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¿El turno de Cheney?

El escándalo crece, y ya se acerca al poderoso vicepresidente de Estados Unidos. Sin embargo, sería prematuro vaticinar un nuevo 'Watergate'.

12 de febrero de 2006

Cuando el fiscal especial Patrick Fitzgerald leyó las acusaciones contra Lewis Libby, uno de los más cercanos colaboradores del poderoso vicepresidente Dick Cheney, la pregunta que quedó en el ambiente era si la Casa Blanca se había salvado gracias al sacrificio de un chivo expiatorio. Se había salvado -por ahora, porque la investigación sigue- la cabeza de un pez más gordo, el asesor presidencial Karl Rove, y se alejaba el fantasma, que tanto anhelan los demócratas, de un gran escándalo político. En una entrevista para Fox News, el editor del la revista The Weekly Standard, Bill Kristol, reaccionó con cautela: "No es una victoria? esto es tremendamente negativo para la Casa Blanca", respondió. El resultado les dejó un sabor agridulce a los demócratas: no llegaron hasta Rove, a quien muchos consideran el verdadero "cerebro" de la administración de George W. Bush. Sin embargo, alentados por el anuncio del fiscal Fitzgerald de que la investigación continuaría, decidieron capitalizar al máximo la acusación contra Libby. Al fin y al cabo, el ex jefe de gabinete de Cheney es considerado el arquitecto de la guerra de Irak. El embrollo tiene que ver con una investigación que lleva dos años dirigida a esclarecer quién, o quiénes, en el alto gobierno, le filtraron a The Washington Post la identidad de Valerie Plame, como agente de la CIA. Todo indica que se trató de una represalia después de que su esposo -el embajador Joseph Wilson, enviado a Níger para verificar los hechos- desmintió al presidente Bush, cuando en un discurso sobre el Estado de la nación, en momentos en que buscaba apoyo para atacar a Irak, afirmó que tenía informaciones de inteligencia según las cuales Saddam Hussein le había comprado uranio a Níger, para construir armas nucleares. Los demócratas pusieron en marcha, la semana pasada, una intensa campaña para subirle el tono al 'escándalo'. El Presidente del partido y ex aspirante a la Casa Blanca Howard Dean habló de una masiva operación concertada entre varios miembros del alto gobierno. El senador de New Jersey Frank Laudenberg catalogó a Rove de traidor, al tiempo que acusó al presidente, al Vicepresidente y a otros funcionarios de "orquestar un esfuerzo sincronizado para mentirle al Congreso y ganar apoyo para ir a la guerra con Irak". A medida que se calentaba el debate, se sentían las tensiones entre demócratas y republicanos en el Capitolio. Hacia mediados de la semana, los demócratas cerraron las puertas del Senado y exigieron que el presidente del Comité de Asuntos de Inteligencia, el republicano Pat Roberts, concluyera la segunda fase de una investigación sobre la inteligencia que presentó el gobierno de Bush para justificar la invasión a Irak. Roberts había prometido un reporte una vez concluidas las elecciones presidenciales de 2004, es decir, hace prácticamente un año. Los republicanos reaccionaron indignados ante la encerrona demócrata, pero aceptaron presentar un informe sobre las investigaciones el 14 de noviembre. Pero para entonces ya era evidente que para la oposición, el procesamiento de Libby se constituía en la primera pieza de una historia aún por conocerse en su totalidad. En especial, en lo que se refiere a la participación y al conocimiento de los hechos por parte de Cheney. ¿Podría ser involucrado en la investigación? ¿Está en juego su cargo? Aunque nada indica que estas alternativas sean posibles, y mucho menos inmediatas, algunos medios han llegado a especular sobre nombres, como el de la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, que podrían sucederlo. Lo que está claro es que la Casa Blanca no puede darse el lujo de dejar que la bola de nieve crezca. Bush atraviesa por su peor momento. Su popularidad bajó del 40 por ciento. Otros republicanos influyentes han tenido sus propias dosis de escándalos. La guerra de Irak cada día es más costosa y hay reparos sobre el aumento del déficit fiscal. Demasiadas noticias malas para comenzar un año electoral. Por eso los conservadores intentan quitarle importancia a la acusación de Libby y resaltar que el fiscal Fitzgerald fue tan lejos como pudo, de acuerdo con la evidencia que tenía, y no encontró nada realmente grave. "No hay ningún cáncer en el interior de la Casa Blanca.", escribió David Brooks en The New York Times. Otros sectores republicanos la emprendieron contra el ex embajador Wilson, e intentaron darle un giro de 180 grados al debate, destacando un conjunto de buenas noticias que se produjeron en el curso de la semana: el referendo en Irak, el crecimiento de 3,8 por ciento de la economía estadounidense en el tercer trimestre del año, la nominación de Samuel Alito a la Corte Suprema de Justicia y, lógicamente, el hecho de que la investigación de Fitzgerald se redujo, en palabras de Bill Kristol del Weekly Standard, solamente a determinar lo que Lewis Libby les dijo o no a tres periodistas. Y aunque mucho podrán criticar los republicanos y la cadena Fox acerca de la 'criminalización' de la que han sido objeto a manos de los demócratas, cuando un oficial de alto nivel de la Casa Blanca es acusado