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En medio del drama, Julian Assange participó vía video en la feria electrónica IFA en Berlín, el 6 de septiembre pasado.

ESCÁNDALO

Filtrador infiltrado

La publicación de WikiLeaks sin proteger fuentes las pone en peligro en el mundo entero. ¿Es Julian Assange el gran revolucionario digital o el tirano de una organización radical?

10 de septiembre de 2011

Julian Assange tomó una servilleta, garabateó con un bolígrafo y dijo en el patio del Hotel Leopold de Bruselas: "Listo, ahí lo tiene". "¿A qué se refiere?", le respondió el interlocutor. "Tiene todo mi archivo. La clave está en la servilleta". En una hojita de papel, el director de WikiLeaks acababa de abrirle al periodista investigativo más famoso de Inglaterra, Nick Davies, las puertas a toda su información.

Corría junio de 2010, cuando Davies obtuvo el acceso a las copias de miles de archivos secretos de Estados Unidos. A partir de entonces, los periódicos The Guardian, The New York Times y Der Spiegel -más tarde también El País y Le Monde- se volcaron sobre una de las tareas periodísticas más monumentales de la historia: verificar y editar papeles secretos de las guerras de Afganistán e Irak y de miles de cables del Departamento de Estado. La filtración, que terminó en noviembre de 2010, reveló la doble moral de la diplomacia gringa y destapó escándalos que condujeron, entre otras cosas, a las revoluciones en el mundo árabe. En cuestión de meses, WikiLeaks había transformado la relación entre el poder político y el mundo digital. Y Assange se había vuelto un héroe.

De este heroísmo hoy queda poco, pues el director de WikiLeaks se ha convertido en víctima de su propio invento. El filtrador ha sido infiltrado. Desde hace meses, los secretos de su plataforma están desperdigados por el ciberespacio, sin verificar y sin editar. La clave de acceso que Assange había anotado en la servilleta reposa hoy en un libro del periodista David Leigh. Y los nombres de las fuentes del gobierno de Estados Unidos, que los editores de los medios asociados a WikiLeaks habían anonimizado para protegerles la vida, son de dominio público. Así, la vieja advertencia del almirante gringo Mike Mullen hoy parece confirmada: "Julian Assange puede decir lo que quiera (…), pero la verdad es que ya puede tener manos untadas de la sangre de un joven soldado o de alguna familia afgana".

Una serie de investigaciones que circulan en Europa desde la semana pasada han destapado la situación actual de WikiLeaks. Según los medios alemanes Der Spiegel y Der Freitag, el diario The Guardian y la revista Wired, la organización está hundida en disputas internas y ha perdido el control sobre su información. No parece caber duda de que el imperio de Assange se está resquebrajando.

Todo comenzó cuando fue publicado Los papeles de Afganistán. Entonces, una tropa de hackers inició una ciberguerra contra WikiLeaks y arruinó sus servidores. Al repararlos, la mano derecha de Assange, el alemán Daniel Domscheit-Berg, hizo una copia de los archivos con el fin de protegerlos. Lo que no sabía era que allí también estaba oculta la bóveda privada de Assange, en la que este había guardado la información que había recolectado durante su vida. El megaarchivo, sin embargo, estaba encriptado.

Meses más tarde, después del inicio del 'cablegate', WikiLeaks volvió a ser atacado. Y esta vez, para evitar daños, Assange ordenó ubicar copias de su material en bodegas digitales distribuidas por la red. Pasó el tiempo y los sucesos de 2011 dirigieron la atención del mundo hacia otras latitudes. La catástrofe nuclear en Fukushima y la primavera árabe dejaron a WikiLeaks en un segundo plano. Assange y su equipo siguieron trabajando con medios en todo el mundo, entre ellos con SEMANA. Pero también tuvieron tiempo para salir del guayabo que les habían dejado sus triunfos de 2010. Y no tardaron en caer en la cuenta de que habían cometido graves errores.

