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La muerte de hussein prueba que los sátrapas reciben mayores castigos, pero la forma como fue ahorcado desató controversia sobre sus propios derechos

Irak

¿Justicia o venganza?

La polémica ejecución de Saddam Hussein muestra que los últimos días y las muertes de los dictadores ya no son tan tranquilos como antes.

6 de enero de 2007

Las impactantes imágenes de la muerte de Saddam Hussein y de sus últimos momentos, debatidas en el mundo entero, son muy elocuentes sobre la manera como ha cambiado el tratamiento que les da la comunidad internacional a los violadores de derechos humanos. Para los dictadores, cada vez es más difícil escapar de la justicia y disfrutar de un tranquilo retiro en una época donde están surgiendo tribunales que, de a poco, están creando un cuerpo de leyes que se pueden usar contra mandatarios represivos.

No era así hace unos años. A raíz de la muerte de Pinochet, The Economist recordaba hace poco que Mussolini fue asesinado sin pasar por tribunales. Hitler se suicidó. Mao, Franco y Papa Doc en China, España y Haití, respectivamente, murieron en el poder. Otros, derrocados, pasaron sus últimos años en dorados exilios: Idi Amin, de Uganda, en Arabia Saudita; Mengitsu Haile Mariam, de Etiopía, en Zimbawe; Jean Claude Duvalier ('Baby Doc'), de Haití, en Francia.

Las cosas ahora son a otro precio. En el último año, el ex presidente serbio Slobodan Milosevic murió de un ataque al corazón en su celda de La Haya mientras era juzgado por crímenes de guerra, el ex presidente de Liberia Charles Taylor fue entregado a la Corte Especial de Sierra Leona e incluso Augusto Pinochet, a pesar de su fallecimiento en libertad, no pudo vivir tranquilo en sus últimos años, por los procesos que se le seguían. Ex presidentes en todos los continentes -Juan María Bordaberri en Uruguay, Luis Echeverría en México, Jorge Videla en Argentina- han sido obligados recientemente a presentarse ante la justicia de sus países.

El legado de Hussein es paradójico. No sólo prueba que los sátrapas cada vez reciben mayores castigos, sino que la forma como se le aplicó la pena de muerte desató incluso una enorme controversia sobre sus propios derechos. La divulgación de la grotesca forma como fue ahorcado despertó compasión por el sátrapa. Si la condena a muerte del Alto Tribunal Iraquí creado por Estados Unidos para juzgar a Hussein ya era polémica por el simple hecho de que la pena capital divide al mundo, la manera como fue llevada a cabo por el gobierno de Bagdad dividió al mundo entre quienes consideraron que se había hecho justicia y los que cuestionaron que se había caído en una venganza.

"La forma del ahorcamiento tuvo el terrible efecto de cambiar la atención de los crímenes de Saddam a las fallas de su ejecución", dijo a SEMANA Richard Falk, profesor de derecho internacional en Princeton. En principio, no era difícil reunir un consenso sobre la conveniencia de deponer a Saddam y hacerlo pagar sus crímenes, a pesar de las mentiras que motivaron la guerra. Pero, como señaló Fareed Zakaria en Newsweek, "la saga del fin de Saddam -su captura, juicio y ejecución- es una triste metáfora de la ocupación norteamericana de Irak. Lo que podría haber salido bien salió muy mal". El momento en que Saddam enfrentaba su condena debería haber sido una propaganda victoriosa para Estados Unidos, pero en lugar de eso terminó despertando críticas no sólo en el mundo árabe, sino en la prensa occidental.

La ejecución lució, en palabras de The Economist, como "uno de los sórdidos videos que Al Qaeda circula en Internet". The New York Times aseguró en su editorial que "el dictador condenado aparece como si hubiera sido entregado de la custodia militar de Estados Unidos a las manos de una turba chiíta para ser linchado", y para el diario británico The Guardian, "el límite entre justicia entregada por un gobierno responsable y soberano y la violencia sectaria de una turba fue cruzado de manera explícita". Con toda seguridad, como dijeron desde la Casa Blanca y el Pentágono, si el ejército de ocupación se hubiera encargado de la ejecución, esta habría sido distinta. Pero el desastre en que resultó la conducción del gobierno iraquí, liderado por los chiítas, salpica inevitablemente a los norteamericanos, que influyeron de principio a fin en el juicio.

