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En medio del partido, los hinchas del Al-Masry bombardearon con bengalas a sus rivales del Al-Ahly.

EGIPTO

Golpe de estadio

Quienes protestan por la masacre de 74 hinchas de fútbol en un estadio de Port Said aseguran que fue una venganza por el papel de las barras bravas en la revolución que tumbó a Hosni Mubarak. Entre tanto, el país está de nuevo en llamas.

4 de febrero de 2012

Todos los hinchas de fútbol del mundo saben que un partido no solo es un juego de 11 contra 11, es un combate tribal en el que algunos son capaces de matar, arruinarse y negar a su propia familia. No por nada alguna vez Rinus Michels, el famosos técnico holandés de los años setenta, dijo que "el fútbol es la guerra".

El miércoles pasado, en un Egipto posrevolucionario que naufraga en la violencia, la frase de Michels pareció tener más sentido que nunca. Al final de un dramático partido en Port Said entre Al-Masry, el equipo de casa, y el poderoso Al-Ahly , de El Cairo, por lo menos 74 hinchas visitantes murieron acuchillados, asfixiados y apaleados por sus rivales. Un drama que tiene a Egipto viviendo la peor crisis desde la caída del dictador Hosni Mubarak hace exactamente un año.
 
La noche fue espantosa. El fútbol en Egipto es cosa seria y no hay club más odiado y con más títulos que el Al-Ahly. En Port Said, una pequeña ciudad costera, detestan a los Diablos Rojos de la capital, soberbios y engreídos. Siempre hay peleas, pedradas y heridos. Pero en esta oportunidad, cuando los 'ultras' de Al-Ahly, como les dicen a las barras bravas, llegaron al estadio, sintieron que no se enfrentaban a la violencia de siempre. Atravesaron los cordones policiales sin problema y sin ser sometidos a minuciosas requisas. Empezó el partido, y pasó lo usual. Ofensas entre hinchadas, cantos violentos y guerra de bengalas.

Lo raro es que muchos deambulaban por el estadio, como si no hubiera obstáculos, como si no estuvieran cientos de policías. Parte de los espectadores se colaban de una tribuna a otra, otros invadían el terreno para insultar a los jugadores. Al final, todos sabían que algo se estaba tramando. Apenas escucharon el silbato del árbitro, los jugadores del Al-Ahly corrieron hacia sus vestuarios mientras una avalancha de hinchas, enfundados en la camiseta verde del Al-Masry, se arrojaban sobre la cancha. La Policía, acorazada en sus trajes antimotines, ni siquiera pestañeó.

En pocos segundos la turba alcanzó la tribuna donde se apiñaba la barra de Al-Ahly. Justo en ese momento la luz se fue y la oscuridad se tragó el recinto. Las bestias podían empezar su trabajo. Armados con cuchillos, machetes, botellas y tubos de metal, aniquilaron a todo hincha rojo que se les cruzara. "Entraron fácilmente a las gradas, pues las rejas que dan a la cancha estaban abiertas. Nos fuimos corriendo por los corredores para salir pero todas las puertas estaban cerradas desde afuera", narró un bloguero. En pocos minutos los cadáveres se amontonaron sobre las gradas. Algunos acuchillados, otros asfixiados por la multitud y unos con la cabeza partida, después de saltar al vacío para tratar de huir.

Mientras la barbarie asaltaba la cancha, en los camerinos se vivía el infierno. Manuel José, el entrenador portugués del Al-Ahly, le dijo al canal oficial del club que "primero me pegaron puñetazos y patadas en el cuello, la cabeza y los pies. Vi a muchos fanáticos morir frente a nosotros, no podíamos hacer nada". Su asistente, Óscar Elizondo, contó que "había gritos, ruidos y bombas. Era la guerra".

