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JUGANDO A LA III GUERRA MUNDIAL

Como producción cinematográfica, el ataque de Reagan a Libia fue impresionante. Pero como acción política puede tener consecuencias desastrosas.

19 de mayo de 1986

Desde el punto de vista del espectáculo, el bombardeo de Libia por los Estados Unidos en la noche del 14 de abril fue digno de la más costosa superproducción de Hollywood, y en otras circunstancias hubiera merecido por lo menos un Oscar a los efectos especiales. "Doce minutos de infierno", dijeron los corresponsales extranjeros en Trípoli para describir el ataque nocturno de un centenar de aviones, provenientes los unos de dos portaaviones de la VI Flota (el Coral Sea y el America) estacionados en el Mediterráneo, y los otros de bases norteamericanas en Inglaterra, al otro lado del mar y del continente europeo. Bombarderos de ataque A-6-E Intruder (intruso) y AE-7 Corsair (corsario), cazas F-A-18 Hornet (tábano) y F-14-A Tomcat (gato callejero), aviones de reconocimiento EA-6-B Prowler (merodeador) y E2C Hawkeye (ojo de hálcon), y grandes aparatos cisterna KC-10 y KC-135 estratocruceros para reabastecer de combustible en pleno vuelo a las verdaderas vedettes de este despliegue tecnológico: los superbombarderos estratégicos F-111, que son los aviones más avanzados con que cuenta la Fuerza Aérea norteamericana y han reemplazado a los B-52 utilizados en la guerra del Vietnam.
El bombardeo, decidido en represalias por el atentado en la discoteca La Belle de Berlín Occidental que mato a un sargento norteamericano, duró solamente doce minutos. Pero la operación fue de catorce horas. Dieciocho F-111 despegaron de Lakenheath y Upper Heyford (dos de las once bases militares de que disponen los Estados Unidos en territorio de la Gran Bretana), circunnavegaron toda Europa sobre el Atlántico y el Mediterráneo (ver mapa), porque tanto Francia como España se habían negado a que cruzaran su espacio aéreo, convirtiendo en una curva de 2.800 millas náuticas lo que hubiera sido una recta de sólo 1.600. Mientras bombardeaban en Trípoli los blancos escogidos -el cuartel general del coronel Gadafi, el aeropuerto, la agencia libia de inteligencia- los aviones de la VI Flota atacaban en Bengasi baterias de cohetes SAM y bases de radar. Sólo uno de los F-111, pilotado por un puertorriqueno, fue derribado por las defensas antiaéreas libias. Otro más tuvo que devolverse a medio camino y aterrizar en la base norteamericana de Rota, en el sur de España, por recalentamiento de un motor.
La preparación de la acción militar fue, en cambio, mucho más larga. Incluyo gestiones diplomáticas del general Vernon Walters, delegado norteamericano ante la ONU, frente a los aliados europeos para convencerlos de la necesidad de castigar a Gadafi, y espionaje electrónico de las comunicaciónes entre Trípoli y las "oficinas del pueblo" libias en Alemania, interceptando sus mensajes: "Adelante con el plan", decía Trípoli. "Plan ejecutado", respondía Berlín. El presidente Ronald Reagan habló personalmente con los primeros ministros de Gran Bretaña, España y Francia. Y a esto habría que añadir los meses, e incluso años, de amenazas contra el coronel libio. Todo el poderío militar, diplomático y político de los Estados Unidos se puso al servicio de la causa, para no hablar del poderío retórico de su Presidente dirigido contra Gadafi: "Bárbaro", lo llamaba hace unos meses; "perro rabioso" hace unos días. Gadafi, por su parte, decía que no le importaban "los insultos de un anciano".
