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La masacre de Óscar Pérez, ¿un punto de quiebre en Venezuela?

En las calles de las ciudades solo se habla de la muerte de Óscar Pérez, un policía sublevado que se convirtió en un mártir para la oposición. Por asesinatos como este han caído otros tiranos.

20 de enero de 2018

Der Schlächter, o sea, el Carnicero. Ese calificativo acompaña la imagen de Nicolás Maduro en la portada del diario alemán Spiegel Daily del 17 de enero, al reportar la “masacre de El Junquito”. Así se conoce en Venezuela el operativo policial y militar, de más de 1.000 efectivos y hasta vehículos blindados, que acabó con la ejecución extrajudicial del policía sublevado Óscar Pérez y de 7 personas de su grupo. En el enfrentamiento también murieron 2 miembros de la Policía Nacional Bolivariana.

Y no es para menos. La imagen del autócrata venezolano volvió a las primeras planas apenas comenzando el año, por su respuesta desproporcionada ante un grupo irregular ya rendido que pedía clemencia y ofrecía entregarse. La gran pregunta sigue siendo si el suceso generará el quiebre lo suficientemente pronunciado como para debilitar al régimen de Maduro y abrir las puertas a un cambio político y, más allá, a una transición hacia la democracia.

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Todos los sistemas dictatoriales acumulan ríos de sangre. Cantidades ingentes de asesinados y desaparecidos. También, algunos con nombre y apellido que terminan convirtiéndose en bandera de vergüenza. El asesinato de Pedro Joaquín Chamorro selló el penúltimo año de la dictadura de Anastasio Somoza en Nicaragua. La muerte de Hugo Spadafora manchó para siempre el proceder de Manuel Antonio Noriega en Panamá y aceleró su caída. Las hermanas Mirabal se convirtieron en mártires un año antes de que una ráfaga acabara con el poder y la vida de Rafael Leónidas Trujillo en República Dominicana en 1961. Hoy, Óscar Pérez le puso identidad a los desmanes de Nicolás Maduro.

“Es un crimen estremecedor que puede generar efectos políticos”, dice el politólogo Luis Salamanca. A diferencia de esos otros casos históricos, Pérez no tenía un arraigo político en la sociedad venezolana, pero eso podría cambiar después de su sacrificio. De hecho, los venezolanos vieron con escepticismo, incluso como “un ‘show’”, su insurgencia iniciada el 27 de junio de 2017, cuando desde un helicóptero oficial lanzó granadas e hizo disparos contra la sede del Ministerio del Interior y el Tribunal Supremo de Justicia en Caracas. Sus constantes llamados para salir a las calles a acompañarlo no tuvieron eco hasta el día de su muerte.

Sin embargo, ya asesinado, muchos se arrepienten de no haberle creído. Lo dicen ciudadanos de a pie, pero también integrantes de la clase política que habían preferido mirar a otro lado. El vicepresidente de la Comisión de Defensa de la Asamblea Nacional, Armando Armas, se disculpó públicamente por haber tenido dudas y habló de “heroísmo”. La fiscal general desde el exilio Luisa Ortega Díaz condenó que se haya banalizado el esfuerzo de unos sublevados por actuar contra los desmanes del gobierno.

En las calles la conversación pública no para de incluir a Óscar Pérez, que se añade a la desesperada búsqueda por alimentos de la población, en medio de una asfixiante escasez con hiperinflación. Una sobrevenida simpatía que obedece más al nivel de desesperación por encontrar una vía rápida para salir de la crisis, que a certezas y afinidades ideológicas.

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“Yo no me lo tomé en serio, pero nadie merece morir así. El tipo quería entregarse y le lanzaron un misil”, dice Antonio Salas, un carpintero de 46 años. “Ahora quién va a querer salir a protestar ni nada a sabiendas que te pueden matar así”, agrega Luisa Palacios, de 27 años y estudiante universitaria.

El gobierno sacó de nuevo la carta del terror que inmoviliza, pero que, llegado el caso, podría impulsar a los juegos totales, al todo o nada. “Aquí no queda opción sino que haya mil como él porque por las buenas el gobierno no va a salir”, opina Jandry Guzmán, quien a sus 22 años sostiene que insurgencias armadas ahora sí convocarían a más pueblo.

Lección de terror

“Venezuela, no quieren que nos entreguemos, literalmente nos quieren asesinar, nos lo acaban de decir”. Esas fueron las últimas palabras que Óscar Pérez registró en los videos con los que documentó los momentos previos a su muerte la mañana del lunes 15 de enero. Luego, la lluvia de plomo terminó con una explosión. Un grupo militar accionó un lanzacohetes RPG-7. Todo ello, a pesar que el mayor de la Guardia Nacional Rafael Enrique Bastardo Mendoza decía, y quedó también captado, que “la orden del presidente es resguardarle la vida”.

