. Además ya ha sucedido que los acusados, una vez en la cárcel, son bombardeados y asesinados, por lo cual es imposible que sean juzgados”.

Para los israelíes Arafat es un personaje megalómano, “un nuevo Saladino”, que tiene una retórica de paz ante el mundo exterior mientras su prensa oficial, su sistema educativo y su discurso doméstico es de odio y guerra contra los israelíes. Por el contrario, para los palestinos el guerrerista es Sharon, de quien citan sus antecedentes terroristas desde sus acciones iniciales en Gaza en 1956 hasta los ataques actuales, pasando por las tristemente célebres masacres de Sabra y Shatila en Líbano en 1983. Mientras Arafat es para el gobierno israelí un hipócrita que en el fondo aspira a la eliminación de Israel, para los palestinos Sharon sigue empeñado en la expulsión de su pueblo para lograr su objetivo histórico de conquistar para Israel todo el territorio de Palestina.

Lo que resulta claro para muchos, sin embargo, es que Sharon está empeñado en una jugada peligrosa. Sus ataques, más que a obligar a Arafat a reprimir el terrorismo, parecen dirigidos a minar su liderazgo por la demostración de su falta de voluntad o, lo que es peor, de autoridad para hacerlo. El objetivo sería que la Autoridad Palestina quede en manos de gente más condescendiente y pragmática, una nueva generación que “habla hebreo, ha crecido al lado de los israelíes y piensa que es posible la convivencia”. Uno de los mencionados por los israelíes es Jibril Rajub, uno de los jefes de seguridad de Arafat.

Pero esa posibilidad puede ser sólo un pensamiento movido por el deseo. No sólo no es seguro que esa dirigencia alternativa piense como espera Sharon, ni tampoco lo es que la caída de Arafat no signifique el ascenso de Hamas, una organización que goza de gran popularidad debido a sus escuelas y sus clínicas populares, pero cuyo juramento fundamentalista es la destrucción del Estado de Israel. Cuando, al final de la semana, Arafat trató de convencer a medio mundo de su sinceridad al poner bajo arresto domiciliario al jeque Ahmed Yassin, los disturbios entre sus seguidores y la policía palestina mostraron la volatilidad de la situación.

Y por el lado de Tel Aviv, Sharon también se juega la estabilidad de su propio gobierno pues el ala laborista de la coalición, encabezada por el canciller Shimon Peres, ha expresado sus dudas sobre la línea dura del primer ministro y sigue pensando que es posible llegar a la paz con Arafat como contraparte. El mayor peligro, para muchos, es que la violencia se salga de control y lleve a una verdadera guerra abierta de resultados impredecibles pues pocos temas unen más al mundo árabe y musulmán que la situación de los palestinos frente al Estado de Israel.