Por una parte, WikiLeaks había perdido impacto mediático. En septiembre, Domscheit-Berg había abandonado la organización con el archivo encriptado de Assange y algunos de los programadores más talentosos para abrirle competencia. Desde diciembre, el mismo Assange estaba detenido en una villa en Suffolk, Inglaterra, acusado de violación y había puesto el manejo de todo en manos de Kristinn Hrafnsson, un pacífico islandés que pronto perdió el poder. Predominaba la anarquía, y personajes oscuros como el antisemita ruso Israel Shamir se presentaban en público como voceros de WikiLeaks.

Mientras tanto, más colaboradores tiraron la toalla. Entre ellos, el inglés James Ball, que se declaró cansado de Assange y de "su cultura interna, su falta de exigencia de responsabilidades y su inclinación a mentir en público". A la crisis de personal, se sumaron las peleas de Assange con los directores de los medios aliados. Y encima de todo, las noticias sobre las condiciones inhumanas bajo las que se encuentra recluido el soldado estadounidense Bradley Manning, la presunta fuente de WikiLeaks, manchaban la imagen de la organización.

Pero más grave que todo lo anterior es que Assange había perdido control sobre su carta más importante: la información. A comienzos de año, un libro de Domscheit-Berg tachó a Assange de "embustero" y arrojó luces sobre el caos interno de la organización. No solo él tenía una copia del archivo completo de Assange, sino que hackers y servicios secretos alrededor del mundo también poseían una, pues era fácil de encontrar en las bodegas digitales en que Assange había almacenado sus datos, pero de las que había olvidado borrarlos. Lo único que faltaba es que alguien difundiera la clave de acceso a ese archivo.

El día no tardó en llegar. En el libro Inside Julian Assange's War On Secrecy (En el interior de la guerra de Julian Assange con el secreto), el periodista David Leigh reseñó detalladamente el encuentro entre Assange y Nick Davies en el hotel de Bruselas. Leyendo el libro con cuidado, cualquiera podía enterarse de la clave para acceder al archivo de WikiLeaks. Pronto, los hackers empezaron a difundir el código secreto de Assange, indicando también de dónde se podía bajar el archivo de 1,73 GB llamado 'cables.csv'. Y la estocada final vino hace dos semanas, cuando Der Freitag, un semanario aliado de Domscheit-Berg, confirmó lo que ya muchos sabían: "La clave está en el libro de Leigh".

Todo indica que Assange tuvo un ataque de desesperación. Puso a marchar su maquinaria, acusó a The Guardian y a David Leigh de haber violado un contrato de confidencialidad e inició una encuesta por Twitter para que los cibernautas decidieran si él también debería poner a circular todo su material. El pasado 2 de septiembre, publicó todos los cables del Departamento de Estado sin proteger fuentes.

De inmediato, el mundo se le vino encima. Los principales medios de Europa y Estados Unidos condenaron la decisión. La organización Reporteros Sin Fronteras rompió temporalmente sus lazos con WikiLeaks. Su director alega que antes de publicar los cables advirtió al Departamento de Estado de Estados Unidos y hace dos días acusó en una entrevista a Domscheit-Berg de ser informante de la Policía y defendió todas sus acciones.

Assange, sin embargo, se está quedando sin argumentos. Nadie duda de que exponiendo las fuentes de Washington la organización violó la ética periodística. En la bruma de los hechos, lo único claro es que habrá perdedores: informantes que ahora deben temer por sus vidas y un Julian Assange enredado en la paradójica situación de encarnar, por un lado, al más radical defensor de la transparencia y, por otro, de actuar sin transparencia, poniendo sus ambiciones por encima de sus principios.

Hoy nadie sabe quién es el verdadero Assange: ¿el nuevo ideólogo del mundo digital o un tirano más a la cabeza de una organización extremista? Hasta ahora, sus actos hacen recordar lo que les dijo a los reporteros de The Guardian cuando le exigieron, en 2010, proteger las fuentes de la Casa Blanca: "Son informantes (…). Así que si los matan, es su propia culpa. Se lo merecen".n?