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Los escombros todavía están a la vista en muchos sectores de Puerto Príncipe.

HAITÍ

Elecciones en tiempos del cólera

A casi un año del terremoto, el drama empeora por la epidemia. Santiago Torrado, de SEMANA, estuvo en Puerto Príncipe mientras los haitianos se preparan para los comicios del 28 de noviembre.

27 de noviembre de 2010

Dos de los hoteles de Puerto Príncipe dicen mucho sobre la turbulenta historia de Haití. Uno, el Christopher, servía como sede de la misión de la ONU para estabilizar el país, la Minustah, cuando el devastador terremoto del 12 de enero derrumbó el edificio. Los céntricos terrenos de otro, el inacabado hotel Hilton, sirven como sede del campamento base que la Cruz Roja montó desde entonces para atender a la población. La realidad desvió a esos dos predios de su propósito original. En su momento, alguien llegó a apostar por el potencial turístico del lugar que en tiempos coloniales era conocido como 'la perla del Caribe'. Hoy esa referencia es un sarcasmo allá, donde las desdichas se sobreponen unas sobre otras. Ya era el país más pobre del hemisferio antes del sismo que destruyó las casas y mató a unas 250.000 personas y antes de la epidemia de cólera que ahora persigue a los sobrevivientes que malviven en tiendas miserables.

Han pasado 10 meses y son pocos los signos de esperanza. Por el contrario, a las calamidades se sumaron las inundaciones que trajo el huracán Tomás, la enfermedad que ya ha cobrado 1.600 vidas y, como si fuera poco, las manifestaciones contra los cascos azules desplegados en el país, que dejaron varios muertos y heridos. Porque en medio de su confusión, y en busca de alguien a quien culpar de sus desgracias, muchos haitianos sostienen que los soldados nepalíes trajeron una cepa asiática. Para rematar, precisamente 11.000 cascos azules están encargados de mantener el orden en las elecciones que escogerán el próximo presidente de Haití el domingo 28. La ONU atribuye los disturbios a grupos interesados en sabotear los comicios. Muchos tratan de pescar en río revuelto, y pocas aguas son tan turbias como la política haitiana.

En el centro de Puerto Príncipe, elPalacio Presidencial todavía permanece en ruinas, como símbolo de un Estado que no se levanta y depende por completo de la ayuda extranjera. Reconstruir el país depende de qué tanta estabilidad política consiga, y esta ha sido una cualidad casi inexistente: si los comicios son exitosos y el presidente René Préval entrega el poder, será apenas la segunda ocasión en que un mandatario acabe su periodo sin que lo interrumpan el exilio o los golpes de Estado. El único que lo ha hecho fue el propio Préval durante su primer mandato (1995-2000), antes del segundo gobierno de Jean-Bertrand Aristide. La misión de paz de la ONU llegó por pedido del gobierno de transición que siguió a la segunda caída de Aristide, en medio de una rebelión armada en 2004. Por supuesto, la inestabilidad política no provocó el terremoto, las lluvias o el cólera. Pero la pobreza y el atraso económico son el terreno abonado para la desgracia.

De los 10 millones de haitianos, un tercio vive en Puerto Príncipe. Andar por la capital presenta un panorama deprimente. Muchas edificaciones aún están derruidas, los techos caídos y los carros aplastados. Los escombros se desbordan hasta los andenes. Parece que el temblor hubiera ocurrido ayer, aunque cuentan que se ha recogido una buena parte de los escombros y que en realidad las cosas no eran muy diferentes antes de la tragedia. Lo único colorido son los afiches de los candidatos, que empapelan varias zonas. En ese paisaje en ruinas, un hervidero de personas camina de arriba abajo para buscarse la vida. El tráfico es anárquico y en cualquier esquina se encuentra un carro abandonado, pues cuando un vehículo deja de funcionar simplemente lo dejan tirado, y poco a poco, por acción de los revendedores de repuestos, va quedando como un caparazón polvoriento, tirado bajo el sol caribeño.

Pero el caos de las calles no es el problema. Los campos de refugiados brotan por toda la capital y se calcula que hay unos 900. Desde el terremoto, cerca de un millón y medio de haitianos viven en estos campamentos improvisados de cambuches y carpas de lona azul impermeabilizada que repartieron varias ONG. Cada uno tiene sus líderes y desarrolla sus propias dinámicas sociales. SEMANA visitó La Piste, en pleno corazón de Puerto Príncipe, donde viven unas 50.000 personas.

Primero hay que conseguir el permiso de Nelson, un haitiano gordo de casi dos metros de altura que camina como un rapero. Es el líder comunitario y se encarga de la seguridad. Su presencia es intimidante, pero garantiza que la ayuda humanitaria se reparta. Una calle principal cruza el campamento y una ciudadela de tiendas se extiende a lado y lado. A la entrada, varios jóvenes y mujeres se aglomeran por el agua que trae un camión cisterna. Las mujeres cargan baldes sobre la cabeza. Aquí, por lo menos, el líquido llega por dos vías: repartido por la Cruz Roja y otros organismos humanitarios y también vendida por comerciantes. Esta última no siempre está tratada. "Con el terremoto todo se agravó, pero esos problemas de agua, de saneamiento, existían antes. La gente vivía en zonas a las que uno no iba. Ahora es visible. Los campamentos agruparon los problemas", asegura Agenor Clerge, un médico de la Cruz Roja Haitiana.