El Ejército tuvo que rescatar a los jugadores y al cuerpo técnico con un helicóptero. Los 'ultras' capitalinos fueron evacuados en un tren que llegó a las tres de la mañana a El Cairo. La noticia ya se había regado por todo el país. En la estación Ramsés de la capital, hinchas y familiares esperaban a los sobrevivientes. Los ojos hinchados por la rabia y el dolor, miles vociferaban "el pueblo quiere ejecutar al mariscal" refiriéndose a Mohamed Tantawi, quien reemplazó a Mubarak.

La palabra conspiración flotaba en el ambiente. Para ellos no cabía duda. La Policía fue cómplice y la masacre fue planeada por los generales que se aferran al poder desde hace ya un año. De lo contrario, ¿cómo se explica que las puertas del estadio estuvieran cerradas? ¿Cómo los hinchas ingresaron con cuchillos? ¿Por qué los antimotines no hicieron nada? ¿Quién apagó las luces? ¿Dónde estaban el gobernador y el jefe de seguridad de Port Said, quienes siempre van a los partidos?

Las preguntas se trasladaron al recién elegido parlamento, dominado por el Partido de la Libertad y la Justicia (PLJ), la facción política de los poderosos Hermanos Musulmanes. El vicepresidente del PLJ denunció que "los acontecimientos de Port Said fueron orquestados y son un mensaje de los remanentes del antiguo régimen".

Para muchos no deja de ser curioso que el gobierno haya levantado el 24 de enero pasado el estado de emergencia, vigente desde hacía 30 años y que le daba poderes extraordinarios a los militares. Tantawi anunció que solo se volvería a aplicar en casos de "bandolerismo". Mubarak siempre prometió remover el decreto, pero nunca lo hizo aduciendo que el régimen era el único capaz de "asegurar la seguridad de la patria". El miedo y la inestabilidad siempre han sido aliados de las dictaduras.

Para los manifestantes el asunto es muy claro, pues los 'ultras' son enemigos declarados del régimen desde hace años. Bajo Mubarak, la oposición era aplastada y solo en las mezquitas y en los estadios el pueblo sentía que podía escaparse de la represión. Todos los fines de semana las barras se enfrentaban a la Policía, los esbirros del autócrata.

Cuando llegó la revolución, el odio de los 'ultras' por el uniforme se volvió político. Por su experiencia en peleas callejeras y en guerrilla urbana, se volvieron el brazo armado de las protestas en la plaza Tahrir. Las barras bravas jugaron un papel decisivo cuando matones del régimen los atacaron montados en camellos y caballos. Resistieron el embate, ganaron esa batalla. La fecha de esa histórica humillación fue el 2 de febrero de 2011, exactamente un año antes de la masacre de Port Said. ¿Coincidencia? Para los revolucionarios fue una venganza de la dictadura.

Después de la caída de Mubarak, en las graderías los 'ultras' siguieron cantando "Matar manifestantes es vergüenza y traición" y "Oigo a la madre de un mártir llorar: ¡Los policías, perros de los militares, mataron a mis hijos!". Si la posición política de los hinchas aún no era clara, ya no quedaba espacio para la duda.

Unas horas después de la masacre llegaron los primeros cadáveres a El Cairo. Y con ellos, la violencia. Cada noche miles de jóvenes en todo el país, muchos con los colores del Al-Ahly, luchan contra la Policía. Exigen la renuncia del ministro del Interior y la aceleración de la transición democrática, "secuestrada por los generales".

El problema para Tantawi es que esta vez no solo enfrenta la calle. Los parlamentarios, que hasta ahora eran acusados de complicidad con el régimen y de darle la espalda a la revolución, se unieron a las reivindicaciones de la plaza Tahrir. Aunque el gobernador de Port Said renunció, Tantawi prometió encontrar a los culpables y se disolvió la junta directiva de la Asociación de Fútbol de Egipto mientras la violencia se extendía por el país. Desde la caída de Mubarak es la crisis más peligrosa que enfrenta el régimen pues, con el Congreso y la calle en su contra, está quedando cada vez más acorralado. Su poder nunca se había visto tan frágil. Y todo salió de una cancha de fútbol.