Pero frente a tan espectácular despliegue de medios, los resultados prácticos son bastante modestos. Sobre el terreno, poca cosa, pese al parte de victoria emitido por la Casa Blanca que calificó el ataque de "un éxito", afirmando que los objetivos destruidos "formaban parte de la infraestructura terrorista libia, así como los sistemas de mando y control información, comunicación logística e instalaciónes diversas". Fueron destruidos en tierra algunos aviones libios (Mig 23 y 25 y Sukoi, todos ellos de fabricación soviética), así como hangares y depósitos de repuestos, e instalaciones de radar. En el ataque contra el barrio Ben Ashur de Trípoli, donde se halla la agencia de inteligencia libia, esta quedo intacta; pero sufrieron daños en cambio la embajada francesa, la de Austria y la de Rumania, y las residencias de los embajadores de Suiza y el Japón. Hubo varios centenares de heridos, en su mayoría civiles, y unos setenta muertos, entre ellos una hija adoptiva de Gadafi, Hana, de quince meses de edad. Otros dos niños del coronel sufrieron graves heridas.
Mucho más notable fue el efecto político del bombardeo. Pero no tanto sobre "la infraestructura terrorista libia" como sobre las alianzas de los propios Estados Unidos. Casi unánimemente los aliados condenaron el ataque, con las únicas excepciones de la Gran Bretaña e Israel. Para la señora Thatcher, primer ministro de Gran Bretaña, se trato de un caso de "legítima defensa" de los Estados Unidos, y con ello justificó su autorización para que se utilizaran bases en su país. Yitzhak Rabin, ministro de Defensa israelí, fue aun más vehemente: "Todo país que crea que el mundo libre debe hacer algo contra el terrorismo internacional debe decir que fue una acción justificada". En el mundo árabe la reacción fue de condena unánime, incluso entre los más fieles amigos de los Estados Unidos como Egipto y Jordania, para la cual el ataque contra Libia solo puede "agravar los problemas en el Oriente Medio". El mismo Vaticano condeno la acción. Y en cuanto a la Unión Soviética, la calificó de "acción criminal" que, si se repite, obligara a sacar "conclusiones más amplias".
Frente a las vacilaciónes o condenas de los aliados, en los propios Estados Unidos el apoyo a Reagan fue unánime, por lo menos en el primer momento. La popularidad del Presidente subió: si hace dos semanas un 51% de los norteamericanos apoyaba su política exterior, a raíz del ataque a Libia el porcentaje subió al 76. Inclusive los diarios más críticos del "machismo" reaganiano aplaudieron, diciendo, como el New York Times, que "hasta el más escrupuloso ciudadano sólo puede aprobar y aplaudir los ataques norteamericanos contra Libia. (...) Los Estados Unidos han juzgado y castigado (a Gadafi) cuidadosamente, proporcionadamente y justamente". Sin embargo, esa unanimidad en el apoyo empezo a resquebrajarse pronto.
Algunos congresistas se quejaron de no haber sido ni consultados ni suficientemente informados, en un renacimiento del "estilo imperial" de la Presidencia practicado por Richard Nixon. Y pasados los editoriales del fervor patriótico del primer día, los comentaristas de la prensa pasaron a hacerse preguntas sobre las consecuencias. Frente a los aliados de los Estados Unidos, por una parte. Y frente al terrorismo, por la otra.
Frente a los aliados, los efectos del ataque a Trípoli fueron bastante dañinos. Francia y España, ya se dijo, se negaron a prestar su espacio aéreo a los bombarderos norteamericanos -pero el mismo hecho de que se hubieran negado desperto suspicacias en otros miembros de la Comunidad Europea: si no quisieron participar, es porque conocían el plan con anterioridad. Con Italia se reanudaron las fricciones iniciadas hace ya meses, cuando el "secuestro de los secuestradores" del buque Achille Lauro por la Fuerza Aérea norteamericana en una base de Sicilia. Alemania, en cuyo territorio ocurrió el atentado a la discoteca que dio pie a Reagan para sus represalias, manifesto dudas de que tales métodos sirvieran para algo. Y es que los norteamericanos, cuando critican la "blandura" de sus amigos europeos frente a los terroristas, olvidan que quienes de verdad sufren sus ataques son los europeos, y no ellos. Los atentados son en Viena, en Berlín, en Roma, en París: nunca en Nueva York ni en San Francisco. El propio caso de la discoteca La Belle lo muestra con claridad: hubo allí tres veces más heridos alemanes que norteamericanos. Y lo corroboran las primeras reacciones árabes al bombardeo de Trípoli: un ataque con cohetes de patrulleras libias a la islita italiana de Lampedusa, y el asesinato de varios británicos en el Líbano.