Decenas, centenares de niños corren semidesnudos por todas partes y juegan en la tierra. Cuando se cruzan con un visitante gritan "¡hey, you!" y le extienden la mano para chocar amistosamente los puños. Los trabajadores humanitarios han promovido este saludo en lugar de estrechar las manos, para reducir los riesgos de contagio. A unos metros, un hombre vende carbón, el combustible favorito de los haitianos, lo que explica en parte que los árboles no existan en Haití. Un poco más adelante, desde una carpa blanca salen los cantos de un pastor protestante que termina con un grito de "¡Dios es fuerte, Dios existe!". Cualquier espacio es bueno para instalar un templo, y los haitianos necesitan desesperadamente rezar.

Ellos, aún azotados por el azar, siguen creyendo en la fortuna. Donde quiera que uno va encuentra casetas de chance, y La Piste no es la excepción. De pronto, unos niños llegan con afiches de un candidato, Jude Célestin, el protegido del presidente Préval. Los lugartenientes de Nelson los confiscan y los rompen. "A ellos solo les importa ser parte del gobierno, por eso la gente no va a votar, porque no les preocupa que estemos sufriendo. Desde el terremoto nadie ha venido aquí. Y ahora quieren hacer campaña y hablar con la gente. Yo no lo voy a permitir", dice Nelson, amenazante. Tampoco le gustan los cascos azules. Los culpa del cólera.

Salir por la noche es comprobar la penumbra de Puerto Príncipe, donde el fluido eléctrico escasea y el alumbrado público casi no existe. Solo quien tenga dinero suficiente para comprarse una planta tiene luz. Antes del sismo se calculaba que e1 1 por ciento de los haitianos era dueño de la mitad de la riqueza. Esa desigualdad sigue campante, y la mejor prueba es que en esta ciudad en ruinas opera un concesionario de Porsche. Sus clientes están en Petionville, el barrio rico, donde, obviamente, menos casas se cayeron.

La barriada más pobre, Cité Soleil, está junto al mar, pero allá ese no es un privilegio. Puerto Príncipe está construido sobre montañas que descienden hasta la orilla, y todas las basuras y aguas negras acaban en esas calles. En ellas aún se refugian muchos de los 5.000 presos que escaparon de las cárceles tras el terremoto. Solo 1.000 han sido recapturados. Es un 'territorio apache'. El segundo piso de la mayoría de las casas está destruido, pero no por el temblor. Los cascos azules brasileños, el mayor componente de Minustah, lo desmontaron para evitar que les dispararan desde ahí.

Desde ese lugar también subió la 'avalancha' que destruyó y quemó todo a su paso, incluidas las estaciones de Policía, durante los disturbios de los tiempos de Aristide. Hay zonas donde ni siquiera los soldados entran. A la salida, una valla dice "NO al restavek", la práctica social por la cual las familias adineradas recogen niños pobres para esclavizarlos hasta que se convierten en mayores de edad. Probablemente si la Minustah abandonara el país, como algunos claman, sería imposible evitar que subieran a buscar las cabezas de los ricos. Y es aquí también, en medio de las basuras, donde el cólera se propaga más fácilmente.

En ese contexto se adelanta una campaña presidencial con 19 candidatos. "Estamos en un ciclo diferente, puesto que no hay una figura carismática como el ex presidente Aristide o el presidente Préval. Eso puede ser algo bueno para la democracia en este país", dijo a SEMANA Paul Antoine, ministro del Interior. Pero no todos son tan positivos. Solo la logística, por cuenta de la ONU, era un reto monumental desde antes del cólera. Se espera una abstención altísima, hasta del 80 por ciento, y por primera vez no hay un claro favorito. Ese escenario inédito podría producir disturbios e inestabilidad.
 
La inmensa mayoría de los afiches tiene los colores amarillo y verde de Célestin, el candidato gobiernista. Eso no garantiza que sea el favorito, pues el presidente Préval es cada vez más impopular. Aunque no existen encuestas confiables, la otra favorita es Mirlande Manigat, profesora de Derecho Constitucional y esposa de un fugaz Presidente depuesto por los militares. La sorpresa podría correr por cuenta del cantante Michel Martelly o de Charles Baker, un representante blanco de la élite empresarial. En cualquier caso, los resultados tardarán cerca de una semana y todo apunta a una segunda vuelta, que se disputaría en enero. Las agencias humanitarias esperan que la elección acabe el limbo político y destrabe algunas ayudas. El próximo Presidente posiblemente recibirá miles de millones de dólares y tendrá la posibilidad histórica no solo de reconstruir el país, sino de hacerlo viable. El diagnóstico sigue siendo el mismo de los días siguientes al cataclismo: porque Haití, en realidad, necesita renacer.