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Barack Obama presentó su proyecto con Joseph Biden y un grupo de niños que le escribieron sobre el tema. | Foto: AP

ESTADOS UNIDOS

La batalla del siglo por el porte de armas

Aunque las iniciativas de Barack Obama contra el porte de armas suenan lógicas, la gran duda es si logrará superar al ‘lobby’ armamentista en el Congreso.

19 de enero de 2013

El miércoles pasado Barack Obama decidió girar contra su popularidad de presidente reelecto al firmar la serie de propuestas más severas contra el porte de armas en Estados Unidos en los últimos 45 años. No había sucedido nada de tanto calado desde 1968, cuando a raíz de los magnicidios de Martin Luther King y Robert Kennedy el presidente Lyndon Johnson impulsó una legislación similar contra el uso de armamento, un derecho consagrado en el siglo XVIII por la Segunda Enmienda de la Constitución norteamericana.


Obama hizo el anuncio en un momento clave: cuando había transcurrido poco más de un mes de la matanza en un colegio de primaria en Newtown, Connecticut, donde perdieron la vida 20 niños a manos de un joven desquiciado. El lío es que, si bien las palabras del presidente suscitaron el respaldo de sectores liberales y de periódicos como The New York Times, la aprobación de ciertas medidas en el Congreso no parece fácil.

Ese miércoles, el presidente compareció en el edificio contiguo a la Casa Blanca. Flanqueado por su vicepresidente Joe Biden, acompañado por cuatro niños que le mandaron cartas como consecuencia de la matanza en Newtown y ante un auditorio donde tomaban asiento padres y madres de algunos niños muertos en ese colegio, no solo anunció que enviará al Congreso algunos proyectos de ley, sino que firmó 23 órdenes ejecutivas con el mismo objetivo. “Salvar una sola vida amerita este esfuerzo y voy a invertir todo lo que pueda en esta política”, dijo Obama. Y agregó: “Desde la matanza en Newtown ha habido 900 muertos en este país a causa de las armas de fuego”. La cifra, de seguir las cosas como van, llegará a 30.000 a finales de año.

Entre las órdenes ejecutivas expedidas ese mediodía se cuentan propuestas loables. Una de ellas inaugura una campaña nacional para una“propiedad responsable de las armas de fuego”. Otra destina 50 millones de dólares para entrenar 5.000 especialistas que asesoren a niños y jóvenes sobre los peligros y los efectos de los armamentos. Otra más da pie a un “diálogo nacional” sobre las enfermedades mentales. Pero todo eso, por sí solo, es insuficiente. Lo que debe resolverse para evitar más matanzas depende ahora del Congreso y a las puertas del Legislativo ha tocado Obama.

Por una parte, enviará un proyecto por el cual volverían a prohibirse los rifles de asalto, armas parecidas a las que se utilizaron en Newtown y en Aurora (Colorado), donde un joven alcanzó a dispararles en pocos segundos, según dijo Obama, “a 70 personas” que veían el estreno de Batman. Un segundo proyecto presidencial que irá a parar al Capitolio, exige un examen médico y psicológico de quien quiera comprar armamento. Actualmente, muchos de los 50 estados de la Unión incumplen este formalismo.

¿Aprobará el Congreso ese par de propuestas? Hay serias dudas. David Keene, presidente de la Asociación Nacional del Rifle (NRA, según sus siglas en inglés), que defiende el porte de armas y que constituye un poderoso grupo de lobby, declaró que su lucha contra la nueva legislación sería “La guerra del siglo”, mientras su grupo publicó una serie de anuncios de televisión abiertamente agresivos. Entre tanto, el diario The Washington Post informó que la NRA financió las campañas políticas de 205 de los 435 representantes a la Cámara (donde la oposición republicana controla las mayorías) y de 42 de los 100 senadores. Se trata de cantidades nada despreciables en un país donde la ley consagra el derecho a armarse para que el pueblo se defienda de un eventual régimen dictatorial, donde los 310 millones de habitantes poseen más de 270 millones de armas en la casa y donde la mayor parte de los ciudadanos, si se les entra un ladrón por la noche, lo repelen a bala sin preguntar y, sobre todo, sin hacer lo que en muchas otras naciones del mundo: llamar a la Policía.