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Si las manifestaciones no lo tumban, Pérez Molina permanecerá en el poder hasta el 14 de enero de 2016.

GUATEMALA

Presidente de Guatemala: ¿por qué no se ha caído?

A una semana de las elecciones generales, las acusaciones de corrupción acorralan a Otto Pérez Molina. Sin embargo, él sigue ahí.

29 de agosto de 2015

El presidente, acusado de corrupción. La exvicepresidenta, tras las rejas. Varios asesores y ministros, investigados. Más de 100 personas implicadas. Veintidós grandes empresas involucradas. Casi 4 millones de dólares desfalcados. Y un país indignado. Ese es el panorama que enfrenta Guatemala a pocos días de celebrar unos comicios en los que tendrán que escoger los integrantes de los órganos de poder más importantes. Por eso, muchos se preguntan si tiene sentido ir a las urnas, o si la debilitada democracia guatemalteca podrá salir de cuidados intensivos.

Detrás de todo está el gran detonante: la red de defraudación aduanera conocida como La Línea, cuyo escándalo no para de crecer. Tras casi cinco meses de protestas y de profundo desgaste político, el millonario robo al erario público amenaza paralizar al país centroamericano y ha arrojado una sombra de sospechas sobre las elecciones generales del próximo domingo.

El martes, la Corte Suprema de Justicia avaló por unanimidad realizar un juicio político al presidente de la República, Otto Pérez Molina, tal y como lo solicitaron el viernes la Fiscalía y la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig), un organismo de Naciones Unidas liderado por el exmagistrado colombiano Iván Velásquez. En una rueda de prensa efectuada el viernes pasado, Velásquez fue enfático al decir que las investigaciones revelan en “toda la organización y organigrama (del desfalco) la muy lamentable participación del señor presidente de la República y de la señora Roxana Baldetti”, su exvicepresidenta.

Baldetti, que renunció al cargo en mayo, fue detenida el mismo día en un hospital privado donde se encontraba internada por supuestos problemas de salud. Allí mismo le imputaron cargos por los delitos de asociación ilícita, caso especial de estafa y cohecho pasivo. Los mismos por los que el Ministerio Público y la Cicig quieren que se le levante la inmunidad a Pérez Molina. Pero este, pese a las presiones de la calle, la prensa, la Iglesia e incluso de los grupos de empresarios que lo apoyaron, descartó de plano renunciar a la Presidencia.

Por el contrario, denunció “una estrategia intervencionista que tiene como objetivos dictarnos qué hacer o dejar de hacer y quebrantar la democracia” en un alusión apenas velada a las denuncias de la Cicig. A su vez, pasó a la ofensiva y señaló que “hasta ahora ha aparecido la (parte) que recibe pero no la que paga, sin duda enraizada en el sector empresarial”. El anuncio, sin embargo, no atajó la crisis de su gobierno, y desde entonces han renunciado seis de sus 13 ministros, ocho viceministros y dos secretarios. Según una encuesta realizada por el diario local Prensa Libre, la popularidad del presidente es de apenas 12 por ciento, el registro más bajo en ese país desde 1986.

Y en efecto, los guatemaltecos tienen buenas razones para estar insatisfechos con su gobierno. Pese a su enorme potencial, esa nación centroamericana es uno de los países más desiguales de América Latina, lo cual afecta particularmente a las poblaciones rurales e indígenas, donde casi el 80 por ciento vive en la pobreza. La expresión más dramática se materializa en los índices de desnutrición y mortalidad materno-infantil, que según el Banco Mundial (BM) son los más altos de la región. Consecuentemente, su índice de desarrollo humano es uno de los peores del continente.

A eso se suma la oleada de violencia por la que atraviesa Centroamérica, donde según la ONG mexicana Seguridad, Justicia y Paz se encuentran 15 de las 50 ciudades más violentas del mundo. De hecho, Ciudad de Guatemala ocupa la posición 25 –dos puestos por encima de Ciudad Juárez– y muchos puntos de las fronteras con México y Honduras son tierra de nadie. En particular, el impacto social de 434 maras (pandillas) en su territorio, compuestas por 14.000 miembros, lo mantienen en un estado de zozobra continua. Según cálculos del BM, la violencia le cuesta al país el 7,7 de su PIB.

Los indicadores internacionales también registran los altos niveles de corrupción que azotan a Guatemala, que según la ONG Transparencia Internacional ocupa el puesto 115 entre 175 países evaluados. Como le dijo a esta revista Andrew Reding, autor del libro Democracy and Human Rights in Guatemala, “en Guatemala la corrupción es la norma, no la excepción. Es una forma de vida que desangra las arcas públicas e impide que el país se desarrolle”.

Sin embargo, también es cierto que esos fenómenos no son nuevos. De hecho, es incluso sorprendente que, en una sociedad que parecía haberse acostumbrado a la corrupción y a la impunidad, decenas de miles de personas hayan salido indignadas a las calles a protestar durante varias semanas para exigir la renuncia de la máxima autoridad del país. La respuesta tiene dos vertientes. Por un lado, el asunto de La Línea se destapó en un momento importante para Guatemala. “A los rumores cada vez más fuertes sobre los excesos del mandatario y sus funcionarios, se sumaron una escasez crónica de insumos en hospitales, graves carencias en las aulas de clases, así como atrasos de meses en los pagos a los trabajadores de sectores sensibles, como la salud y la educación”, dijo a SEMANA María Isabel Bonilla, analista del Centro de Investigaciones Económicas Nacionales (Cien) en Ciudad de Guatemala.

Por el otro, en un país acostumbrado a la impunidad, por primera vez operó un órgano con la independencia, los recursos y la voluntad para investigar. “El factor clave de este caso es la participación de Naciones Unidas, un actor externo y desinteresado cuya presencia le ha dado a la investigación un alto nivel de credibilidad tanto en el ámbito nacional como internacional. Y eso ha avergonzado incluso a las elites guatemaltecas, que tienden a cerrar filas en torno a sus miembros acusados de corrupción”, dijo Reding.

En principio, los comicios del 6 de septiembre deberían ser la oportunidad para pasar la página y elegir a un mandatario que lleve a cabo las reformas que los manifestantes han exigido. Sin embargo, diversos sectores sociales convocaron un paro nacional el jueves en el que, además de exigir la renuncia del mandatario, piden la suspensión de las elecciones generales. Y lo cierto es que las perspectivas no son para nada alentadoras, pues si bien ningún candidato tiene el 50 por ciento necesario para evitar una segunda vuelta, los más opcionados para llegar al balotaje son Manuel Baldizón, un aliado de Pérez Molina a quien se acusa de haber gastado el doble del techo legal y de haber hecho campaña durante más del tiempo permitido; Jimmy Morales, un comediante neófito en política que representa a un partido fundado por exmilitares contrainsurgentes; y Sandra Torres, esposa del desprestigiado expresidente Álvaro Colom.

Sin embargo, postergar las elecciones podría ser contraproducente, pues nada garantiza que la oferta electoral mejore. Por el contrario, supondría la ruptura del orden institucional y podría abrir las puertas a un periodo de incertidumbre política. Y en un país en el que el posconflicto ha sido un diálogo de sordos, esa alternativa podría ser una vuelta al pasado.