También los norteamericanos empezaron a sufrir represalias terroristas. Uno de sus diplomáticos fue herido a tiros en Jartum, en el Sudán, y una residencia de marines en Túnez fue atacada con cohetes. Porque a la retórica del coronel Gadafi ("reducir a cenizas todas las embajadas norteamericanas") y del palestino Abu Nidal ("tomar por blanco todos los intereses norteamericanos en el mundo"), diversos grupos respondieron entrando en acción. La Casa Blanca publicó advertencias e hizo reforzar la seguridad de sus embajadas en todo el mundo (en los últimos meses se han gastado en eso 4.400 millones de dólares), y el propio presidente Reagan declaro comentando los nuevos atentados que "eso muestra que nuevamente debemos hacer algo para detener el terrorismo".
¿Bombardear nuevamente al coronel Gadafi? El primer acto sólo sirvió para hacer crecer su dimensión heroica ante las masas árabes, y permitirle soltar la frase desdeñosa de que el no es, como Reagan, "un asesino de niños". Su "infraestructura terrorista" no fue afectada en lo más mínimo, puesto que los bombardeos no fueron dirigidos contra los campos de entrenamiento de terroristas que existen en Libia sino contra su armamento convenciónal -aviones, baterías de cohetes y emplazamientos de radar- o contra la propia residencia del coronel. (El Washington Post afirmo que el verdadero objetivo del ataque era matar a Gadafi, aunque la Casa Blanca lo negó). Ni siquiera se intentó tocar el nervio de su poder, que son los pozos y las refinerías de petróleo- porque dentro de la estrategia del gobierno de Reagan las respuestas a los ataques terroristas deben ser "proporcionadas". De manera que, fuera de darle motivos para emprender represalias, la acción norteamericana no tuvo consecuencias.

Por el contrario resultó tan contraproducente como la operación similar que emprendió a principios del siglo pasado un predecesor de Reagan el presidente Thomás Jefferson, también contra Trípoli. Para castigar a los piratas barbarescos que en la costa libia estorbaban la navegación comercial Jefferson envió sus buques de guerra. Pero estos fueron capturados por los piratas, que a cambio de sus tripulantes exigieron el pago de un rescate.
La acción de Reagan tiene otro fallo más: que el coronel Gadafi no es el único "gran patrón" del terrorismo en el Oriente Medio (para no hablar del europeo). El propio gobierno norteamericano reconoce que más importantes que él son el Ayatollah Jomeini en Irán y el presidente de Siria Jafez el Assad. La diferencia es que tanto Irán como Siria son blancos bastante más difíciles que Libia, pues cuentan con mejores defensas aéreas y antíaéreas. Y, en el caso de Siria, su alianza con la Unión Soviética es mucho más estrecha que la de Gadafi, lo cual podría crear problemas sumamente graves con Moscú.
La verdad es que el problema del terrorismo es demasiado complejo como para que sirvan de algo las "intervenciones quirúrgicas" de la Fuerza Aérea y la VI Flota norteamericanas. Estas, por el contrario, no hacen más que exacerbarlo, como ha sucedido también con los bombardeos israelíes sobre el Líbano. En la complejidad de ese problema, es indudable que Libia pone una parte de los fondos; pero Siria pone las armas y los refugios, el Líbano pone la mano de obra, los palestinos ponen la causa, y el Irán pone la justificación religiosa.
