Home

Mundo

Artículo

ARGENTINA

Golpe militar de Videla: cuarenta años después

Las víctimas de la dictadura aún siguen buscando justicia, verdad y reparación. Estas son las batallas de los sobrevivientes.

17 de septiembre de 2016

Mi papel como víctima es exigir justicia al máximo”, dice Miguel D’Agostino, quien en 1977 estuvo tres meses en condición de desaparecido en el centro de detención clandestino Club Atlético. “Si no lo hago yo, quién lo va a hacer”.

El 20 de septiembre comienza el juicio del circuito de campos de detención ABO, y los militares que trabajaron en Club Atlético, El Banco y Olimpo serán juzgados por los crímenes cometidos contra las miles de personas que por allí pasaron. De las 30.000 víctimas de la dictadura, alrededor de 1.500 estuvieron en Club Atlético, que funcionó hasta 1977. Miguel D’Agostino, Daniel Mercogliano y Luis Polotto se cuentan entre ellas y estarán presentes en los juicios de septiembre para dar testimonio. “No hay odio”, dice Mercogliano. “Hay una gran necesidad de reparación. Y la necesidad de reparación es que todo el mundo se atenga a la ley”.

Según Ana Berezin, psicóloga y miembro del Consejo Asesor del Centro de Asistencia a Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos Dr. Fernando Ulloa, para las víctimas directas la falta de justicia es una repetición permanente del trauma. “Así sea imposible suponer que va a haber un mínimo de justicia no hay que dejar de levantar la bandera de verdad, reparación, justicia y nunca más,” dice. “Lo único que reconcilia es la verdad y la justicia. Eso lo hemos vivido acá”. Para Berezin, el riesgo que trae consigo la impunidad es que crea una moral del todo vale que termina por enfermar a una sociedad.

Miguel Ángel D’Agostino tenía 18 años cuando la madrugada del 1 de julio de 1977 un grupo de hombres armados entró a su casa, lo esposó, le vendó los ojos y se lo llevó ante la impotente mirada de sus padres. En ese entonces cursaba el último año de secundaria y hacía parte de las juventudes del Partido Revolucionario de los Trabajadores.

Desde antes del golpe militar del 76 se sabía que ser miembro de algún grupo guerrillero o militante de un partido de izquierda podía significar la muerte. Alrededor de 300.000 salieron del país para salvar su vida y proteger a sus familias –entre ellos la hermana de Miguel D’Agostino–, pero muchos otros se quedaron para continuar la lucha. D’Agostino militó hasta la noche de su secuestro porque creía que el cambio era posible. En el campo de detención sintió la derrota.

“Todos andábamos con los pies encadenados, los ojos vendados, en celdas aisladas e incomunicados del exterior”, cuenta. “El régimen de alimentación era escaso y horrible. Padecíamos frío. Dormíamos tirados en el piso escuchando 24 horas las torturas que sucedían a escasos 10 o 15 metros de donde estábamos. Nos aplicaban violencia cotidiana y nos torturaban hasta el desmayo. No sé cómo lo soporté. No tengo explicación. Vivías con la esperanza de sobrevivir y con la amargura de estar muerto en vida. Yo era un adolescente que estaría pesando 75 kilos y salí con 38, sin músculos. Me caía, no podía prácticamente sostenerme en pie”.

En 1985 D’Agostino fue uno de los cientos de víctimas que declararon contra los integrantes de la cúpula militar. Miles prefirieron callar porque aún había miedo a las represalias, y porque el pacto de silencio de los militares obligaba a los sobrevivientes a demostrar ante la ley que el secuestro y las torturas vividas efectivamente habían ocurrido, y que los agresores eran parte del engranaje de las Fuerzas Militares. Un testimonio solo era fidedigno si estaba respaldado por la palabra de dos personas que hubieran presenciado el secuestro, dos que ratificaran haberlo visto en Club Atlético, más la denuncia oficial de la desaparición durante la época de la dictadura, entre otros.

A Daniel Mercogliano le tomó 38 años contar la historia de su desaparición. Recién salido de Club Atlético le puso una piedra encima a la pesadilla vivida y la negó durante décadas. Por un lado, él había sido daño colateral, jamás había militado y sentía que los juicios del 85 estaban ligados a las actividades políticas de las víctimas. Por el otro, sabía que su relato partiría el alma de su madre. En 2015 comenzó a tomar parte en las discusiones de reconstrucción de memoria que se llevan a cabo en el lugar donde funcionaba el Club Atlético, que hoy hace las veces de museo y de sitio arqueológico.

Mercogliano tenía 24 años y estaba encargado de un pequeño laboratorio de perfumería. El 19 de abril de 1977 llegó a casa de sus padres a las diez de la noche. Un grupo de hombres encapuchados y armados lo esperaba con su familia amordazada. Tras un corto interrogatorio y un simulacro de castración, se lo llevaron. La tarde siguiente, volvió a comenzar el interrogatorio. Esta vez la tortura duró horas y los olores se hicieron nauseabundos. “Durante la tortura los músculos se tensan todos y uno se descontrola. Pero en el momento de la aplicación permanece consciente”, dice. Mercogliano estuvo tres meses desaparecido en las mismas condiciones descritas por D’Agostino. “¿Has visto la cara de Jesús en la cruz? Eso es el desamparo. Eso es lo que uno siente”, dice. “Cuando te detienen sos nada, cuando te liberan volvés a ser nada. Yo ni siquiera tenía la contención de la militancia. No tenía nada”.

La noche del 14 de diciembre de 1977 unos hombres armados llegaron a la casa de Luis Polotto buscándolo. Lo amarraron, le vendaron los ojos, y se llevaron a su mujer y a su bebe a otro cuarto. Mientras lo interrogaban y lo golpeaban, lo torturaban psicológicamente haciéndole creer que algo le iban a hacer a su hijo. Polotto era estudiante de agronomía de la Universidad de Buenos Aires y un par de años atrás había dejado su militancia en la Juventud Universitaria Peronista. Cuando se lo llevaron pensó que estaba muerto. En Club Atlético lo interrogaron y lo torturaron durante horas. Al confirmar que la información que tenían de él era cierta (él cree que eso es lo que ocurrió), lo dejaron ir.

“Uno tarda en volver a acostumbrarse a la vida normal. Sobreponerse a la paranoia toma tiempo”, dice. El mero sonido de una sirena lo paralizaba. “Pero hablar de lo que ocurrió y conocer gente que pasó por una situación similar, sirve”.

Ni D’Agostino, ni Mercogliano, ni Polotto sienten odio por sus agresores. “Ellos solo representaban algo para mí cuando estaba encerrado y tenían poder sobre mi vida”, dice D’Agostino. Los tres son conscientes de que si esto ocurrió una vez, solo la voluntad de la sociedad puede impedir que se repita. Por eso cuentan su historia una y otra vez.