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La gracia perdida

Cuando el mundo conoció los vejámenes a los prisioneros iraquíes por parte de los soldados estadounidenses a Washington le quedó más difícil convencer de sus buenas intenciones.

Michael Ignatieff*
19 de diciembre de 2004

Las fotos de Abu Ghraib no se desvanecen con el tiempo. El hombre encapuchado encima de la caja, la figura gateando ante los colmillos de un perro, la mirada maliciosa de la mujer apuntando a los genitales de un varón cautivo, se han convertido en los indelebles íconos del horror y de la vergüenza. Para los opositores a la guerra iraquí, Abu Ghraib marcó el momento en que la invasión que siempre habían considerado una acción aberrante se transformó de repente en un crimen. Para los partidarios de la guerra, Abu Ghraib fue, si cabe, aún más doloroso.

A medida que pasaban los meses y no se conseguía encontrar las supuestas armas de destrucción masiva de Saddam Hussein, la liberación del pueblo iraquí se convirtió en la esperanza que justificaba los riesgos y peligros de la ocupación. Las fotos de jóvenes y sonrientes norteamericanos disfrutando con la humillación y el terror de sus prisioneros, en la mismísima prisión donde los torturadores de Saddam durante años hicieron lo peor, fueron el detonador que pulverizó todas las justificaciones morales de la guerra.

Efectivamente, ante el esfuerzo de la opinión pública para convencer a las élites árabes de que apoyaran o por lo menos no opusieran resistencia a la democratización de Irak, y junto con el esfuerzo paralelo para prevenir que jóvenes hombres y mujeres, descontentos y desempleados, fueran a engrosar las filas de los terroristas, verdadera pieza central de la guerra contra el terror, las devastadoras fotos de los detenidos iraquíes sufriendo abusos y siendo humillados sexualmente por parte de los soldados de Estados Unidos en la cárcel de Abu Ghraib, que se revelaron al mundo por primera vez el 28 de abril, en el programa de televisión 60 Minutes II, constituyeron un sorprendente revés.

Un general norteamericano afirmó que la difusión mundial de las fotografías constituía el equivalente militar, en términos estratégicos, de una gran derrota de las fuerzas de Estados Unidos en el campo de batalla; y lo peor es que era una herida autoprovocada, y en una guerra al terror esas heridas suponen un costo prohibitivo.

La historia muestra que pocas democracias maduras, o quizá ninguna, han sido derrotadas jamás por terroristas. Los ingleses en Irlanda del Norte, los españoles en el País Vasco, los alemanes contra la Baader Meinhof, todos han sabido imponerse a campañas de violencia. Aunque, claro, las democracias pueden resultar perjudicadas por una reacción excesiva ante la violencia: la policía que mata a inocentes, por ejemplo, o una legislación draconiana que limita exageradamente los derechos civiles.

Abu Ghraib trajo a casa la dificultad real de ganar una guerra contra una insurgencia local apoyada por una población ocupada. Como los franceses durante la guerra colonial en Argelia o los ingleses contra los Mau Mau en la Kenya colonial, Estados Unidos tiene ante sí a una insurgencia en Irak que es insignificante en términos militares, pero aun así es devastadora en su capacidad de minar la voluntad del ocupante. En una guerra asimétrica donde un bando tiene todas las ventajas militares, el bando más débil puede resultar vencedor si consigue que la parte más fuerte lleve a cabo acciones que impliquen abdicar de su superioridad moral mientras debilitan su propia autoestima.

Con la pérdida diaria de soldados mediante sistemas y trampas explosivas de aficionados, pero mortales, y el apoyo iraquí a la ocupación que iba menguando dramáticamente, el secretario de la Defensa,

Donald Rumsfeld y sus comandantes sabían que tenían que incrementar la credibilidad de los servicios de inteligencia, mientras atemorizaban los corazones de los iraquíes que pudieran sentir la tentación de unirse a la insurgencia.

Desde arriba llegaron órdenes de que se aumentara el número de detenidos en Abu Ghraib y que se los "suavizara" con una gama de técnicas que incluían explícitamente el uso de perros, la privación del sueño y la humillación.

"Desde arriba" significa que, aun sin órdenes explícitas, el mismo presidente George W. Bush dio la luz verde. Ya en 2002, lo hemos sabido ahora, el Presidente aprobó un informe secreto que llegaba a la conclusión de que Estados Unidos no estaba vinculado a las Convenciones de Ginebra, en lo que respecta al tratamiento de los detenidos de Guantánamo.

La pretensión de altos mandos del Pentágono de que Abu Ghraib era el resultado de algunas "manzanas podridas" es una ficción autoconsoladora. Los documentos escritos que los investigadores militares y dos comisiones de análisis revelaron es bastante clara: Abu Ghraib, así como la muerte de dos detenidos en la base aérea de Bagram, en Afganistán, se enlazan directamente con decisiones presidenciales de desarticular la larga tradición norteamericana de observación de la legislación humanitaria internacional.

Rumsfeld y su equipo dejaron sus perros sueltos -literalmente- entre detenidos que resultaron no tener, en la mayoría de los casos, muy poco o ningún valor para los servicios de inteligencia, pero que podían ser intimidados a no unirse a la insurgencia. El error residía no sólo en suponer que la mera intimidación funcionaría, sino sobre todo olvidar un simple hecho sobre los soldados modernos: todos ellos tienen máquinas fotográficas o cámaras digitales y acceso a Internet.

Una guerra al terror es una guerra de medios de comunicación. Los terroristas que decapitaron al periodista del Wall Street Journal en Pakistán y los responsables de las decapitaciones de los trabajadores extranjeros en Irak han demostrado un dominio del poder de la imagen digital mucho más sagaz que sus oponentes norteamericanos.

El Pentágono sencillamente nunca contempló la posibilidad de que su desagradable y pequeño secreto fuera revelado al mundo por sus mismos soldados. Fue el soldado especialista Joseph M. Darby, miembro de la unidad de la Guardia Nacional responsable de los abusos fotografiados, el que decidió pasar un CD con las fotos por debajo de la puerta de sus superiores. A partir de entonces el secreto estuvo destinado a revelarse al mundo entero.

Para un optimista, Abu Ghraib era un mensaje de esperanza. La verdad saldrá a relucir. En una era digital y dominada por los medios de comunicación, se está volviendo cada vez más difícil guardar secretos sucios. El hecho de que un soldado raso sacara la historia a la luz sugiere que las reservas de decencia elemental todavía no se han agotado en el ejército de Estados Unidos. Para un pesimista, en cambio, o para aquellos que quieran que el camino de los iraquíes hacia la democracia se afiance, el cuadro es desolador. Como toda ocupación colonial, la ocupación norteamericana de Irak está siendo obligada por una insurgencia brutal a una política igualmente brutal que traiciona el honor de los militares y contradice la razón moral que llevó a la guerra.

Todos los que están horrorizados por las imágenes de Abu Ghraib quieren creer que se ha trazado una línea, se han tomado medidas y lo peor ha pasado. En el hosco clima de progresiva inseguridad de Irak, podemos sólo esperar que no sea una mera ilusión.

*Director del centro Carr de Derechos Humanos de la Universidad de Harvard y autor del libro El mal menor: ética política en una época de terror