Y por añadidura es muy posible que la Unión Soviética se quede con las ganancias, como en el ejemplo que se les pone a los niños con los cinco dedos de la mano: "Este compró un huevito, éste lo cocinó, éste lo peló, éste le echó la sal... y éste pícaro gordo se lo comió". Así, un comentarista político norteamericano señalaba que es muy probable que, para ponerse a salvo de nuevas represalias, el coronel Gadafi intente estrechar su alianza con la URSS, que ya le brinda armamento y asesoría técnica y militar (en Libia hay cerca de 6.000 consejeros militares del bloque del Pacto de Varsovia, la mitad de ellos soviéticos). Y la consecuencia final del "éxito" de Reagan sobre Libia consista simplemente en que la URSS adquiera en la costa africana una base para su flota en el Mediterráneo.

GADAFI:"PERRO RABIOSO" O NACIONALISTA ARABE
"Antes de que Gadafi tomara el poder en 1969, el pueblo de Libia era amigo de los Estados Unidos", afirmó el presidente Reagan en su discurso de explicación sobre el bombardeo a Trípoli. Reiteraba así su convicción de que todo el problema del Oriente Medio puede reducirse a la personalidad del coronel Gadafi: un "dandi del desierto" con uniforme nuevo para cada ocasión, como lo llama la revista Time, o un "perro rabioso", como lo llama el propio Reagan, con cuya muerte se acabará la rabia.
Gadafi es, efectivamente, un dandi del desierto, que se hace fotografiar a menudo con turbantes y túnicas montado en su caballo árabe, o vestido con espectaculares uniformes de parada de todos los colores y gafas de sol de actor de cine o de comandante sandinista, rodeado por su guardia personal de mujeres armadas de metralletas. Es también, como dice Reagan, un dictador implacable, que hace asesinar en el exterior a sus enemigos (como el chileno Pinochet) y ha eliminado en Libia toda oposición a su "Revolución Popular", escapando a varios atentados y sublevaciónes militares. Pero llamarlo "perro rabioso" es simplificar excesivamente al personaje, porque su rabia no es la simple hidrofobia, sino algo mucho más complejo y profundo: el nacionalismo árabe.
Decir que antes del 69 "el pueblo libio era amigo de los Estados Unidos" es una manera demasiado simplista de decir que entonces todavía no había llegado a Libia la oleada creciente del nacionalismo árabe. Reinaba allí el rey Idris, que era un reyezuelo corrupto y complaciente como todos los que hasta esos mismos años mantenían en la región los imperialismos británico y francés: Faruk en Egipto o Faysal en Irak. Faruk fue derrocado por la revolución nacionalista del coronel Nasser y sus "oficiales libres", Faysal por el levantamiento del general Kassem y el partido naciónalista pan-árabe Ba'at, otra de cuyas alas gobierna hoy Siria. Muammar Gadafi, que por entonces era un joven coronel de 27 años, se inspiraba en los mismos motivos que sus colegas egipcios, sirios o iraquíes: la fe islámica, el odio al ocupante (Israel, los británicos, los franceses, los norteamericanos), y la convicción de que después de siglos de humillación había llegado el momento de que el pueblo árabe recuperara la grandeza de su pasado.
A esa causa pan-árabe e islámica ha sido fiel desde entonces, y en eso consiste su "rabia". Una vez en el poder, procedio a suprimir las bases militares norteamericanas y británicas en territorio libio. Renegoció con las compañías petroleras occidentales la explotación de su crudo, obteniendo ventajas que más tarde institucionalizó la OPEP, y dotó de vivienda, educación y salud gratuitas a toda la población de su país (tres millones de habitantes). En 1973 instauró la Revolución Popular sobre las bases expuestas en su "Librito verde": una "tercera vía" islámica entre el capitalismo explotador y el comunismo opresor, inspirada en la democracia coránica. En 1978 declaró a Libia "Jamahiriya", algo así como "Estado de las masas" gobernado por democracia directa a través de "comités del pueblo" -pero supervisado por el propio coronel en su calidad de Jefe de la Revolución.