El presidente estadounidense, George W. Bush, que había manifestado a las pocas semanas de la captura de Hussein, en diciembre de 2003, que el castigo para el tirano debería ser la pena de muerte, dijo desde su rancho en Crawford, Texas, que se trataba de "el tipo de proceso que él negó a las víctimas de su brutal régimen" y había sido un "juicio justo". La primera parte tiene más razón que la segunda. El proceso contra Saddam, dilatado durante meses, tuvo sin lugar a dudas una mayor legalidad que las purgas que lo caracterizaron durante el cuarto de siglo que duró en el poder. Pero ese no es un estándar muy alto. El tribunal no alcanzó los niveles acordes con la justicia internacional: tres abogados defensores murieron en el camino, un juez renunció alegando presiones políticas y llovieron las críticas de diversas organizaciones de derechos humanos que abogaron por evitar la pena de muerte o repetir el juicio.

La desaparición de Saddam tampoco respondió las preguntas sobre sus viejos vínculos con Washington, que le brindó ayuda militar y de inteligencia durante su guerra de ocho años (1980-1988) con el Irán de los ayatolas, cuando cometió sus peores crímenes. La condena fue por un crimen menor dentro de su prontuario, el asesinato de 148 chiítas en Dujail, en 1982, en lugar de los procesos por otros más graves como la campaña Anfal, que mató a decenas de miles de kurdos a finales de los 80, o las matanzas de kurdos y chiítas, rebelados contra el régimen en 1991, tras la invasión de Kuwait y la primera guerra del golfo.

Como ocurre en casi todas las guerras, la suerte final de Saddam se sabía de antemano, sería de cierta forma 'justicia de los vencedores'. A eso se sumó que Estados Unidos puso el destino del tirano en las manos de políticos kurdos y chiítas que fueron víctimas del sanguinario legado de Hussein. Pero más allá de las críticas a un tribunal imperfecto, la preocupación ahora radica en que el iraquí se pueda convertir en un mártir para una gran parte de los sunitas. Ellos, que gobernaban Irak y hoy están relegados, sintieron su ejecución como un nuevo esfuerzo para humillarlos. La fecha escogida por el gobierno iraquí, el día de la fiesta del sacrificio, un momento de perdón en el mundo árabe, sólo agravó esa percepción. En una coyuntura en que los muertos norteamericanos superaron el umbral de los 3.000 y la próxima semana se espera el anuncio del esperado giro en la política de George W. Bush, antes que sanar las heridas de la violencia sectaria que sacuden a Irak, el ahorcamiento probablemente las profundice.

Por fuera de Irak, los ecos de la ejecución también se sintieron con fuerza. Israel e Irán, reconocidos enemigos de Saddam y antagonistas mutuos, coincidieron en la satisfacción por su desaparición. A pesar de sus acercamientos con Occidente, el líder libio Muamar Gadafi declaró tres días de luto en su país, mientras en Palestina lloraron al líder que disparó sus misiles Scud sobre Israel. El primer ministro italiano, Romano Prodi, aseguró que presionaría por una moratoria internacional contra la pena de muerte en Naciones Unidas, mientras Ban Ki Moon, el nuevo secretario general, fue criticado por negarse a condenar la pena capital, una posición tradicional de la organización que había defendido su antecesor, Kofi Annan.

La forma como fue ejecutado Hussein tendrá profundas consecuencias políticas. Aumentará aun más el costo del rechazo de la opinión pública a la política exterior de Estados Unidos, profundizará la polarización en Irak y dificultará el fin de la ocupación. Pero lo que difícilmente podría modificar, en la era de la globalización de la justicia, es la falta de tolerancia de la comunidad internacional frente a los peores violadores de los derechos humanos. La impunidad se está acabando a favor de una justicia que, paradójicamente, puede resultar vengativa y desmedida.