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Efectivos de la Policía científica que conocían a Pérez afirman que era “muy inteligente” y creen que no es casual que el hombre haya decidido dejar constancia de sus últimas horas. Un testimonio que engorda el expediente de violaciones a los derechos humanos en Venezuela, que pudiera tener eco en la Organización de Naciones Unidas que tiene estatutos que le permiten intervenir para evitar que se desate una ola de “crímenes de Estado”.

El término no es gratuito. Lo usaron más de 20 expresidentes y jefes de gobierno de España y América Latina. Amnistía Internacional alertó sobre posibles “violaciones graves a derechos humanos e incluso de crímenes bajo el derecho internacional”. Y hasta la Iglesia católica masculla la palabra “masacre”.

Allí debe incluirse que el propio gobierno confirmó que en la refriega participó (y murió) Heiker Vásquez, identificado formalmente como Andriun Domingo Ugarte Ferrera. Se trata del líder del grupo paramilitar Tres Raíces, que controla hasta la comida del sector 23 de Enero de Caracas, y que pertenecía a las Fuerzas de Acciones Especiales de la Policía Nacional Bolivariana, a pesar de estar involucrado en cinco homicidios, según expedientes judiciales. Su presencia en la Operación Gedeón ratificó que en ella participaron grupos irregulares del chavismo junto con la fuerza pública.

Además, familiares y relacionados con Óscar Pérez y su grupo rebelde en los siguientes días han sufrido allanamientos irregulares, torturas, malos tratos, amenazas de cuerpos de seguridad del Estado y persecución. “Si no quieres hablar, te cortamos la lengua”, le dijeron funcionarios a Danny Pérez, hermano de Antonio José Pérez, uno de los apresados el lunes en El Junquito, al irrumpir en su casa armados hasta los dientes. Una pistola en la boca acompañó la coacción.

La lectura militar

Puertas adentro de la coalición gobernante aún no hay evidencias de secuelas y la cúpula chavista pareciera estar incólume. Queda ver qué harán los cuarteles ante la certeza de que sus superiores ordenaron un operativo que viola preceptos internacionales y que matar ya no es solo un exceso de fuerza letal –como en 2017–, sino un mandato vertical.

Un informe escrito por la investigadora Sebastiana Barráez afirma que en el sector militar consideran que primaron el odio personal y las ansias de complacer a quienes pedían la cabeza de Óscar Pérez. El mismo documento revela que un comandante del Ejército teme que “ese error lo vamos a pagar caro, a nivel de opinión pública internacional”, pues el hombre ya se había rendido y no era necesario matarlo.

Pero habrá que esperar las respuestas de fondo de los uniformados, más allá de la evaluación sobre las formas. Es posible que el silencio castrense se imponga, ante el temor de un castigo similar, o que el impulso a posicionarse aumente.

Además, en la medida en que la vía electoral se entorpece, se envilece, se retuerce, se manipula y deja de tener sentido, los incentivos para otro tipo de salidas aumentan. Sea de actores externos o propios de la elite gobernante.

El impacto emocional

Quizá el caso más venezolano, hasta ahora, de un mártir contemporáneo es Antonio Pinto Salinas, un poeta militante de la socialdemocracia que se enfrentó a la dictadura de Marcos Pérez Jiménez (1948-1958), pasó a la clandestinidad y en 1953 murió asesinado por la Policía política. Aquel evento tuvo un efecto subterráneo en el ánimo del venezolano. Hubo un clic, un quiebre.

En 2018 la situación puede repetirse. El desproporcionado castigo a Pérez y la operación conjunta de funcionarios con cuerpos paraestatales podría llevar agua al molino de la indignación colectiva. Pero, como defiende el politólogo Guillermo Aveledo Coll, pudiera imponerse la noción revolucionaria de “pueblo en armas” en las estructuras institucionales, y el revuelo diluirse con el paso de los días.

Esa es la apuesta desde el Palacio de Miraflores. Por una parte, durante el sepelio de Heiker Vásquez los ‘colectivos’ se formaron alrededor del ataúd, encapuchados y portando armas de guerra ilegales, frente a un contingente de policías que avalaron la parada. Al enterrarlo, hubo cánticos conjuntos. Todo un descaro que pudiera normalizar el escándalo. Por otra, tanto Maduro como el número dos del oficialismo, Diosdado Cabello, ratificaron su apuesta a que “dentro de un año nadie hablará ya de ese señor”, en referencia al policía sublevado. Podría estar pensando con el deseo. n