Esa revolución nacionalista, islámica, antiisraelí, antinorteamericana (y con menor virulencia, porque se trata de una amenaza más lejana, también antisoviética), Gadafi ha intentado exportarla por todos los medios: militarmente (invasión del Chad, guerra con Egipto, apoyo a todas las guerrillas revolucionarias y grupos terroristas del Medio Oriente, del Africa y de América Latina) y pacíficamente, mediante numerosos aunque fugaces tratados de integración con todos sus vecinos: Egipto, Túnez, Marruecos, Sudan, Siria... Se considera el heredero, no solo de Nasser, sino del sultan Saladino, que supo detener y rechazar las cruzadas de los europeos. Y es esa convicción mesiánica la que Reagan llama "rabia".

EL NEGOCIO DE LA GUERRA
"Toda guerra es un gran negocio". Las palabras del periodista norteamericano Jack Reed, dichas con ocasión de la Primera Guerra Mundial, volvieron a tener vigencia el martes pasado al conocerse los detalles del ataque norteamericano a Libia. Aunque las bombas cayeron en el país árabe por un momento pareció que algunos proyectiles se hubieran desviado a los mercados de dinero en las principales capitales del mundo. La incertidumbre sobre la generalización del conflicto y las dudas sobre la suerte de Gadafi produjeron grandes variaciones en el mundo de los negocios.
Y no es para menos. Pese a que Reagan ha tratado de darle a Libia la condición de paria internacional, esta tiene una importancia que no se puede desconocer. Libia es un miembro activo de la Organización de Productores y Exportadores de Petróleo, OPEP, y con una producción cercana al millón de barriles de crudo diarios es la principal fuente de abastecimiento de algunos países europeos, como Italia y Alemania. En comercio exterior tiene excelentes relaciones con Italia la cual, debido a su cercanía, actua como cabeza de playa con el resto del continente.
Tales consideraciónes fueron tenidas en cuenta en el mundo de los negocios. Tan pronto se supo del ataque, la reacción inicial de los inversionistas fue la de comprar oro y dólares, y desprenderse de las monedas europeas. Sin embargo, con el correr de la semana cuando se supo el alcance de la acción norteamericana, la calma volvió y todo terminó como si nada hubiera pasado.
Algo similar sucedio con el mercado del petróleo. En un momento determinado se penso que Libia iba a salir adelante con su propuesta a las demás naciones árabes, de organizar un embargo petrolero, similar al ocurrido en 1973. Ante esa posibilidad, el precio del crudo detuvo su caída por unas horas e inclusive llegó a subir más de dos dólares por barril, pero un tímido comunicado de la OPEP condenando el hecho le sirvió a los especuladores para darse cuenta de que nada iba a pasar. Al final de la semana la situación de crisis del mercado petrolero continuaba igual, mientras que los ministros de la OPEP trataban infructuosamente de ponerse de acuerdo sobre la asignación de cuotas de producción.
Quizás el único efecto visible a largo plazo es, por ahora, el golpe que va a recibir la industria turística europea. Asustados por una posible ola de terrorismo en los países del Mediterráneo, los viajeros norteamericanos y japoneses han cambiado su destinación a otros lugares más tranquilos como las islas del Caribe. El efecto del menor turismo no es nada despreciable: se calcula que en 1985 los ingresos por turismo de los países europeos ascendieron a casi 50 mil millones de dólares, de los cuales por lo menos una tercera parte provino de los Estados Unidos. La semana pasada algunas aerolíneas y cadenas de hoteles reportaron un aumento en el número de reservaciones canceladas. No obstante, para algunos viajeros la vida tiene que continuar. Un banquero norteamericano le dijo al diario The Wall Street Journal que "no vamos a disminuir los viajes, pero es prudente restringir los vuelos en las aerolíneas de los Estados Unidos".