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Hoja de ruta a ninguna parte

La paz entre israelíes y palestinos se hizo este año más esquiva y la guerra más sangrienta.

Miguel Angel Bastenier*
21 de diciembre de 2003

El año 2003 ha sido el de una amalgama de crisis, de la confusión deliberada de conflictos y, sobre todo, de una hábil instrumentación por parte del gobierno israelí, que preside Ariel Sharon, de las secuelas del 11 de septiembre. La diplomacia de Washington, tras más de dos años de presidencia de George W. Bush, en los que ésta había tratado de no implicarse en el contencioso palestino-israelí muy justamente considerado como intratable, se ha visto obligada por la presión internacional a presentar un nuevo plan, muy ligado a la intervención militar norteamericana en Irak, que en abril puso fin al régimen de Saddam Hussein, y el 13 de diciembre siguiente capturó en un escondrijo de miseria al dictador de Bagdad.

El proyecto de paz ha recibido el nombre de 'Road Map' (Hoja de Ruta) que, sin llegar a prever cuál pudiera ser el punto final de ese recorrido, establecía una doble condición para reanudar las negociaciones de paz, interrumpidas desde el triunfo de Sharon en las elecciones de febrero de 2001. De un lado, la Autoridad Palestina que preside Yaser Arafat, debía poner fin a los atentados suicidas desmantelando las redes del terror y, de otro, Israel tenía que congelar el establecimiento de colonias en Cisjordania, Gaza y Jerusalén-Este, que ya abarcan 15 por ciento de los 6.000 kilómetros cuadrados del territorio y dan cobijo a unos 450.000 pobladores. El plan añadía como coronación, la fundación de un Estado palestino, que debería ver la luz antes de fin de 2005. La Autoridad Palestina aceptaba rápidamente la propuesta, mientras Israel se entregaba a la introspección sobre qué era eso de la Hoja y cuál la Ruta.

El ex general Sharon siempre ha creído su misión en la vida a lo que llama la continuación de la guerra de 1948, que dio nacimiento al Estado de Israel. Aquella contienda exigía, según el líder israelí, una segunda parte que permitiera la anexión de gran parte de Cisjordania, y para ello había que reducir a la impotencia a la Autoridad Palestina, empezando por la liquidación política de su presidente Yaser Arafat. Era preciso para ello convencer a Estados Unidos de que el terrorismo palestino no era sino una parte del combate universal contra Occidente, que Al Qaeda había desencadenado con el atentado de las Torres Gemelas, el 11 de septiembre de 2001.

Tras encerrar a Arafat, casi al día un año más tarde, en las ruinas de su residencia de Ramallah, acusándole de ser el promotor de la tormenta de atentados con los que la segunda Intifada respondía a la implantación de colonias israelíes en Cisjordania, el gobierno de Jerusalén obtuvo de Bush la condena al ostracismo político del 'rais' (jefe) palestino. La diplomacia estadounidense y la israelí se comprometían a no volver a tratar con Arafat, exigiendo, al mismo tiempo, a la AP que nombrara un jefe de gobierno, cuyo primer cometido fuera el desmantelamiento de las redes terroristas de Hamás y Yihad Islámica. Con Arafat a todos los efectos exiliado sin salir de su despacho, Israel 'aceptaba' a primeros de año la Hoja de Ruta, a la que adjuntaba, sin embargo, 14 objeciones, de las que la más notable era la negativa a paralizar la colonización.

Ello anulaba, sin que Washington musitara una palabra de protesta, cualquier semblanza de cumplimiento de la ya famosa Hoja. Y, simultáneamente, el ejército israelí se dedicaba a devastar Palestina con la práctica del llamado 'asesinato selectivo', la liquidación de presuntos terroristas en sus propios hogares, en otro ejercicio preventivo, aunque a escala si lo comparamos con la intervención en Irak, de una Ley del Talión, siempre aplicada a ojo, puesto que no demasiada selectividad puede haber en un sistema que causa la muerte a tan alto número de civiles, niños, transeúntes e inocentes, en general. Sólo en 2003 Israel ha 'seleccionado' para morir a más de 500 palestinos.