penalmente, cuando esa misma investigación podría terminar en cargos contra el principal consejero del presidente Bush, cuando pesan cargos por lavado de dinero contra el ex líder de la mayoría republicana en la Cámara de Representantes Tom DeLay, y cuando el líder de la mayoría en el Senado, Bill Frist, se encuentra bajo investigación por un posible fraude en venta de acciones, es innegable que a la administración Bush y al Partido Republicano los persigue el fantasma de la crisis. Varios funcionarios de la Casa Blanca son conscientes de lo complicada que es la situación actual. Muchos están recomendando desde ya la salida de Rove de la administración, considerando esta la única forma en la que Bush va a poder superar todo el impasse de la filtración del nombre de la agente de la CIA a la prensa. Esta misma semana, el fiscal Fitzgerald contactó al abogado del periodista de la revista Time Matthew Cooper para consultarle acerca de las conversaciones de su cliente con Rove antes y después de que la identidad de Plame fuera revelada al público. Esto deja claro que el fiscal Fitzgerald está considerando formular cargos contra Rove por falso testimonio, ya que por lo menos ha logrado documentar algo que el mismo Rove y el portavoz de la Casa Blanca Scott McClellan habían negado enfáticamente y es que definitivamente Rove desempeñó un papel central en las discusiones con periodistas acerca del rol de Valerie Plame en la CIA y su conexión con el ex embajador Wilson. El mismo Fitzgerald ha dejado entrever la posibilidad de llamar al vicepresidente Cheney como testigo en el caso Libby, algo que podría desencadenar un choque de trenes entre las ramas legislativa y ejecutiva, puesto que se da por hecho que Cheney se negaría a hacerlo, bajo el pretexto del privilegio ejecutivo. Bajo esas circunstancias, las opciones para Bush son cada vez más riesgosas. Por un lado, Karl Rove es considerado el asesor de Bush con más influencia en los asuntos de gobierno, además de haber gozado del apoyo unánime del Partido Republicano desde 2001. Pero los adversarios de Bush, por no decir sus enemigos, le recuerdan al Presidente sus declaraciones en las que aseguró no una, sino dos veces, que cualquier persona involucrada con la filtración de la identidad de Valerie Plame a la prensa saldría de la administración. Hasta los mismos republicanos consideran que Bush debe deshacerse de Rove para no quedar como un hipócrita y recuperar la credibilidad de su gobierno. El senador republicano Trent Lott, antiguo líder de la mayoría republicana, dijo en Msnbc esta semana que no entendía por qué un funcionario cuestionado como Rove seguía tomando decisiones en la Casa Blanca, una posición a la que gradualmente se vienen sumando otros importantes voceros del conservatismo. Un ex asesor de Ronald Reagan recordó también que en 1987, en el momento más difícil de esa administración, con el escándalo Irán-Contras al rojo vivo y los niveles de popularidad del Presidente también por debajo del 40 por ciento, bastó un cambio de gabinete para darle un respiro necesario a la administración y terminar la agenda del segundo período con un balance satisfactorio para la administración Reagan. Pero Bush, al menos por ahora, parece estar haciendo caso omiso de esas recomendaciones. La Casa Blanca ha dicho que no está discutiendo siquiera la situación de Rove y agregó que el jefe de gabinete y asesor presidencial "está cumpliendo con un excelente trabajo." Esta semana, la administración intentó desviar la atención hacia otros temas con la nominación de Samuel Alito en la Corte Suprema y la creación de una partida de 7.100 millones de dólares para atender una pandemia de gripa aviar. Los demócratas reaccionaron - al estilo Rove- e invocaron una regla del Congreso que obligó a una sesión cerrada, poniendo otra vez la filtración de la identidad de Valerie Plame y de la guerra con Irak, en el ojo del huracán. Los demócratas tienen claro que necesitarán más que una acusación como la de Libby (incluso la del mismo Rove) para derrotar la poderosa maquinaria republicana. El senador Harry Reid pareciera ser consciente de que la única forma de volver al poder es el camino que han tomado los republicanos en las últimas dos décadas: unificando el partido, creando alianzas, generando ideas y nominando candidatos que sean atractivos al electorado. El jefe del Partido Demócrata, Howard Dean, viene trabajando en organizar equipos en cada Estado, asegurando no sólo su estructura ideológica, sino también una adecuada financiación que los prepare para el año largo que aún queda antes de las próximas elecciones legislativas, que será el momento en el cual los demócratas tendrán las oportunidad de conseguir una verdadera victoria. El Partido Demócrata debe, en últimas, definir un programa nacional que los distinga claramente de los republicanos en temas como los recortes tributarios, la guerra en Irak y la reforma a la Seguridad Social, entre muchos otros. Deben ofrecer razones concretas para sacar al partido en el poder de la Casa Blanca y volver a controlar las mayorías en Cámara y Senado. Bush no sólo es un político con suerte, sino también el jefe del aparato de gobierno. Con tres años aún por delante, a los demócratas les tomará mucho más que la fuerza de gravedad para lograr arrebatarles el poder a los republicanos.