La intervención en Irak estaba muy ligada a la Hoja, porque en las semanas anteriores al comienzo las hostilidades, en marzo, Washington había prácticamente garantizado que la derrota del tirano de Bagdad conduciría a la instalación de la democracia en el país, y de ello, milagrosamente, se seguiría una especie de contaminación positiva de la zona, que haría mucho más fácil la solución del conflicto árabe-israelí. Uno de los argumentos más frecuentemente esgrimidos por Jerusalén es el de que la falta de democracia entre sus vecinos árabes hace imposible una verdadera negociación de paz con garantías de cumplimiento. Sin embargo, la continuidad de la guerra -ahora de guerrillas- contra el ocupante en Irak, lo que hace disparatado pensar en un próximo florecimiento la democracia en la zona, junto a la evidencia de que la permanente presión militar de Israel sobre la AP destruye cualquier posibilidad de normalización de la vida política palestina, no parecen augurar un buen futuro para la alquimia democrática de Washington. No es de suponer que el mundo árabe vaya a sufrir un súbito acceso de democracia, pero si así fuere, cabe pensar que la reivindicación árabe sería entonces igual de vigorosa, pero, además, respaldada por sistemas políticos representativos; es decir, que le complicaríamos aún las cosas a Israel.

En los últimos meses del año, Arafat, siempre desde su encierro con derecho a cocina y servicio, ha logrado, pese a todo, evitar su muerte política. Cediendo a las presiones de Washington, nombró por primera vez en su mandato a dos sucesivos primeros ministros, que debían mostrarse capaces de actuar independientemente de su líder. El primero, Mahmud Abbas, tiró la toalla a las pocas semanas, porque Arafat nunca consintió que tuviera autoridad sobre las fuerzas de seguridad, y el segundo, Ahmed Qurei, llegaba a un acuerdo con el presidente del que era imposible discernir, sin embargo, quién mandaba sobre qué fuerzas. Sharon, entre tanto, contemplaba el desarrollo de tan trágica comedia, aparentemente alentando a Qurei, pero repitiendo siempre que hasta que no hubiera sido desmantelado el aparato de terror palestino, allí no negociaba nadie. Y del lado de la AP la situación se hallaba igual de estancada, puesto que lo que el sionismo le pide es que desate una guerra civil entre palestinos, en la que los pacíficos derroten a los violentos, sin que nadie les diga a los primeros qué es lo que van a obtener a cambio. Por ello, hay un consenso mundial de que primero Israel debería exponer sus cartas, revelar cuánto territorio está dispuesto a evacuar por la paz y que comenzara a hacerlo ya, para que Arafat o su primer ministro, juzgaran si ello justificaba ante la opinión propia la reducción por la fuerza de los terroristas.

Todo, sin embargo, no es más que una farisaica charada, puesto que Sharon no ha mostrado hasta la fecha la más mínima intención no ya de eliminar colonias, sino ni siquiera de detener su crecimiento, y nadie ignora que, extraoficialmente, el líder israelí dice que estaría dispuesto a evacuar sólo 40 por ciento de Cisjordania y ni un palmo cuadrado de Jerusalén Este, donde se hallan los mayores monumentos votivos de las tres grandes religiones monoteístas: Islam, Cristianismo y Judaísmo. Y, a mayor abundamiento, prosigue contra la opinión mundial, en este caso incluyendo la de Washington, la edificación de un muro, del que ya ha levantado 150 kilómetros, para crear una barrera imposible de sortear que aísle a palestinos de israelíes. El muro, en sí mismo, sería comprensible como foso antiterrorista, si no se adentrara poderosamente en Cisjordania, fabricando toda una expectativa de la parte de los territorios que Israel nunca querrá abandonar. Y como todo ello nunca será aceptable para el pueblo palestino, hay que ver la política de Sharon, asesinatos y muro, como encaminada a quebrar la voluntad del enemigo, abocándole a una virtual rendición. Es así como la caza del presunto terrorista en Palestina y resistente en Irak, se convierte en un mismo y estratégico combate.

En diciembre de este año se presentó el llamado Plan de Ginebra, negociado por un ex ministro laborista israelí, Yosi Beilin, y un alto colaborador de Arafat, Yaser Abed Rabbo, que implica la retirada de la mayor parte de Cisjordania y Jerusalén y compensa las colonias que no fueran evacuadas con tierra del Estado de Israel. Pese a que también liquidaba la esperanza de regreso de los refugiados palestinos a sus hogares, era aceptado como aporte al diálogo por Arafat, pero sufría el más airado rechazo por parte de Sharon. El acuerdo, aunque sólo de carácter privado, probaba dos cosas: que la paz es posible con una recíproca buena voluntad, que si en el caso de la AP puede ofrecer dudas, en la de Israel no presenta ninguna porque no existe; y que el conflicto no está hoy más cerca de solucionarse que hace 10 años, cuando en septiembre de 1993 en la Casa Blanca y ante el presidente Clinton, Yaser Arafat y el entonces primer ministro israelí, el laborista Isaac Rabin, firmaban un acuerdo para una paz, lejana pero posible. De todo aquello no queda nada; la Hoja es sólo papel mojado; y la Ruta conduce a ninguna parte.